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Último concierto de la temporada de RTVE

Último concierto de la temporada de RTVECésar Wonenburger

«¡Apaguen esos malditos móviles!»

El director Pablo González tuvo que interrumpir la estupenda interpretación de la monumental Sinfonía Resurrección de Mahler, en su despedida de la Orquesta de la RTVE, por unas inoportunas voces que se colaron desde la platea

El pasado 7 de mayo, el conocido director Yannick Nézet-Séguin decidió interrumpir un concierto en plena actuación con la Orquesta de Fildafelfia. En dos ocasiones. La primera, cuando apenas se había iniciado el tercer movimiento de la Novena sinfonía de Anton Bruckner. En ese instante sonó un móvil y el responsable musical del Met neoyorquino realizó una pausa hasta que reinara de nuevo el silencio. Pero una vez reiniciada la interpretación, otra llamada volvió a escucharse nítidamente en la sala. Esta vez, Nézet-Séguin, además de ordenarles a los músicos que se detuvieran, se dio media vuelta y dirigiéndose al público lanzó una pregunta al aire: «¿No podemos vivir sin el teléfono al menos por una maldita hora?».

Con unos pocos días de diferencia, una escena similar se ha producido ahora en el Teatro Monumental madrileño durante el concierto de clausura de la temporada de la Orquesta y Coro de la RTVE. Dirigía Pablo González el que debía ser su concierto de despedida como titular de esta agrupación cuando, justo al inicio del cuarto movimiento de la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler, un molesto ruido de voces se coló inesperadamente entre los primeros compases. González, con gesto contrariado, firme y serio pero siempre educado, se giró entonces para solicitar que cesara ese murmullo que claramente estaba perjudicando la audición de uno de los pasajes más significativos de la obra, confiado a la contralto. En este caso, parece que se trató de algún inoportuno micrófono abierto por el que se colaban las instrucciones de uno de los miembros del equipo de realización encargado de la grabación de la cita: un incidente que debería haberse previsto, y evitarse, sin necesidad de llegar a interrumpir el acto musical; de hecho se subsanó en el acto y aquel rumor insistente ya no se escuchó más.

Durante el periodo pandémico, cuando los escasos actos musicales que se celebraban entonces parecían adquirir una trascendencia inesperada, como si se estuviera asistiendo a un hecho que quizá podría no volver a repetirse, sumidos como entonces estábamos en aquella atmósfera apocalíptica, los conciertos y las óperas que apenas se ofrecían volvieron a disfrutarse en un ambiente casi ideal, como de íntimo recogimiento, sereno y reposado. O eso semejaba, propiciado por un ya casi olvidado silencio de un espesor que podría cortarse con el filo de una navaja.

Quizá era el momento, que convertía aquellas privilegiadas experiencias en una suerte de liturgia, pero sin duda dos hechos prosaicos contribuían a propiciar aquella atmósfera relajada: cualquier amago de tos podría revelarnos como indeseables portadores del estigma, y la escasez de público (forzada, en ocasiones hasta el ridículo, por las restricciones sanitarias que imponían aforos limitados) situaba el foco más claramente sobre los asistentes. Ya se sabe que el ser humano se muestra mucho más dócil y obediente de las formas cuando se siente vigilado, o simplemente observado.

Pablo González, director titular de la Orquesta Sinfónica RTVE y asesor artístico de la Orquesta y Coro

Pablo González, director titular de la Orquesta Sinfónica RTVE y asesor artístico de la Orquesta y Coro

Como todo, aquellas jornadas de acceso limitado concluyeron, y de nuevo liberados de toda precaución los aficionados retornaron a teatros y auditorios dispuestos a volver a disfrutar, como antaño, de la música. Entretanto, de aquel trance vírico todos habíamos salido, según acertó a resumir en admirable síntesis el escritor francés Michel Houllebecq, «igual pero peor». Lo cual pudo rápidamente comprobarse en las salas de conciertos mediante el regreso de las indiscriminadas ráfagas de toses (que un principio hasta nos parecieron agradables porque de algún modo representaban el triunfo de la vida reflejado en las costumbres de siempre), más sonoras incluso que antes, y el inoportuno e incesante repicar de los móviles dispuestos a arruinar instantes sublimes como el delicado pianissimo de la soprano.

