La ópera del 'Nessun Dorma' regresa al Teatro Real
Un lustro más tarde, el coliseo madrileño saca del desván la producción de Robert Wilson de Turandot, la última obra de Puccini, que en 1926 estrenó el tenor español Miguel Fleta
Asegura Houllebecq, ese asiduo provocador galo que suele disparar sus precisos dardos desde las páginas de su novelas, artículos y entrevistas, siempre atendidas por una legión de admiradores, que el XX «ha sido un siglo inútil que no ha inventado nada» (¿para qué quedará, entonces, esta tremenda mediocridad del XXI?). Hombre, nada, nada, no. Puccini, por ejemplo, nos legó la última obra maestra de la ópera italiana, esa Turandot de cuyas rentas aún sobreviven (no sabemos si por mucho tiempo más) los principales teatros líricos. Aquellos que aún aspiran a gozar de algún lleno casi garantizado recurren a esa consistente mezcla entre lo heroico, lo exótico, lo grotesco y lo sentimental que hoy, casi cien años después de su estreno milanés, continúa cautivando con renovado interés a los melómanos que todavía parecen dispuestos a pagar el precio de seguir dejándose cautivar por «el compositor que ha logrado comunicar con el público de modo más directo», según Julian Budden, antiguo Chief Producer of Opera para la BBC y profundo estudioso (como Mosco Carner) de la obra de este autor.
El «hit» atribuido a Pavarotti
De ahí que en este final de temporada, el Teatro Real, precisado de tapar los agujeros que en sus cuentas van dejando por el camino otras obras con menor gancho popular, se disponga a ofrecer desde la próxima semana hasta diecisiete representaciones del título en cuyo estreno cantó un antiguo campesino oscense, inicialmente interesado en las jotas, su más temprano contacto con la música, llamado Miguel Burro Fleta. El primer intérprete de Nessun dorma, «Vinceró» para los antiguos encargados de la sección musical de los grandes almacenes, cuyos clientes (hoy refugiados en la compra online) a menudo solían reclamarles de ese modo el «hit» atribuido a Pavarotti, resultó un español. «Big Luciano», gracias a sus publicistas, que incluso llegaron casi a convencernos de que era uno de los eximios intérpretes del tenor de Turandot (un título que apenas cantó: su voz era algo más ligera de lo que exige el personaje de Calaf, héroe melancólico, pero héroe al fin), pudo haberse apropiado de esos dos minutos largos de gloria, una pieza poseedora de una «nobleza y una belleza que la singularizan entre las demás arias de óperas de este compositor» (según Carner). Pero el primero en ponerla en circulación, y con gran éxito ya desde el primer instante, fue Michele (que así se le conocía en Italia, donde triunfó antes que aquí) Fleta.
Después de Fleta, encargado de hacer historia en La Scala aquel 25 de abril de 1926, hubo otros ilustres tenores españoles que encarnaron al príncipe desconocido: José Carreras lo hizo con el último gran director de este título, Lorin Maazel, en Viena, y Plácido Domingo, que incluso llegaría a grabar el rol junto a Karajan, resultó uno de los elegidos para participar en la espléndida producción de Franco Zeffirelli en el Met de Nueva York. Pero entre todos ellos, seguramente el más implicado y fiel a los requerimientos del personaje haya sido Pedro Lavirgen, el tenor de Bujalance fallecido en abril. Su bello instrumento de resonancias broncíneas cuando tocaba ensancharse, refulgió especialmente en teatros como el San Carlo de Nápoles, uno de esos coliseos de los cuales, durante sus buenos tiempos, se salía por la puerta grande o escoltado por los carabinieri.
