Andrés Calamaro, en «Las Noches del Botánico»
Calamaro recoge la cosecha de lo sembrado y rinde en las Noches del Botánico de Madrid
Pocos músicos actuales en lengua castellana poseen un catálogo de canciones con tal colección de clásicas, si se une una banda perfecta y un artista en pleno dominio profesional, la fórmula no falla
El maestro bonaerense se mostraba cauto en la víspera de sus dos encierros con taquillazo en el Botánico de la Complutense de Madrid: «Se hará lo que se pueda», apuntó parco y con modestia. Pero pudo, ciertamente. Las sonrisas satisfechas pintadas a la salida en muchas caras resumían la velada.
Una noche de domingo de junio en Madrid a 23 grados, temperatura perfecta que la capital de España ya no suele regalar a estas alturas. Un jardín botánico de agradable circuito de paseo, con cómodos recodos umbríos donde trasegar algo antes de la música. Y un recital de dos horas a cargo de un clásico mayor del rock en español: Andrés Calamaro (aunque llamar a lo suyo rock tal vez sea encogerlo en una etiqueta demasiado pequeña, que olvida los ecos del folclore de su tierra, del jazz, del rap, la salsa...). Con esos ingredientes en la noche nada podía fallar. Calamaro, que guarda casa en Madrid y conoce todos sus recodos, se ha metido al público en el bolsillo con dos faenas inapelables en Las Noches del Botánico.
En realidad, tenía al respetable ya ganado antes de que sonase una sola nota, como acreditaron los «oé, oé, oé» futboleros que a ratos saludaban su presencia.
Camisa negra, lentes opacas de pasta, mangas remangadas, dejando ver unos tatuajes contundentes, arqueología de las horas salvajes. Seriedad, concentración profesional, como muy consciente de que tocaba rayar alto y no se podía fallar. Una banda que le iba como un guante, donde brilla como lugarteniente el sapientísimo teclista Germán Wiedemer. Y al frente, el artista, bailando en el alambre para intentar asegurar cada nota. Calamaro no hizo más que cumplir lo que señalaba aquella vieja canción de Rubén Blades, El Cantante, que tan bien versionó en su día: «Lo mejor del repertorio a ustedes voy a brindar. Canto a la vida de risas y penas, de momentos malos y de cosas buenas. Vinieron a divertirse y pagaron en la puerta. No hay tiempo para tristezas, vamos cantante, comienza». Profesionalidad, y un repertorio infalible, lleno de canciones anotadas en la memoria sentimental de muchas personas.
Supone una interesante casualidad que en la misma semana actuasen en idéntico escenario madrileño Bob Dylan, de 82 años, y Andrés Calamaro, de 61, ambos con doble cita. No es la primera vez que se cruzan. En 1999, Calamaro teloneó al mito en su gira española. Algunas noches, el inaprensible Bob lo saludaba como «mi amigo, el Rey del Ritmo, Andrés Calamaro».
Dylan y Calamaro, cada uno en su escala, son en realidad personajes con raíces en el convulso y al tiempo extraordinario siglo XX. Hubo un momento en que ambos leyeron el signo de los tiempos y escribieron la crónica emocional y/o libertaria de una generación. A Dylan esa epifanía le sucedió en los sesenta. A Calamaro, a caballo entre el siglo XX y el XXI. Probablemente ambos saben que nunca volverán a hacer nada igual (de hecho Bob así lo ha confesado). Pero ambos han seguido escribiendo extraordinarias canciones y han aprendido a manejar los avances de la edad con una rara dignidad y elegancia. Son perros verdes, que siguen ofreciendo verdad en la era de usar y tirar del streaming.
Los Rolling Stones, maravillosos por tantos motivos, intentan hacer ya octogenarios exactamente lo mismo que hacían en la veintena y la primera treintena. No es el caso de Dylan y Calamaro, versos libres de raigambre judaica, que viven en su edad y se molestan en darle una vuelta a sus clásicos. Andrés lo hizo en Madrid con ocurrentes codas para algunas de sus canciones, o con leves cambios de tempo, o con empalmes de piezas. También ajustando su cantar con inteligencia a lo que hoy ofrece su voz, que sigue siendo mucho.
Calamaro no gana porque sea al más virtuoso de los vocalistas, ni el más dinámico de los showman. Gana por el corazón. Porque es un poeta que ha escrito himnos sinceros y originales a las dos fuerzas que deben marcar nuestras vidas: el amor y la libertad. A ello añade a ratos una gota de nostalgia, o de denuncia esquinada, o de pura extrañeza, como en la letra de la inagotable Estadio Azteca, que contó en Madrid con el lujo añadido de la guitarra del Niño Josele.
Calamaro no es una IA repitiendo una fórmula matemática con perfección milimétrica. Ni un vocalista tipo envase vacío salido de un concurso de televisión. Ni un atleta circense de la escena tipo Springsteen. Ni la moda de un verano «despacito» que se olvidará en dos primaveras. Calamaro es un ARTISTA. En el Botánico de Madrid simplemente recogió la cosecha de las canciones inolvidables que ha sembrado.
Espero que no se aburra nunca de hacernos felices.
Aunque le cueste.