La «angustia difusa» de la vida actual

El otro día, mientras me parecía adivinar en el severo gesto de Pablo González la frustración de quien ha consagrado horas enteras a sumergirse en la partitura malheriana, tan rica y sugerente como complicada en la coherente plasmación de un universo tan absolutamente desmesurado, para que en un momento te la arruine un descuido que nada tuvo que ver con el fallo de un solista, pensé en lo que apunta Byung-Chul Han en El aroma del tiempo. «Las prisas, el ajetreo, la inquietud, los nervios y una angustia difusa caracterizan la vida actual. En vez de pasear tranquilamente, la gente se apremia de un acontecimiento a otro, de una información a otra, de una imagen a otra». Esa angustia que exige permanecer innecesariamente conectados durante todo el tiempo nos impide ya no sólo a nosotros mismos disfrutar de una experiencia tan enriquecedora como la de saborear plenamente los sonidos, y los mensajes y asociaciones, que transmite una obra de arte como la Resurrección, sino que llegan a inmiscuirse hasta entorpecer con nuestra irresponsabilidad el goce de los otros, su trabajo, su dedicación.

Precisamente, esa angustia fatal del hombre moderno (el «spleen» baudelaireano), enfrascado en mil tareas inútiles que lo privan apartándolo del cultivo de su propia espiritualidad hasta sumirlo en una depresión ontológica, es la que el propio Mahler expresa a través de ese enorme fresco que es su Segunda Sinfonía. Para concederle, al final, una posibilidad de redención, más allá incluso de su propia voluntad. Si en el primer movimiento asistimos a su funeral, el segundo y el tercero obedecen a una especie de flashback, una visión retrospectiva de los sueños de infancia seguida de la quiebra de esas mismas ilusiones que, ya en la edad adulta, explotan en todo su crudo realismo hasta convertirse en las frustraciones del hombre común entregado a una vida vacía, consagrada a la inmediata satisfacción de vanos deseos inaplazables con los que espantar ilusoriamente el tedio y la monotonía.

Y si el cuarto tiempo anuncia ya la luz, la esperanza de un más allá feliz para todos los hombres, justos o no, más que un lugar, otra dimensión que supere el sinsentido de la vida, el último le permite alcanzar esa definitiva plenitud que se logra al «despertar a través de Dios y el amor» (…) «no en el sentido de una creencia determinada sino más bien de la fe en la omnipotencia del amor. La resolución suprema del enigma es en Mahler puro amor de Dios, hombre y naturaleza», como sugiere Guido Adler.

Con semejante programa en manos de un autor proclive al exceso, la obra podría representar un desafío a la razón, tal como Celibidache entendía a Mahler: «Un hombre caótico, que no tiene sentido de la arquitectura, de la coherencia». Quizá como reflejo de su propia personalidad. «Todo en él era tensión», decía Stefan Zweig, que lo conoció: «El furor era su elemento». Pierre Boulez sostenía que precisamente este compositor «sería quizá menos fascinante si no resultara, en ocasiones, tan difícil». Una complejidad, para el compositor francés, ídolo de la vanguardia, derivada de una «ansiedad demiúrgica: la angustia de crear un mundo que prolifera más allá de cualquier control racional, el vértigo de crear una obra en la cual la armonía y la contradicción tengan igual peso, la insatisfacción de las dimensiones reconocidas de la experiencia musical, la búsqueda de un orden menos establecido y menos indulgentemente aceptado».

