El más grande Don Juan español fue el padre de Marta Sánchez
Cuando el Festival de Aix-en-Provence abre sus puertas, es preciso recordar a Antonio Campó, el barítono-bajo que allí asombró a Picasso con su encarnación de Don Giovanni
Recuerdo que aquello debió haber ocurrido poco después de los fastos del 92, puede que al año siguiente. Me tocaba entrevistar a uno de mis grandes ídolos, el tenor Alfredo Kraus, para la sección musical que solía publicar semanalmente en el suplemento de cultura del gran periódico gallego. Con Kraus apareció en la sala un señor alto, bien vestido, superada ya la madurez, poseedor de esa discreta elegancia que solía distinguir a los genuinos caballeros del norte. El hombre, cediéndole todo el protagonismo al gran artista que tenía a su lado, se sentó en una silla, algo distante, y permaneció allí tranquilo, en silencio, siguiendo atentamente la conversación hasta que mi pesada devoción se hizo ya a un lado para no vulnerar más la cordialidad de aquel coloso que había cantado el Alfredo de La Traviata con Maria Callas, en las memorables funciones del San Carlos de Lisboa.
Una vez concluida la cita, le pregunté a alguien que estaba por allí, quizá un encargado de prensa, o algo así, si conocía la identidad del acompañante de Kraus. «Antonio Campó», me dijo. «¿Quién…?», respondí . «El padre de Marta Sánchez…», trató de aclararme. A lo que yo le contesté: «Si era él, entonces, ese señor, más que el padre de la cantante, ha sido posiblemente el más grande intérprete del Don Juan de Mozart que ha habido en España, y uno de los mejores entre todos los demás».
Ahora que en estos días se celebrará uno de los mayores festivales de música que abren sus puertas durante el estío europeo, el de Aix-en-Provence, conviene recordar que durante su época dorada, cuando aún rivalizaba con el de Salzburgo en servir el mejor Mozart, Antonio Campó protagonizó en esta localidad gala un Don Giovanni legendario. Tanto éxito logró allí con su primera interpretación del más célebre libertino, en 1956, que a los dos años fue reclamado para volver a encarnarlo en el mismo exigente escenario, por donde también habría de pasar otra inmensa mozartiana, Teresa Berganza.
En una de aquellas ocasiones, al abrir la puerta del camerino concluida la función, el bajo-barítono asturiano se encontró por sorpresa con Pablo Picasso, que nada más verlo se puso de rodillas, allí mismo, como símbolo de profunda admiración por lo que había llegado a transmitirle. El artista no dudó en invitarle a cenar uno de esos días en su propia casa, donde aprovechó para solicitarle información sobre España mientras, a cambio, él mismo le relataba algunas anécdotas sobre su infancia en La Coruña. Campó conoció a su mujer, Paz Pestonit, precisamente en esa ciudad, donde había estudiado y fijó su residencia hasta el final de su días, en 1998. Participó en muchas de las temporadas de ópera coruñesas, de su época dorada, casi siempre actuando al lado de su íntimo amigo, y padrino de su hija Marta, Alfredo Kraus.
La carrera de Campó, que había nacido en Gijón, en 1922, y llegó a obtener el Premio Nacional de Teatro, no fue demasiado larga pero sí distinguida. Tuvo que retirarse prematuramente por un problema de salud. En sus primeros años llegó a compartir cartel con varias de las estrellas de aquel tiempo, como la soprano María Luisa Nache, junto a la que realizó su debut en Bilbao, en 1946, o varios de los más grandes tenores: Beniamino Gigli, Mario del Monaco, Franco Corelli o Carlo Bergonzi, con el que protagonizó una Aida en Madrid.
Pero más allá de sus logros en teatros de Italia, Francia e Inglaterra, donde incluso llegó a formar parte del elenco artístico invitado para cantar en el Stoll Theatre londinense durante las celebraciones de la coronación de Isabel II, el gran hito por el que Campó será recordado siempre por todos los mozartianos será su referencial caracterización de Don Juan, idealmente servido con su particular voz oscura, el porte aristocrático que se trasladaba a la nobleza de sus acentos, sobrio en la expresión, jamás exagerada, al servicio perenne de la palabra. Un Don Giovanni gran señor, aventurero pero a la vez reflexivo, un intelectual que desafía al más allá a partir de su propia condición heroica, que no se somete ante ninguna fuerza, nada ni nadie.
Lamentablemente no disponemos de testimonios filmados de las gloriosas representaciones de Don Giovanni en la Provenza francesa. Pero al menos, aparte de sus grabaciones de zarzuelas o de canciones gallegas y asturianas, sí han quedado registros de aquella proeza, como los que en su día aparecieron en distintos sellos, el de la multinacional EMI, por ejemplo. El sonido, de buena calidad en algún caso, permite apreciar el fantástico trabajo conjunto realizado por el equipo de maravillosos cantantes reunidos para la ocasión, intérpretes de la talla de las sopranos Anna Moffo y Teresa Stich-Randall, la mezzo Suzanne Danco o el tenor Nicolai Gedda, dirigidos por un auténtico experto en los pentagramas del compositor salzburgués como Hans Rosbaud.
Quizá Marta Sánchez, la hija famosa que heredó algo de la voz y un poco de su temperamento, sea hoy mucho más reconocida. Pero en cuanto pasen los siglos, si aún quedan por aquí quienes busquen y sepan apreciar la verdad de la belleza en el Arte, seguramente elegirán medirse con el talento del padre a la hora de representar en música, a través de Mozart, a uno de los mayores mitos que España ha legado a la cultura.