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'Luisa Fernanda', en el Teatro de la ZarzuelaTeatro de la Zarzuela

Un pletórico Juan Jesús Rodríguez se impone en la desvaída «Luisa Fernanda»

El barítono onubense, uno de los mejores del mundo, electriza al público de la Zarzuela con una nueva versión de la obra maestra del teatro lírico español, que cercena su carácter más popular

Después del fatídico «Trato de favor» había necesidad de que la música retornara por los vulnerados predios del coliseo de la calle Jovellanos. Y qué mejor para reconciliarse con el asunto primordial de esta venerable casa que volver a una de esas obras cuyas bellezas apelan directamente al oyente, más allá de cualquier época, sin complejos porque, como sostiene Joscelyn Godwin, el alma se contenta a veces con «escuchar un eco de la esfera armónica con la que ella misma pueda armonizarse».

La facilidad melódica que Moreno Torroba despliega a lo largo de su Luisa Fernanda, su manera de orquestar, ligera, brillante, pero bien armada sobre una sólida base, ese modo de incorporar lo «tradicional depurado a través del tiempo y las generaciones» (según el propio autor), siguen cautivando aún hoy con idéntica fuerza a un público que, por más que se sepa de memoria todos sus números, no deja de saborearlos en cada renovada audición como si los estuviera descubriendo justo en ese preciso instante. Ahí radica la vigencia de las grandes obras sobre las que se sostiene eso que a veces se denomina con impropio desdén, el repertorio.

Igual que el Teatro Real se dispone a despedir su temporada con «Turandot» y un concierto del mexicano Camarena, que terminará cantando boleros, el de la Zarzuela echa mano estos días de otro éxito seguro. «No hay más cera que la que arde», y aquí ya está casi todo inventado, sobre todo cuando se trata de hacer algo de caja y que la gente, siempre proclive a quedarse con la última impresión, se vuelva a casa con la idea de que después de haber escuchado el Nessun Dorma o La mazurca de las sombrillas no puede haber nada mejor sobre la faz de la Tierra.

Un momento de la zarzuela 'Luis Fernanda'Teatro de la Zarzuela

No se sabe cuándo empezó la costumbre de que los directores de escena publicaran «manuales de instrucciones» en los programas de mano de los espectáculos para aclarar sus «sesudas» propuestas, pero a buen seguro que ni Max Reinhardt ni Luchino Visconti los necesitaban cuando presentaron las suyas. Entre otras cosas porque entonces aún no existía ese parecer, hoy tan extendido, según el cual el espectador es una suerte de desvalido intelectual al que no se le debe dejar solo a la hora de extraer sus propias conclusiones sobre lo que se le ofrece en el escenario. Como suele partirse del convencimiento de que este carece de cultura, es imposible que pueda llegar a establecer cualquier tipo de asociación entre lo visto/oído y otro tipo de referencia artística, filosófica…

Un libreto que es casi un ensayo

Fruto del actual pensamiento débil, el asistente a este tipo de espectáculos tiene que ser adoctrinado previamente, ante la ocurrencia de que pueda pensar por sí mismo. Así que en el libro/programa (mucho mejor cuidado que esas hojas volanderas con las que el Real pretende ahorrarse unas perras en la actualidad) de esta Luisa Fernanda se nos regalan no uno, si no hasta dos ensayos para justificar la idea que inspiraría el primer acercamiento de uno de los directores más programados de nuestros tiempos, Davide Livermore (un auténtico, extraordinario hombre de teatro al que su avidez por los trabajos ha convertido en una marca que a menudo se copia a sí misma), a una de las cumbres del teatro musical español.

Los hechos narrados en el libreto de Luisa Fernanda ocurren en un momento muy concreto de nuestra historia, durante los estertores de la monarquía de Isabel II, aunque el enfrentamiento entre liberales y monárquicos no sea aquí lo verdaderamente esencial. A Moreno Torroba y sus libretistas les interesa establecer un marco de fondo, atractivo, que dé juego al planteamiento de situaciones diversas, pero sin oscurecer el meollo de la acción.

Lo que aquí importa es el amor dividido de la protagonista, Luisa Fernanda, entre su novio, Javier, un militar de bragueta alegre con ganas de ascender por la vía rápida en la escala social (de ahí que deje quererse por la duquesa Carolina hasta el punto de despreciar a su primer amor), y el rico hacendado Vidal, un tipo noble, experimentado, al que el deslumbramiento ante la juventud y belleza de la chica no le resultará suficiente acicate como para comprometer definitivamente su dignidad: esa mezcla de necedad y egoísmo que obceca a algunos hombres en su madurez la obligaría a ella a tener que rechazar a quien de verdad le remueve por dentro.

