El día en que un baturro le plantó cara al gran Puccini
Años antes de convertirse en el tenor del estreno de Turandot, Miguel Fleta tuvo que vérselas con el compositor, que fue a oírle cantar hasta la Ópera de Viena
Si la conversación se hubiera desarrollado en torno a algunas de sus conocidas afinidades, algún comentario sobre el último vehículo en el mercado, una amena charla acerca del eterno femenino a cuenta de su azarosa vida sentimental, todo habría sido mucho más fácil. Quién sabe, quizá hasta podrían haber llegado a entablar una bella amistad, seguramente no como la que en su momento cultivaron Benjamin Britten y su compañero, el tenor Peter Pears, pero algo que les acercara, que les diera la oportunidad de conocerse, en lugar de alejarlos a partir de aquel desafortunado primer encuentro.
En unos pocos, esforzados años, desde su nacimiento, Miguel Fleta había logrado sortear su destino de pastor de ovejas, en la montaña oscense, para convertirse en una de las primeras figuras de la lírica mundial. Entre su fallida participación en aquel concurso de jotas celebrado en Zaragoza, donde por suerte perdió, y su debut italiano estrenando la Francesca da Rímini de Zandonai, en la bella bombonera del Teatro Reggio de Trieste, pasó muy poco tiempo, el que le tomó plantarse en Barcelona, entrar a estudiar en el Conservatorio del Liceo, enamorarse de su profesora (una mujer casada) y largarse con ella a Italia en busca de más consejos, un agente y trabajo.
En 1920, Michele Fleta, como lo rebautizaron en el país de la bota, laminándole de paso el primer apellido, Burro (tampoco allí tenía mucha salida, refiriéndose de ese modo los italianos a la mantequilla), ya asombraba a la exigente afición milanesa como el Radamés de la Aida verdiana. Y al poco tiempo, haría lo propio pero en la plaza no menos importante de la Staatsoper vienesa, con otro de esos roles que se convertirían en punta de lanza de sus proverbiales virtudes para el canto más elocuente y expresivo, el mismo que provocaría su incidente con Giacomo Puccini.
Puccini decidió subirse a un tren e ir a comprobar, por él mismo, cuál era la naturaleza de aquella súbita fascinación suscitada por el español con su música
Hasta Torre del Lago, o quien sabe si por esos días estaría cazando venados cerca de su otro predio toscano, la Torre della Tagliatta, a oídos del compositor de Tosca llegaron los ecos victoriosos de un tal Fleta, que cada noche hacía vibrar a los vieneses cantando su ópera, como pocas veces habían escuchado antes. Tal era la conmoción provocada por el tenor maño, al que las mujeres besaban las manos en el camerino en pleno éxtasis tras sus proezas vocales, que el propio Puccini decidió subirse a un tren e ir a comprobar, por él mismo, cuál era la naturaleza de aquella súbita fascinación suscitada por el español con su música.
Aquel cantante nacido el 2 de diciembre de 1897, el menor de ocho hermanos de una pobre familia de labradores, pero provisto por la naturaleza con una voz maravillosa, y una extraordinaria intuición que le serviría, aplicado el estudio riguroso, para ofrecer interpretaciones de un inesperado refinamiento, se atrevía a desafiar las reglas escritas. En aquella Viena demasiado apegada a la literalidad, cada noche, Fleta se apropiaba de la música de Puccini para enriquecerla a su modo con nuevos e insospechados matices, que luego otros intérpretes han intentado imitar con desigual fortuna. Al llegar el célebre E lucevan le stelle, ese momento tan esperado del tercer acto en el que el pintor Mario Cavaradossi, condenado a muerte, evoca sin remilgos el cuerpo desnudo de su amante, la artista Floria Tosca, los besos y las caricias con los que conseguía engañar al tiempo, aquel tenor obraba algo muy parecido.
La vida, por un instante hermosa, quedaba en suspenso. Mientras él, con un mágico hilo de voz que podía proyectarse sin problemas hasta el último rincón de la sala, alargaba y alargaba las frases sin volver a tomar aire con la orquesta detenida, aguardando el desenlace en una suerte de dulce espera eterna hasta provocar el delirio del público. De inmediato se reclamaba retornar al prodigio para mecerse eternamente en la belleza de aquel sonido por obra y gracia de un bis. En alguna de aquellas noches, contando con la proverbial generosidad del artista, que jamás escatimó sus facultades, el regalo incluso se convertiría en «tris», como quizá ocurrió en aquella que tuvo como excepcional espectador al mismo autor de la obra que tanto éxito le estaba procurando a su protagonista masculino.
A Puccini el modo que tenía Fleta de «apropiarse» de su creación no le cautivó en absoluto
Ali final de uno de los interesantes textos que componen el volumen de Sobre la música (Acantilado), el gran pianista Alfred Brendel comenta: «Seguimos reglas para que las excepciones se aprecien con mayor claridad. Sacamos del texto la visión y, mirando hacia atrás, descubrimos el texto con nuevos ojos. Cuanto mejor lo entendamos, mayor será el asombro». A Puccini el modo que tenía Fleta de «apropiarse» de su creación no le cautivó en absoluto. Al encontrárselo en la puerta del camerino después de aquella representación, el tenor creyó que el músico había acudido hasta allí, como el resto, para rendirle algún tipo de pleitesía.
