Joyce DiDonato canta para conservar la naturaleza en el Teatro Real
La célebre mezzo norteamericana presentó en Madrid su Eden, una travesía musical de cuatro siglos que evoca el poder transformador de la belleza
«¡El músico soy yo!». Desde que Franz Liszt, en el siglo XIX, proclamase de tal modo la preeminencia del solista, estableciendo a través del recital una nueva liturgia para la comunicación directa entre el intérprete y su público, su propuesta ha cambiado muy poco hasta nuestros días. Solo en estos últimos tiempos, cuando este modelo, que sitúa al artista al frente de su instrumento (piano, violín, simplemente su voz, …) ante el espectador, parece ofrecer ya ciertos síntomas de agotamiento, es que algunos músicos han comenzado a añadir a sus actuaciones otros elementos que sirvan, quizá, para dotarlos de un novedoso atractivo. Como en las óperas, o en los espectáculos más a menudo asociados con las estrellas del pop, estas presentaciones, apoyadas en efectos visuales, pueden servirse de una planificada puesta en escena, empleando para ello elementos de atrezo, cambios de vestuario y estudiada iluminación, con el objetivo de otorgarle al programa mayor dinamismo además de propiciar una cierta coherencia temática al servicio de un asunto o idea concretos.
Curiosamente son las mujeres, y sobre todo, cantantes, quienes más están apostando estos días por esta suerte de vuelta de tuerca a los conciertos tradicionales. Lo vimos con el estimulante programa que Cecilia Bartoli ofreció hace unos meses en el Teatro Real, aquel despliegue de imaginación y sensibilidad con el que nos sumergió en los tiempos de Farinelli, el célebre castrato, uno de los primeros organizadores de la vida musical madrileña. Y hemos vuelto a comprobarlo ahora, a través de la aparición en el mismo escenario de otra ilustre mezzo, Joyce DiDonato, productora del espectáculo titulado Eden (como el disco que le da soporte), que pretende llevar, cuando finalice, hasta cuarenta y cinco ciudades repartidas por todo el mundo.
Ese afán viajero, más allá del beneficio económico que pueda reportarle a los artistas implicados y a su esencial artífice, la cantante norteamericana, parte de una idea que justificaría plenamente el planteamiento de tan ambiciosa gira. Con su Eden, la DiDonato pretende hacer reflexionar a los asistentes a su espectáculo sobre dos crisis particulares, muy actuales: la climática y la que tiene que ver con la biodiversidad (la drástica pérdida de especies animales y vegetales en el planeta), dos asuntos que tienen mucho que ver entre sí y que para algunos (no ciertamente Elon Musk) representan los principales desafíos a los que se enfrenta el hombre desde su aparición sobre la Tierra. Menciono al propietario de Tesla porque en su reciente comparecencia en uno de los programas más interesantes de la televisión por cable de EE UU, El show de Bill Maher, afirmó que el deterioro ecológico no representa en estos momentos un desafío irreversible, concediéndole mucha mayor relevancia a otro tema que sí, según él, debería preocuparnos bastante más como especie, la crisis de la natalidad en amplias zonas del planeta. Interesante, desde luego, planteamiento.
Joyce DiDonato, a partir de un programa confeccionado con música de autores de los últimos cuatro siglos, mediante un hilo conductor que conectaría cada una de las obras escogidas con una referencia particular (a veces abstracta) a la naturaleza, pretende iluminar las conciencias de las personas con un planteamiento que va mucho más allá de esas soflamas tan del gusto de los que han asumido la defensa del planeta casi como quienes, con fingido espanto, predican la inminente llegada del apocalipsis en algunos de esos programas de las sectas pseudoreligiosas que tanto proliferan.
Un viaje sinuoso
En primer lugar, se sirve de las piezas de músicos como Charles Ives, que en su The unanswered question lanza al aire la sugerencia de asuntos que están siempre ahí, apelándonos de una manera directa, pero para las que no hay respuestas fáciles, por eso resultan incómodos. DiDonato suple el sonido de la trompeta con su voz, que aparece y desaparece por la platea, en un viaje sinuoso hasta comparecer sobre el escenario, justo en medio de una plataforma cilíndrica como los anillos de los árboles a los que hace referencia The first morning of The World, la canción compuesta por Rachel Portman específicamente para este proyecto. Como cuenta George Steiner en Nostalgia del absoluto, «la caída del hombre no erradicó de un golpe todos los vestigios del Jardín del Edén. Persistieron grandes espacios de naturaleza original y vida animal», que le tocaron gestionar con desigual fortuna.
