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El tenor mexicano Javier Camarena en su espectáculo en el Teatro RealCésar Wonenburger

Crítica musical

¡Faltó el tequila en el Real!

El tenor mexicano Javier Camarena convierte el teatro madrileño de la ópera en una improvisada sala de fiestas con la colaboración de un mariachi

Hay ocasiones en las que todo está permitido. En otro contexto, quizá el nuevo concierto de Javier Camarena en el Teatro Real se hubiera vivido como una ocasión perdida, la de escuchar a uno de los tenores más aclamados de la actualidad midiéndose con el repertorio de mayor exigencia, aquel que lo ha consagrado en los principales teatros con varias de las obras del belcanto. Las oportunidades de verlo actuar sobre un escenario lírico en España son contadas: este año se retiró de las funciones previstas de Manon en el Liceo y no está nada claro que vaya a presentarse en el Romeo y Julieta de Gounod previsto para el inicio de la próxima temporada, en Bilbao. Así que hubiera estado muy bien escucharlo, ahora, en un programa plenamente operístico, planteado con otro rigor.

Pero esta vez el mexicano tenía claro que en su regreso al teatro madrileño quería hacer varias cosas: complacer a esa parte de sus seguidores que admira por encima de todo al cantante de ópera, presentar algunas de las canciones de su nuevo disco y, ya de paso, rendir homenaje a la creciente colonia mexicana que reside aquí, y que acudió en buen número a jalaearlo en compañía del embajador del país norteamericano. Seguro que los fans le han agradecido su generosidad, sus ganas de agradar. Sin duda ha conocido aquí jornadas más gloriosas, pero no puede negar que el público se mostró, en su mayoría, muy complacido (también hubo algún caso de fuga ante su propuesta, pero insignificante).

Un gran aficionado, durante el descanso, me recordaba con nostalgia aquellos primeros años de la reapertura del teatro capitalino, cuando al llegar julio desembarcaban en el coliseo las imponentes huestes del teatro berlinés donde Daniel Barenboim ejercía sus poderes plenipotenciario. Aquellas imborrables funciones de títulos de Wagner, Mozart, Beethoven… permanecerán en la memoria como acontecimientos de una época feliz, testimonio de la máxima búsqueda de la excelencia, con los que el público experimentaba además goces insospechados, de los que pueden transformar a una persona.

La 'semana fantástica' del Real

Hoy vivimos otros tiempos. En esta suerte de «semana fantástica» con la que el Real pretende acercarse al pueblo, el de Madrid, y a los habitantes de la periferia gracias a la tecnología (pantallas gigantes en la calle para los de casa, retransmisiones en streaming en el caso del resto), no volveremos ya a disfrutar de un Fidelio con el otro pueblo, el que representa el coro de esta obra maestra, invadiendo el patio de butacas con sus alabanzas a la libertad, como el que aquí dirigió Barenboim, sino una oferta más abigarrada, con algo de flamenco, la Turandot desnuda de emociones de Robert Wilson y el tenor Camarena vestido de charro para cantar El Rey junto al mariachi Sol de América.

La primera parte, en verdad, supo a poco, apenas cuatro arias, escaso rédito para coronar un ciclo que se plantea con el nombre genérico de «Grandes Voces». De la bellísima aria de «Maria de Rudenz» donizettiana, posiblemente lo mejor del concierto, con el Camarena plenamente dueño de sus recursos belcantistas, aunque el timbre haya perdido algo de su dorado esmalte, y la emisión parezca algo más dura, se escamoteó la segunda vuelta de la cabaletta, como si estuviéramos para ahorros. Como tantos otros tenores ligeros empujados por la ambición (y quizá el tedio) a explorar nuevos territorios, el mexicano pretende incorporar roles como el Oronte de I Lombardi (resuelve La mia Letizia infondere sin problemas, pero se puede atisbar que en el resto la mayor densidad requerida, a falta de una mayor anchura, puede ponerle en aprietos, como ya pasó aquí mismo en aquella fallida Favorite) o los franceses Werther y el Des Grieux de Manon.