En el tiempo libre que le dejaban sus empeños como director orquestal, al «caótico» Mahler aún le quedaba tiempo para filosofar reflexionando sobre el futuro de la humanidad, unas aspiraciones metafísicas que raramente habían encontrado asiento en la música. «¿Por qué existimos?», parece plantearse en la Segunda, y el resultado es una obra todo lo excesiva que se quiera, en la que, a veces sin un orden, o un propósito concreto, se dan la mano lo grotesco y lo trágico, el sarcasmo conviviendo con el candor, en una elaboración musical que en ocasiones se complace en un cierto regusto kitsch en el que conviven los recuerdos de infancia, la música de las verbenas populares con la grandiosidad de las construcciones wagnerianas, mezclado con citas a Brahms. Una apuesta por lo híbrido que en útilmente término refleja el vigor de la sociedad vienesa de su época, la amplia cultura del autor, su ingenio y ansias de libertad, de volcar en la partitura todo aquello que agita su interior, sin reservarse nada, para bien o para mal.

Pero lo verdaderamente esencial es que el impulso creador de ese hombre aún hoy nos sigue cautivando, elevando, emocionando por su intacta capacidad de sugerir el misterio, más allá de esta o la otra interpretación: con los estándares actuales, cualquier orquesta bien entrenada puede conseguir un digno resultado interpretando sus obras. La diferencia entre lo bueno y lo sublime se aprecia en los detalles. Por ejemplo, uno hubiera deseado una presencia más nutrida del coro de la RTVE para dotar de una mayor fuerza los pasajes determinantes del último movimiento. Aunque en eso seguramente hayan hecho mucho daño las grabaciones: quién se ha resistido a elevar el sonido más de lo aconsejable, por ejemplo, en el registro referencial de Otto Klemperer con la Philharmonia Orchestra, justo en el momento en que el coro anuncia el consuelo de la verdad de la resurrección, hasta despejar todas las incertidumbres humanas.

Pablo González, que incluso físicamente guarda un cierto parecido con Klemperer, ofrece una lectura en algún modo emparentada con la citada del desaparecido maestro de Breslau, por sus ansias de exaltación espiritual y esa intensidad a veces opresiva. Observa la pausa, aunque no de cinco minutos, que Mahler preveía entre el primer movimiento y los siguientes. El incidente, aquí descrito, del cuarto movimiento no hizo que descarrilara su concentración, y el bien calibrado final desencadenó las exclamaciones del público, que se hicieron aún más ruidosas cuando salió a saludar en solitario. Tributo muy merecido, no solo por el excelente resultado que cosechó con esta interpretación, siempre fluida, plena de tensión y contrastes, si no por el magnífico trabajo que ha desplegado durante este tiempo al frente de la Orquesta de la RTVE, llevándola a altas cotas de calidad en un repertorio bien variado, con calificaciones muy elevadas en compromisos de tanto relieve como el aún reciente Réquiem Verdi o esta Resurrección, partituras que requieren un formidable despliegue de energía, solidez y una sabia administración de los recursos al alcance.

Aquí hubo una entrega encomiable de todas las familias, con una cuerda tensa y sedosa, unos metales de sonido pleno sin acideces, un viento transparente y dúctil, una percusión ajustada... Las intervenciones fuera de escena lograron ensamblarse perfectamente en el discurso general, sin esas indeseables dislocaciones que se producen en ocasiones. El coro sonó compacto, siempre afinado, a falta de mayores efectivos.

Las dos voces solistas convocadas cumplieron su cometido, algo más inspirada la mezzo, Gerhild Romberger, dando el justo sentido al anuncio esperanzador que trae consigo la luz, con admirable repliegue de unos medios generosos para adecuarlos a la pura expresión de la inocencia. La soprano Berna Perles, de timbre seductor pero escasa de matices, pareció como si se sintiera fuera de estilo, superada por la naturaleza del envite. El éxito colectivo resultó innegable y solo cabe desearle más suerte a González, uno de nuestros mejores directores en plena madurez, cuyo rigor es siempre el reflejo de ideas elaboradas a partir no solo del estudio sosegado y concienzudo y de su amplia cultura, sino de algo que tiene que ver sobre todo con el entendimiento del servicio a la música como una suerte de misión evangelizadora, algo que en estos tiempos líquidos adquiere un mérito añadido.

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