La máxima compenetración alcanzada entre la DiDonato y el mejor conjunto actual de música antigua, Il P’omo D’oro, es fruto de la absoluta complicidad entre los mismos y el director, Maxim Emelanychev, con la artista. Como el espectáculo, que tiene sus defectos (el empleo frontal de las luces resulta molesto a los espectadores, no hay notas al escueto programa, anuncian a un actor que luego no interviene), se ha rodado anteriormente, funciona muy bien. La voz de la mezzo ya dista mucho de los gloriosos días de aquella intérprete que nos deslumbró hace ya unos cuantos años en sus primeras apariciones rossinianas, a partir del descubrimiento en Pésaro, o en un inolvidable concierto parisino con su gran fuerte, las heroínas barrocas. El centro ha crecido, limitando su extensión, y el timbre ha perdido algo de brillo.
Pero a falta de una mayor agilidad, la expresión se ha depurado aún más: los recitativos resultan modélicos, como el que precede al aria del Ezio de Gluck. Parecen esculpidos en mármol. Y cuando dice a Mahler, como en las dos canciones de los Rückert lieder, la convicción que otorga a cada palabra les confiere un sentido hondo, íntimo, efusivo, como si surgieran de un interior más enriquecido seguramente por las experiencias. Si ella brilló, por momentos, a ese nivel que sólo alcanzan las grandes artistas conscientes de sus poderes, la orquesta resultó un prodigio de ductilidad, empaste, precisión, brío. Con su gestualidad precisa, Emelyanychev evocó los colores precisos para cada ambiente, sugiriendo la rica variedad de atmósferas, hallando la adecuada expresión estilística.
Ya hacia en el final, la mezzo no dudó en servirse del micrófono, y de un español tan apañado como suficiente, para explicar sus ideas, basadas en grandes conceptos universales, con algo de esa mezcla de ingenuidad y entusiasmo con el que a veces los norteamericanos se lanzan a comunicar sus más profundas convicciones. Igual que la filósofa Anny von Lange, para quien el poder ético de la música se refleja en su «capacidad de enseñar a la humanidad a trabajar conscientemente con las fuerzas constructivas del universo», la cantante manifiesta la necesidad de que la personas, a través precisamente de los sonidos, sean capaces de descubrir esa belleza que las reconcilie con los valores más elevados. Esos mismos que luego deberían servir para establecer una relación más armónica entre el hombre y la naturaleza.
DiDonato, lo mismo que Daniel Barenboim, continúa creyendo en esa fuerza superior de la cultura
Contrasta esa noble aspiración con la realidad expresada en contradicciones como que ese mismo Vladimir Putin que en su tiempo libre toca el piano (también le gusta cantar), y ha dedicado cientos de millones de los contribuyentes al desarrollo de las principales orquestas y teatros líricos de su país, sea capaz de ordenar, también, la destrucción de una presa hasta propiciar deliberadamente un desastre medioambiental con tremendas consecuencias: esas poéticas (si no fuera por el horror de lo que revelan) imágenes de cisnes surcando las aguas casi a la misma altura del primer piso de un histórico Palacio de la cultura que hemos visto en las últimas horas.
No obstante, Joyce DiDonato, lo mismo que Daniel Barenboim (en su reciente nuevo libro vuelve a insistir en el ideal aristotélico, según el cual, el contacto con la música transforma el carácter) continúan creyendo en esa fuerza superior de la cultura, y sobre todo, de la música. Siguiendo la estela de un Sexto Empírico, para quien la música podía conseguir casi en mayor medida que la filosofía convertirse en bálsamo moderador para la vida, puesto que «dictándonos sus órdenes no por la fuerza sino con la ayuda de cierta seducción persuasiva consigue los mismos resultados», la mezzo ha venido hasta aquí a sembrar trigo. Pero no solo limitándose a cantar o transmitir, también mediante la voz, ideas sobre la necesidad de contener y transformar ese primario impulso del hombre que conlleva la devastación.
A la salida del concierto los bedeles obsequiaban a la asistencia con un sobre de semillas de camomila, cortesía de la dama. Y un poco antes, la artista hacía comparecer sobre el escenario a los estupendos niños del coro de la Jorcam, para que cantasen con ella. En cada ciudad a la que ahora porta su Eden, la mezzo establece algún tipo de relación con coros infantiles locales para que conozcan su proyecto, extiendan su mensaje a través de las voces (una de las canciones habla sobre la necesidad de sembrar) y, en último término, se animen a seguir educando sus oídos, y de paso los de las personas a las que se sirven con su talento. Como iniciativa, ejemplar.