Pedro Lavirgen
En una de sus funciones, Lavirgen, obligado por la enfervorecida afición partenepoea, tuvo que bisar un Nessun dorma que, aun preservado en grabaciones corsarias de aquellas épocas legendarias, transmite aún todo el ardor del momento con una urgencia, una pasión y un estilo vedados a otros intérpretes posteriores. Ha estado avaro el Real negándole al extinto tenor cordobés un homenaje como se merecía y pasándole la bola al más humilde hermano madrileño, sin tantos medios para brillar en este tipo de lances. Asegura el coliseo de la plaza de Oriente que Lavirgen cantó en el Teatro de la Zarzuela porque en el momento en que se desarrolló el grueso de su carrera, ellos estaban cerrados. Y es cierto, pero el cantante andaluz, de gloriosa trayectoria internacional, bien merecía algo más que la dedicatoria de estas nuevas funciones puccinianas: una gala como las del Met, con presencia de todos los tenores principales de hoy, de aquellos intérpretes de su época que todavía resisten, fotografías, algún vídeo, …, que contribuyese al imprescindible cultivo de esa mitología que en buena medida sustenta este noble arte.
Puccini describía su libreto como «lleno de colores, sorpresas y emoción»
Resulta en cierto modo paradójico que el tributo a Pedro Lavirgen coincida en una producción de Robert Wilson, la misma que ya pudo apreciarse en este mismo teatro hace cinco años, en aquella ocasión con otro buen Calaf, el norteamericano Gregory Kunde. El calculado hieratismo que el director norteamericano, que ha hecho una marca de fábrica de sus creaciones (casi todas iguales), confiere a los movimientos de los personajes, convertidos en sutiles marionetas despojadas de alma, contrasta vivamente con la naturaleza expansiva, su temperamento volcánico en escena, del tenor español, compañero de Jessye Norman, Montserrat Caballé, Magda Olivero, Grace Bumbry o Ángeles Gulín.
Wilson parece haber vuelto estos días por Madrid para supervisar los ensayos, o al menos se ha dejado caer por la rueda de prensa, pero su concepción estática de una ópera que refleja la abigarrada ceremoniosidad con la que los chinos suelen revestir los grandes acontecimientos (y que el director de cine Chen Kaige, nominado al Oscar por la espléndida Adiós a mi concubina, reflejaba con cierta ironía en su aclamada producción para Valencia), sin duda se repetirá ahora, enmarcada en sus contrastados juegos de luces y sombras, de notable efecto visual, aunque a menudo puedan resultar algo vacíos para ilustrar todos los contornos de unos personajes más humanos de lo que en ocasiones se les concede. Puccini describía su libreto como todo lo contrario, «lleno de colores, sorpresas y emoción». O sea, el reverso del marmóreo universo de este reconocido hombre de teatro.
Liú, la criatura más amada por Puccini
El Real esperaba ahora poder añadir un complemento idóneo para apuntalar el reclamo que este título, por si solo, suele ejercer para el público. Una de las más importantes sopranos actuales, entre las escasas jóvenes con reconocible madera de diva, la estadounidense Nadine Sierra, iba a debutar el personaje de Liú, la criatura más amada por Puccini de entre todas sus sufridoras creaciones femeninas, precisamente en este teatro. Pero finalmente ha alegado agotamiento y se ha marchado de vacaciones antes de volver a comparecer, este mismo verano, en las celebraciones de la centenaria Arena de Verona, donde tiene previsto interpretar a la Gilda de Rigoletto, un rol que como ella misma ha dicho casi cantaría dormida, en lugar de enfrentarse ahora con un debut importante que podría encaminar definitivamente su carrera hacia los pasos de su cantante de referencia, la soprano italiana Mirella Freni, Liú histórica, intensamente conmovedora, junto a la flamígera Turandot de la Nilsson.
Con tantas funciones como se han previsto, el coliseo madrileño ha sumado hasta tres repartos, bastante desiguales en conjunto, pero la desilusión de la ausencia de Sierra seguramente habrá de pesar en sus fans, que empiezan a perseguirla por todos los lugares donde se prodiga. No importa; además de que en alguna de las representaciones Turandot será encarnada por Saioa Hernández, la estupenda soprano de casa (y una más que merecida figura internacional), el Nessun dorma se cantará sin ninguna duda en todas las ocasiones previstas, salvo hecatombe o invasión de los otros Wagner. Y con eso, pase lo que pase con el resto la ópera, todos contentos hasta septiembre.