El autor de Manon Lescaut, que poseía una reconocible vena irónica, disparó el primero: «Vengo a felicitarle. Tiene usted una bella voz». Fleta agradeció el cumplido mientras el compositor afilaba su daga. «Pero vengo a decirle –continuó– que si hubiera querido que el aria del tercer acto de mi ‘Tosca’ se cantase así, la habría escrito de esa manera». Ante el creador operístico italiano más importante de aquellos días, un dios de la música, cualquier otro se habría mordido la lengua, buscando un atajo para escapar dignamente. El baturro que las había pasado canutas, aceptando todo tipo de trabajos antes de poder cumplir su sueño, no se contuvo. Sacó la faca de Don José, una de sus mayores interpretaciones, para devolverle la estocada: «Escuche, maestro, cantándola como está escrita me aplauden, a mi manera, me piden el bis».
La relación entre ambos egos se acabaría ahí si no fuera porque los caprichosos designios de la vida suelen disponer algún giro inesperado. Pocos tiempo después, Puccini trabajaba en su última ópera, Turandot, confiada a la batuta de otro hombre con el que había tenido sus discrepancias, pero al que había que acudir si se deseaba contar con un director de la máxima capacidad, Arturo Toscanini, que gobernaba La Scala con puño de hierro. Pensando en un tenor para el rol protagonista, Calaf, Toscanini tenía en mente a Miguel Fleta, con el que también había vivido un conflicto parecido al del episodio vienés, a raíz de la interpretación sui generis que Fleta había planteado de la popular La donna é mobile de Rigoletto, en el principal teatro milanés.
Si existía un maestro que imponía la ortodoxia en la interpretación de obras de autores del pasado, el más celoso guardián de las esencias, ese era el célebre director parmesano. Así que se peleó con Fleta, aunque la sangre no llegara al río. En algunos aspectos, los directores suelen ser más flexibles que los compositores o, simplemente prácticos: deben lidiar con mil asuntos espinosos todos los días, mientras los músicos viven solo preocupados de su próximo estreno, que quizá no llegue nunca. Así que Toscanini, frente a las otras candidaturas (Puccini quería a Beniamino Gigli, una gloria nacional), defendió con pasión la de Fleta como la más fiable hasta salirse con la suya. El baturro fue el primer Calaf de la historia, y según las crónicas, tuvo un éxito extraordinario en el estreno de Turandot.
Cuando se habla de los grandes tenores españoles del siglo XX se suelen mencionar, casi siempre, los nombres exclusivos de los enormes Alfredo Kraus, Plácido Domingo y José Carreras. Pero si no es ocupando el primer lugar (seguramente el que se merece), en esa lista habría que incluir necesariamente a Miguel Fleta, por más que la relación con su país fuese complicada. Como tantos otros, primero tuvo que conquistar el éxito en el gran circuito internacional antes de que aquí se le reconociera su valía. Siendo ya famoso en toda Europa, el Teatro Real lo contrató para cantar unas funciones de Carmen en Madrid. En la primera casi no había público, pero ante la magnitud de lo que se vivió sobre el escenario, la gente salió a la calle en los entreactos para contárselo a sus amigos y parientes, que al final acudieron en masa a presenciar aquel prodigio.
El triunfo llegó hasta oídos de Alfonso XIII, que se presentó al día siguiente en el coliseo. Fleta se reveló como un monárquico fervoroso, hasta que llegó la República y grabó el Himno de Riego, cambiando de chaqueta sin reparos. Más tarde también mostraría sus sólidas convicciones falangistas, a las que se mantendría fiel hasta su fallecimiento según las crónicas de la época. Seguramente la historia, más que fijarse en sus enormes virtudes y generosidad como artista, se quedó con ese último detalle, y por eso hoy la figura de Fleta aparece difuminada bajo la aplastante influencia de quienes conceden salvoconductos de mal o buen español de acuerdo con su propia ideología, sin mayores matices.
En su libro sobre la zarzuzela, el ahora desaparecido Roger Alier cuenta cómo el inmenso barítono Marcos Redondo comenzó militando en el bando republicano por obligación, algo incluso conocido por el público en aquellos primeros días de la guerra. Cuando en agosto del 36 tuvo que cantar Katiuska en Barcelona, la respuesta de los presentes fue primero expectante, pero todo recelo en su contra se disipó en cuanto cantó su primera romanza y se desataron las ovaciones. Hoy tampoco Redondo goza de todo el unánime aprecio del que sin duda es acreedor, quizá por lo mismo que un Fleta fallecido prematuramente en circunstancias penosas, en La Coruña, el 29 de mayo de 1938. Eran héroes, sobre el escenario, en el resto hacían lo que podían, situándose al amparo de quien pudiera favorecerles en el ejercicio de una profesión que aquí ha dependido, casi siempre, de ese favor político que solo busca amanuenses, jamás críticos.