Historias de la música
Barenboim en Ramala, el día que Beethoven acalló las bombas
Aquel verano de 2005, el célebre director y pianista, llevó al Diván, su orquesta compuesta por músicos árabes, españoles e israelíes, a actuar en el medio de un polvorín
El concierto celebrado el 21 de agosto de 2005 en el Centro Cultural de Ramala podría servir como ejemplo perfecto del «triunfo de la voluntad». Unos pocos años antes, el director israelí Daniel Barenboim y el escritor palestino Edward Said habían logrado fundar una orquesta en la que podían tocar jóvenes músicos de sus respectivos países, más los de otros árabes. Inspirándose en Goethe, que tras haber estudiado a fondo al escritor persa Hafiz publicó una antología de poemas, El Diván de Oriente y Occidente, estos dos hombres nombraron su proyecto con el mismo título de la obra del escritor alemán, cuyo manuscrito fue declarado por la Unesco patrimonio mundial de la humanidad por su valor simbólico en la difusión del conocimiento de dos culturas esenciales.
Barenboim y Said consiguieron los fondos necesarios y hasta contaron con una sede propia en Sevilla para su Diván, donde se llevaron a cabo los encuentros veraniegos en los que preparaban las giras de conciertos. Músicos de la Staatskapelle Berlín se desplazaban hasta el Hostal Lantana, un antiguo monasterio, en Pilas, para compartir sus conocimientos con jóvenes estudiantes llegados hasta allí desde Israel, Siria, Palestina,… junto a otros españoles. Algunos de esos mismos chicos llegarían luego a formar parte de orquestas como la Sinfónica de Damasco o las filarmónicas de Berlín e Israel, entre otras.
«Proceso existencial»
Pero el principal propósito de aquellas convocatorias no era solo tocar. Barenboim ha vuelto a explicarlo ahora en La música despierta el tiempo (Acantilado), su nuevo ensayo. Juntando a chicos provenientes de zonas en conflicto para que interpretasen las grandes obras del repertorio sinfónico al máximo nivel, lo que se pretendía, además, era ofrecerles «una guía». Un modelo de convivencia que les permitiera comprender sus diferencias en un «proceso existencial» que promovía «la reflexión y el entendimiento», indagando «bajo la superficie» hasta conectarlos con «la fuente de nuestro ser». En otras palabras, se trataba de que aquellos chavales, cuyos primos, hermanos, tíos o padres, militantes en bandos opuestos que incluso podrían haber llegado a intercambiar disparos en alguno de los dramáticos episodios de enfrentamientos armados entre vecinos hostiles, se conocieran y comprobasen de cerca que en el fondo no eran tan distintos.
La semilla del entendimiento, con la orquesta, encarnación ideal del espíritu colectivo que supera todos los obstáculos posibles procurando un objetivo común, pareció germinar, al menos para sus integrantes, a partir de los conciertos que ofrecían juntos por medio mundo. Aquella ejemplar propuesta fue acogida con enorme entusiasmo, y la implicación de Barenboim, que hasta hoy aún dirige sus principales actuaciones (y ha grabado varios discos con la agrupación), les sirvió para abrirles las puertas de algunas de las principales citas internacionales, como el prestigioso Festival de Salzburgo.
Los fundadores creyeron que resultaba imprescindible que el Diván actuara sobre el terreno real de sus desvelos
Pero Said y su amigo el director no se conformaban con aquellas giras, que sin duda servían para estrechar lazos y constituían un ejemplo claro de la posibilidad de superar cualquier obstáculo entre las personas a partir del conocimiento y el diálogo. Necesitaban llevar su propuesta hasta la raíz del mal. De poco servía que el sofisticado público salzburgués les aplaudiera con fervor reconociendo incluso el alcance de su esfuerzo, su consciente dimensión simbólica más allá del propio evento musical. Por eso, los fundadores creyeron que resultaba imprescindible que el Diván actuara sobre el terreno real de sus desvelos.