Cada vez que alguien aborda los célebres versos de Ossian, y más en España, planea la sombra inalcanzable del gran Kraus, que hizo de esta pieza, del rol entero, una de sus máximas recreaciones, sin parangón hasta la fecha. Huelgan las comparaciones, pero Camarena dista aún de tener el papel en regla, ni siquiera en su aria más célebre. Desde el inicio, se le notó titubeante al abordar el Pourquoi me reveiller, por más que luego lo cerrara con decoro. Cuando siente la ausencia de un mayor peso vocal, intenta adornarse, como le ocurrió también en la romanza de Javier de Luisa Fernanda, buscando el matiz; pero eso solo aquí no basta. Hay que desplegar un canto más brioso y directo, el impacto emocional se enuncia a través del acento vibrante más que del gimoteo sutilmente elaborado. Lo mismo podría servir para la escena de San Sulpice de Manon, aquí mejor delineada, con un fraseo más intencionado y seguro, de calibradas intensidades, aunque volviera a echarse en falta algo más de garra.

El tenor mexicano Javier Camarena en su espectáculo en el Teatro Real

Y hasta aquí aquellos números por los que se debe juzgar a un cantante de ópera. En la segunda parte, Camarena se labró su particular show de cara a la galería a partir de las dos típicas romanzas de zarzuela, mejor el No puede ser, con el que siempre es difícil fallar por su carga emotiva, que en De este apacible rincón de Madrid, un poco cogido con pinzas. Como en su concierto en La Zarzuela, aquí se le nota inseguro e impreciso, como si este repertorio le impusiera o no le hubiese dedicado todo el empeño necesario. Hubo casi hasta una falsa entrada, y el director se las tuvo que ingeniar varias veces para embridarlo.

Canto promocional

A partir de ahí, vinieron las piezas que se supone compondrán el programa de su anunciado nuevo cd, una selección de canciones latinoamericanas entre las que se incluyen tangos (El día que me quieras) y boleros (Si nos dejan). Todo lo interpretó con su gusto proverbial, su cuidado por el matiz, salvo una algo estrafalaria versión de Granada con olés incorporados. Los arreglos de todas estas piezas son ciertamente espantosos, como pasados por el peor Hollywood años 50, con esa impersonal aspiración internacional, grandilocuente, que se impone sobre los orígenes plebeyos de las canciones, edulcorándolas aún más. Aunque la palma se la llevara la conocida canción de Lara, casi irreconocible.

Saldada la etapa promocional, Camarena se ausentó un par de minutos, los que necesitó para vestirse de charro mientras el Mariachi Sol de América iba preparando el ambiente para la gran traca final, una selección de conocidas rancheras. Cómo no sentir que Camarena lleva esta música en la sangre, cuántas grandes voces de su país no las han interpretado con esa mezcla entre el descaro y la melancolía. Igual que antes Araiza o De la Mora, estupendos tenores mexicanos, él las ofrece llevándolas a su terreno (aquí con micrófono), algo más académico, restándole espontaneidad, pero en cualquier caso seduciendo con su clase. Uno en estas cosas prefiere a Javier Solís, los «pedros» (Infante y Vargas), Aceves Mejía (al que recordó con su versión de Malagueña) e incluso Vicente Fernández (superior en El Rey). Todo lo desgranó con pasión y unas pizcas de legítimo orgullo.

Recogidas las cálidas ovaciones, con exhibición de una bandera mexicana desde uno de los palcos superiores, Camarena despidió al Mariachi y regresó al escenario para un único bis, de nuevo con la colaboración de la Orquesta Ciudad de Granada, que estuvo francamente bien toda la noche, sobre todo teniendo en cuenta la variedad de estilos (dio su medida en la obertura de Anna Bolena, una ópera que falta en el Real, y en la España de Chabrier, idiomática y ajustada, sin despendole). Al éxito contribuyó también el director, Iván López Reynoso, eficaz en la labor concertadora, muy pendiente siempre del cantante, evitando taparlo. Podía esperarse más en la obertura de I Vespri siciliani, donde faltaron todos los matices posibles en favor de una versión rutinaria, como tantas otras.

El colofón, con la audiencia mayoritariamente entregada, lo puso esa joya titulada Contigo en la distancia, muy bien dicha, pero qué quieren que les diga… Puestos a elegir, en un repertorio con tantos ilustres representantes, más afines al estilo, uno se quedaría colgado entre dos posibles: el poderío de Alfredo Sadel, aquel venezolano que en algún momento se pasó a la ópera, o la dulzura de Caetano Veloso. Y por cierto, si para la próxima Camarena vuelve a comparecer con sus amigos, que el teatro reparta unos tragos de tequila. Si se trata de festejar, que sea ya por todo lo alto.