Luisa Fernanda ve su amor dividido entre su novio, Javier, y el rico hacendado VidalTeatro de la Zarzuela

Con estos mimbres, la zarzuela discurre entre distintos lugares reconocibles: una plazuela, el Paseo de la Florida, una dehesa extremeña…, mientras sus personajes principales, interesados en el amor, adoptan actitudes volubles, más inclinadas a la consecución de sus propios intereses, a las circunstancias del momento, que basados en hondas convicciones de tipo político. He aquí una de las genialidades de esta obra, cómo sus autores retratan sin remilgos las veleidades, la calculada ambigüedad de unos tipos que, en el fondo, reflejan nítida a esa parte importante de la población cuyos principios vinculados a la política exhiben tanta solidez como la tantas veces citada frase de Groucho Marx (quien por cierto pulula por la escena en esta versión, convertido por Livermore en uno de los personajes secundarios). «Estos son mis principios, si no le sirven, tengo estos otros».

Lo cual tampoco impide a los mismos autores a través de Luisa Fernanda, la joven, aparentemente aún no contaminada del todo por la vida, incluir una proclama en favor de los «nuevos aires revolucionarios», esa en la que, enfrentándose a la aristocrática Carolina, firme partidaria de la monarquía, saluda con cierta esperanza el posible advenimiento de un «nuevo orden diferente/¿mejor o peor? No sé/pero donde yo… y usté/nos veamos frente a frente. Ni mas baja ni más alta: al nivel del corazón». No hay que olvidar el contexto en el que la obra se estrenó, en plena II República. Ni Moreno Torroba ni Federico Romero o Guillermo Fernández Shaw albergaron jamás pensamientos revolucionarios, pero seguramente había que cubrirse las espaldas empleando los mismos procedimientos que sus personajes, practicando un cierto funambulismo que les permitiera guardar la ropa.

Hay mimbres de sobra en Luisa Fernanda para articular una puesta en escena que no se avergüence de sus orígenes, capaz de recrear sin prejuicios ese casticismo que el propio autor identificaba con las características esenciales y particulares de una nación, recuperando los lugares donde transcurre la acción, bien provistos de todo su encanto natural. O sea, que cuando se representa el Don Carlo de Verdi se puede volver a poner la Basílica de Atocha porque lo que va a pasar allí es una realista prueba de la cerrazón hispana: la inhumana quema de los herejes mezclados con rivales políticos.

La zarzuela, deudora del cinematógrafo

Pero en cambio, reflejar el hervidero de la romería, con la ermita de San Antonio al fondo, resulta cutre y debe ocultarse. Es preciso cambiar la época y dotar al conjunto de un trasfondo vagamente intelectual, sirviéndose de la coartada de las imágenes. En el fondo la zarzuela es deudora del cinematógrafo, y todo cuanto ocurre en ella no es más que una película cuyos personajes traspasan la pantalla para encarnar los sueños de ese pueblo que busca aliviar el tedio de su realidad cotidiana en la sala oscura, con un medido melodrama o una elegante comedia romántica, en lugar de entregarse al bullicio popular de las calles.

Incluso a pesar de que ocurrió más bien al revés: los primeros espectáculos del incipiente cinematógrafo se exhibían entre los distintos pases de las zarzuelas para lograr prender en el gusto de la gente, como reflejo de la popularidad de los grandes compositores del momento, la idea de partida de Livermore no deja de tener cierto interés. Aunque como suele ocurrir a menudo con muchos de los actuales directores de escena, este se agota a los pocos minutos, una vez desvelado el truco. La réplica corpórea de la imponente fachada del Cine Doré tiene su impacto, pero a partir de ahí qué tiene eso que ver con lo que nos cuentan Moreno Torroba y sus libretistas.

Si conoces bien el original, puedes no perderte, pero en caso contrario, la profusión de imágenes proyectadas (que no vienen a cuento si no como una suerte de auto homenaje que el director se hace a sí mismo: los pájaros remiten a su puesta en escena de La forza del destino, que partía como homenaje a la célebre película de Hitchcock, los reiterados nubarrones recuerdan a aquel Macbeth con el que inauguró una reciente temporada de La Scala) acaban fatigando al espectador o distrayéndole sobre lo que ocurre. Sólo se percibe algo de justa coherencia en el último acto, con la efectiva recreación de la extremeña dehesa de Vidal, aunque aquí lo que chirríe sea el extemporáneo vestuario de los danzantes vareadores, salidos de un filme musical de Stanley Donen.

Quizá contagiada por el clima de esta superada primavera, cuyas insistentes tormentas tornaron en más pesados de lo habitual algunos días, la lectura que el veterano Miguel Ángel Gómez Martínez, desde el foso, imprimió a esta Luisa Fernanda resultara también menos fluida y vibrante, sobre todo en sus números más coloristas. Su versión pareció algo desvaída, como iluminada por los vagos destellos de una añosa melancolía que podría casar muy bien con el estado emocional de Vidal Hernando, sobre todo hacia el amargo final, pero que en cambio carga demasiado las tintas sobre esos instantes, los números de conjunto, que reclaman necesariamente más vuelo.

'Luisa Fernanda' se estrenó durante la II RepúblicaTeatro de la Zarzuela

Gómez Martínez es un maestro concienzudo, riguroso, no deja nada al albur, y seguramente ese enfoque obedecerá a su cabal interpretación de las intenciones de los autores. Pero a veces más allá de la férrea interpretación del texto se requiere una cierta fantasía. En el camino de su depurada labor de búsqueda de la máxima transparencia, de ese lirismo sutil que tomada en su conjunto desprende la partitura, se deja algo de vigor dramático.

