Juan Diego Flórez en El Escorial, nuevos e inciertos caminos
El tenor peruano cosechó un gran éxito en la inauguración del certamen musical madrileño, no exento de algunas discutibles elecciones en el programa
La idea de que la comunidad madrileña pudiera contar con un festival de música de verano, de nivel europeo, a imagen y semejanza de los que en este tiempo se celebran en Salzburgo, Aix-en-Provence o Verbier ya no parece interesar a nadie.
En su día, Gallardón, aquel político melómano, resultó el único que se lo tomó en serio, y en el Escorial llegaron a concretarse algunos espectáculos importantes, cuando venían los Gardiner, Gerviev y por ahí, se representaban óperas y empezaba a crearse la ilusión de que el auditorio de San Lorenzo podía tener, al fin, alguna utilidad relevante.
Gran afluencia, pero escasa oferta
Público, desde luego, no falta. Sólo había que ver las colas del otro día para acceder, sin muchas indicaciones, con un programa conformado por una escueta hoja volandera y eliminada la posibilidad de acudir a la cafetería para refrescarse, al recital de la estrella tenoril, Juan Diego Flórez. Todo vendido.
Y sin embargo, la programación de este Festival del Escorial, cuya falta de ambición se concreta desde su título (del que se ha caído lógicamente aquello de Internacional), es un auténtico churro, una muy pobre, deslavazada oferta sin ningún tipo de coherencia que lo articule proporcionándole sentido, del que los aficionados a la gran música pueden, si acaso, a duras penas, desgajarse un par de citas relevantes.
A mayores de la comparecencia del tenor peruano se espera, la anunciada presencia en unos días de Sondra Radvanovsky, soprano siempre muy apreciada en Madrid. Una propuesta insuficiente para situar a la localidad entre las grandes citas culturales de esta época estival, como si se arrojara la toalla bajo el pensamiento erróneo de que, al menos aquí, la música no es para el verano.
El talento de Flórez
Han pasado ya casi treinta años desde aquel primer recital suyo en España, en el Teatro Rosalía coruñés, con el que logró deslumbrarnos a todos lo que ya seguíamos con interés su incipiente carrera, aupada tempranamente por Alberto Zedda.
La insolencia de la juventud se concretaba en la frescura de un timbre personal, de fulgores mediterráneos; el agudo en punta, fácil, brillante; un caudal no muy ancho pero suficiente (ahora parece algo mermado frente al recuerdo de sus inicios), propio de un instrumento de lírico-ligero, con esa musicalidad innata que parece adornar a los tenores latinoamericanos forjados en la escucha continuada de tantos exquisitos trovadores consagrados a la música popular en sus países.
Y por encima de todo, la inteligencia para frasear con gusto, la madurez a la hora de decir con acierto y propiedad sirviéndose de recursos técnicos magníficamente asentados, pese a su bisoñez: esa capacidad para regular el sonido con fines expresivos. Estaba claro que, ya por entonces, nos encontrábamos no ante un cantante más, si no con uno en genuina posesión de todas las credenciales para entrar en la historia, una mezcla idónea de talento y disciplina, como así ha ocurrido.
Juan Diego Flórez ocupa ya un lugar de honor entre los tenores rossinianos por sus ejemplares encarnaciones de prácticamente todos los roles a los que ha servido (podríamos dejar fuera el personaje del Arnoldo de Guillaume Tell, bien perfilado pero vocalmente insuficiente).
Un papel para el que no está preparado
Como otros colegas suyos antes que él, este artista ha pretendido en la última etapa de su prestigiosa trayectoria abordar ahora otros papeles para los que, en principio, no parecería destinado por las características propias de su instrumento: es como el que el entra en una tienda deslumbrado por ese par de zapatos de Prada que ha visto en el escaparate y, cuando se lo prueba, el dependiente le comunica que solo queda ya disponible un solo número, el 44.
A pesar de todo, el cliente, que en realidad calza un 42, decide llevárselos y los rellena con algo de algodón para acomodárselos. Lucen muy bien, la piel y el diseño no fallan, pero no le resultan cómodos y eso se refleja inevitablemente al caminar.
Pues algo parecido le ocurre ahora a Flórez con este salto al vacío de su nuevo repertorio. Lo primero que sorprendió nada más al salir, fue la reducción del volumen en el Questa o quella, dicho casi como un susurro. En casi ninguna de las tres arias elegidas de Rigoletto (estuvo algo más a gusto en La dona é mobile) lució ese duque inmoral e insolente, y también apasionado, que no se atiene a ninguna convención con el fin de satisfacer todos sus deseos.