Barenboim, con su estrecho colaborador ya fallecido, decidió que la orquesta debía presentarse en Ramala, nada menos, capital de facto de Palestina, situada en Cisjordania, a 15 kilómetros de Jerusalén, y dotada de una cierta autonomía aunque Israel mantiene allí su presencia militar, ejerciendo el control sobre el territorio. Un avispero en toda regla, pero que refleja la creencia de algunas personalidades, como el pianista y el escritor, sobre la posibilidad de que algún día este lugar llegue a albergar un estado palestino en toda regla, en convivencia pacífica con el de Israel.
Israelíes y palestinos recelaban
Llevar obras de Mozart, Beethoven y Elgar hasta una ciudad que históricamente había sido cristiana, y donde hoy la población musulmana constituye el núcleo fundamental, les parecía una buena idea, dado que el Diván no se nutre sólo de músicos de países árabes o ciudadanos israelíes, también los hay españoles. En cierto modo, su propia composición refleja ese armonioso crisol de culturas que un día fue la Península Ibérica. Pero a los padres de los chavales aquella audaz iniciativa les puso de los nervios.
Los israelíes pensaron que la presencia de sus retoños, algunos de los cuales acababan de realizar el servicio militar, en un edificio administrativo de la autoridad palestina, pese a su finalidad cultural, los convertía en blanco fácil para un posible atentado. Los palestinos, y el resto de los árabes, recelaban de que su colaboración con aquel gesto pudiera interpretarse como una especie de «bajada de pantalones» ante la poderosa enemiga Israel. Y los españoles, cautos y precavidos, creían que a ellos nos les iba nada en aquel posible farol, que encima podía costarles muy caro si a algún partidario de la Intifada le daba, en el último momento, por proponer otro tipo de celebración más ruidosa.
Barenboim tuvo que emplearse a fondo con varios gobiernos y progenitores, organizando además el transporte por separado de cada grupo hasta Ramala
Barenboim tuvo que emplearse a fondo con varios gobiernos (el español proporcionó generosamente pasaporte diplomático a todos los miembros de la orquesta, por unos días, para evitar posibles trabas en los controles fronterizos) y progenitores, organizando además el transporte por separado de cada grupo hasta Ramala. Él mismo partió hasta Israel para tranquilizar «in situ» a los familiares de los convocados, que solo cedieron cuando les aseguró que su propio hijo también actuaría en aquella expedición: no iba a exponerlo innecesariamente si creyera que aquello podía acabar mal.
Uno de los chicos españoles abandonó la expedición el último día, en Berlín, para regresar tan solo unas horas más tarde cuando se enteró de que otro, un alemán de la orquesta de Barenboim, la Staatskapelle, se había ofrecido para ocupar su lugar: la llamada vergüenza torera. El grupo de los árabes tuvo que acceder hasta el enclave fundado en el siglo XVI a través de Jordania. Y nadie sabía a ciencia cierta, ni siquiera los propios músicos, la hora misma en la que se celebraría el concierto, como medida de seguridad.
El camino que pareció posible
Por fin el aguardado momento llegó, y la única muestra de hostilidad, si se le puede considerar así, contra la cita fue una pancarta fijada en la puerta del auditorio con la proclama «Freedom for Palestine». El público que llenó la sala, con los políticos ocupando las primeras filas, saltó cual resorte de sus asientos nada más Barenboim apareció sobre el escenario para comenzar el concierto, estallando en un aplauso unánime. Llegaron otras estruendosas ovaciones, algún discurso y merecidos recuerdos para el ausente Said. Y sobre todo la gran música que interpretaron unos jóvenes con los rostros iluminados, más que por el alcance de su propia heroicidad, por la ilusión de poder hacer lo que más les gustaba, tocar todos juntos cerca de casa, como si los odios, fanatismos y rencores larvados por generaciones quedaran mágicamente suspendidos ante aquel inesperado brote de belleza. La paz allí aún no se ha concretado, al contrario, el conflicto puede entrar en una nueva espiral trágica, de inciertos resultados, en las próximas semanas. Pero al menos por un día, otro camino pareció posible.