Estuvo acertado en los acompañamientos, sobre todo a los cantantes principales; en algún momento, lastrado por la morosidad de la batuta, el coro se perdió, algo que a duras penas logró reencauzar el claro gesto del director, exigiendo el inmediato regreso al redil de sus alargados tiempos. La respuesta orquestal fue buena, con unos bien cincelados interludios, incluido ese solo de violín que se incluye al inicio del tercer acto. Y salvo algún desajuste, y la arbitrariedad de hacerles cantar en interno alguna de sus escenas primordiales, el coro lució tan magnífico como siempre.

A partir de la colaboración con Raúl Asenjo, su inefable anterior colaborador, Daniel Bianco ha puesto siempre empeño en lograr repartos eficaces, redondos, intentando contar con las mejores voces españolas, lo cual solo solía ocurrir antes cuando no estaban empeñadas en la ópera. Hoy se pueden articular buenos elencos, otra cosa es que resulten excepcionales, pero eso ahora ya no suele ocurrir ni siquiera en el ámbito operístico, salvo a veces en un par de teatros. La Zarzuela se beneficia, por ejemplo, de una villanía, esa que mantiene apartado a uno de los mejores barítonos del mundo de algunos de los principales teatros españoles. Lo que pierde el público de la ópera en algunos casos (se escuchan barítonos de clase muy inferior a la del artista onubense en supuestos carteles de altura) lo gana el del coliseo lírico español al dejar más huecos en la agenda de Juan Jesús Rodríguez. Su interpretación de Vidal Hernando es posiblemente una de las mejores en una zarzuela que se haya podido presenciar en este teatro en años. Sale a escena y se zampa con su poderosa personalidad al resto de sus compañeros.

Renata Scotto le comentó un día (yo estaba delante) que si él hubiera cantado en su época, habrían podido hacer juntos toda su carrera. Es mucho decir para una soprano que compartió escenario con Bastianini, MacNeil, Cappuccilli, Bruson o Nucci. Pero seguramente hoy este barítono no tiene rivales en estos personajes zarzuelísticos (casi tampoco en Verdi), como en su tiempo tampoco los tuvo Marcos Redondo. Dispensó toda una exhibición de medios, siempre puestos al servicio de la expresión, noble, directa, contrastada. Todas sus intervenciones fueron jaleadas por un público que lo braveó con ganas, como solo se hace con los verdaderamente grandes. Ahí no hay trampas posibles, la gente sabe discernir cuando le ofrecen un verdadero peso pesado de un chisgarabís.

Al lado de esa franca exhibición de talento, el resto se situó en un escalón inferior. Ismael Jordi es un belcantista consumado, pero Javier pide algo más de cuerpo en la voz, como se pudo comprobar desde su romanza de salida, bien dicha, pero algo débil de expresión. A falta de un mayor poderío, de un registro grave más asentado, el tenor jerezano cincela cada frase con su exquisito fraseo sin evitar rozar un cierto manierismo. Su mejor momento vino en el último dúo, recreándose en un canto de extraordinaria factura, sin resultar almibarado.

Los difíciles papeles femeninos

A la joven mezzo Carmen Artaza le tocó la complicada papeleta de reemplazar a María José Montiel, la Luisa Fernanda inicialmente anunciada. La sombra de Elina Garanca, que a la vuelta de las vacaciones cantará este mismo rol, pero en su debut en el Teatro Real, parece demasiado alargada. La Artaza tiene todo el tiempo por delante para depurar unos medios interesantes, aunque todavía por pulir: el registro agudo parece su cruz, y si no lo resuelve puede resultar una losa para sus aspiraciones de abordar los grandes roles del repertorio lírico.

Desenvuelta en escena, cuida al máximo la expresión y tiene personalidad, aunque la voz parezca destinada de momento a otros roles, menos comprometidos. Su rival, el jugoso rol de la Duquesa Carolina, lo encarnó Sabina Puértolas, una cantante muy apreciada en la casa. En este personaje seguramente luciría mejor en otro momento de su carrera. Reclama una lírica-ligera, y esta soprano ya no exhibe la misma facilidad en el agudo de otros tiempos (a veces, si no se puede rendir al máximo nivel, conviene dejar ciertos roles a las artistas que vienen pidiendo paso). Con la voz algo retrasada y un fraseo sin demasiados matices, supo suplir con su habitual desparpajo algunas de sus carencias actuales para este tipo de papeles.

Entre el equipo de comprimarios hubo de todo. Lo más destacado fueron las participaciones de la soprano Nuria García-Arrés, una Rosita de voz fresca e inmejorable presencia, y el tenor Francisco José Pardo, con la voz bien colocada para hacerle justicia al Saboyano. El público salió encantado, sobre todo con las voces, y de entre todas, la del pletórico Rodríguez. Aquí seguro que tendrá siempre su casa, pero también le queremos en los teatros de ópera de referencia, cantando, por ejemplo, ese Simon Boccanegra con el que emocionó hasta las lágrimas a su director de escena, un tal Leo Nucci, en Marsella.