En algún momento del Parmi veder le lagrime se le llegó a percibir inseguro, y si no se corona la cabaletta (expuesta una sola vez) con un agudo firme y seguro, mejor no incluirla: él prefirió ahorrárselo, como muchos otros a lo largo de una noche en la que la eligió un programa sin duda generoso, pero en el que se echaron en falta algunos remates, detalles que jamás hubieran pasado desapercibidos en aquel joven que asombraba precisamente por su sólida madurez interpretativa.
Y no es que a Flórez se le haya olvidado cantar bien, eso jamás podría ocurrirle. ¿Quién delinea así, en estos momentos, con ese profundo sentido poético, cincelando el significado de cada palabra, las frases del Che gelida manina pucciniano…? Seguramente nadie. Pero falta la carne, la sustancia, la anchura de una voz que crezca, se expanda y golpee al oyente dejándole en esa suerte de aturdimiento que lograba, por ejemplo, Aragall, una de las últimas voces que sabían hacerle justicia al racconto del poeta Rodolfo.
Zarzuelas y canciones napolitanas
Quizá el peruano se hubiera fijado en aquel CD de rarezas que en su día grabó Pavarotti con Abbado, para incluir dos de las arias en este recital: el O Dolore, alternativa para el Foresto de Attila. Y Dal piú remoto esilio de I Due Foscari, pero omitiendo en esta caso la casi desconocida cabaletta con la que prácticamente solo se atreve el de Módena en su grabación, Si lo sento…, trufada de notas agudísimas.
Desde luego, siempre es interesante ofrecer este tipo de desafíos para ese 0,5% del público capaz de reconocer qué es lo que le están entregando como novedad, pero aquí al precio de una cierta decepción: su acrisolada expresividad se deja por el camino todo lo demás.
Asegura Flórez que quiere (y seguramente lo hará, nada se le niega a los grandes) grabar un CD con romanzas de zarzuelas. El mejor servicio que un cantante de su valía podría hacerle al género hispano es ponerse en contacto con el teatro de la calle Jovellanos para incorporar alguno de los roles que le irían bien, aunque me temo que aquí también podría pasarle como cuando aborda el Edgardo de Lucia: cantaría de manera impecable el Fernando de Doña Francisquita, por ejemplo, pero al final siempre se echaría en falta ese plus imprescindible de caudal, de empuje, de arrojo.
Y lo mismo le ocurre con las canciones napolitanas, las dice con mucho más que propiedad, las engalana con un fraseo esmerado que a veces roza una cierto amaneramiento, pero entre el esfuerzo por colorear cada palabra se le escapa ese desgarro próximo al delirio que encierran piezas como el Tu ca nun chiagne, en las que las puras vísceras casi se escapan por la laringe. No es un problema tanto de intención como de acentos, de peso vocal, algo que no se puede enmascarar.
Las peticiones del público
El doble capítulo destinado a las propinas desencadenó las mayores ovaciones, lo cual creo que provoca una cierta desilusión en el artista, como si dijera, me preocupo por ofreceros algunas novedades (como las arias de I Due Foscari y Attila), y vosotros vais y me reclamáis Cucurrucú paloma, que no cantó entera, si no al final como parte de un medley de música latinoamericana en el que se acompañó él mismo con su guitarra, como ya es costumbre.
El público, desatado en este tramo, le reclamaba con insistencia Volver, Cucurrucú, … y él gastaba bromas, como que apuntaba en una lista mientras comentaba: «Sí, una de jamón, una de tortilla…» Por debajo del chascarrillo, no dejaban de asomar unas pizcas de incomodidad, que en cualquier caso él mismo ha fomentado y cultivado con esa parte de show en el que también realiza las habituales chanzas sobre su respiración.
En la segunda parte de los regalos, Flórez volvió a comparecer junto a su pianista habitual, el siempre seguro Vincenzo Scalera, muy atento al cantante, que le dio algún pequeño susto solventado con profesionalidad, sobre todo al olvidarse el tenor alguna letra (le honra, en cualquier caso, no valerse nunca del atril). Dos de los momentos musicalmente más inspirados se debieron personalmente a Scalera, sus hondas interpretaciones del Intermezzo en mi menor de Manuel Ponce y otro Intermedio, el bien conocido de Manon Lescaut de Puccini.
Parte de los asistentes tenían ya ganas de cenar, así que la tercera propina prevista de este último bloque, el inevitable Nessun dorma, no se produjo. En cambio, pudieron disfrutar del mejor momento de la velada, el aria de Romeo, de la ópera de Gounod, expuesta con fluidez, estilo y exquisita delicadeza, y Una furtiva lagrima plena de dulzura y melancolía, marca de la casa.