Fundado en 1910
César Wonenburger
Historias de la música

¿Pero de verdad llegó Caruso a cantar en la selva?

La presencia del célebre tenor en Manaos seguramente obedece a un mito alentado por el testimonio de Luciano Pavarotti y una película

El Teatro Amazonas de ManaosWikimedia

Werner Herzog hizo cine del grande con aquella posibilidad. Y Pavarotti lo confirmó poco después. Así que, qué duda cabe… Definitivamente Caruso cantó en el Teatro del Amazonas, o no. Quienes hemos estado allí no hemos recibido ninguna confirmación al respecto. En Manaos se pueden ver los famosos botos, los delfines de color rosado que surcan las aguas en los caudalosos límites del del gran río. Pero no, allí no se halla ninguna documentación, relato o imagen que pueda servir para asegurar la presencia del gran tenor napolitano.

Fitzacarraldo, la opera magna del estupendo realizador Werner Herzog, comienza con su protagonista, aquel quijote germano que deseaba construir un teatro de ópera en Iquitos, en plena Amazonia peruana -aunque en realidad lo que más la cautivaba era la idea de surcar en barco la cima de una montaña-, abandonando el teatro de Manaos, donde acababa de asistir a una función de Ernani protagonizada por Caruso. Pura ficción.

No se sabe muy bien por qué, pero Pavarotti también cultivó la leyenda, como se cuenta en otro filme, el documental que Ron Howard rodó sobre su vida. El cantante de Módena, que tampoco llegó a actuar nunca, al menos oficialmente, en el espléndido coliseo que corona la recóndita Manaos, se trasladó hasta allí, una sola vez en su vida, en una visita privada. Su único objetivo era poner los pies, y hacerse oír su propia voz, en aquel mítico enclave donde se supone que había actuado su compatriota. No hay nada más cierto que las fábulas elaboradas con esmero.

El Teatro de Manaos, una joya del modernismo, surgió como un capricho, el de esas clases acomodadas que se habían trasladado hasta los límites de la selva con la esperanza de enriquecerse con nuevos negocios. La industria del caucho se encontraba en plena expansión en el último tramo del siglo XIX, y los industriales portugueses, que enviaban su colada, por barco, hasta Lisboa, encontraron en la riqueza ilimitada de los bosques amazónicos un filón para sus sueños de grandeza.

La industria del caucho

En poblados no muy distintos a los que los caribeños utilizaban para explotar a los negros durante el cultivo de la caña, los siringueiros aportaban la fácil mano de obra que, en duras jornadas sin reposo, con el sol inclemente apuntando sobre sus cabezas, se dedicaba a extraer de los árboles el líquido que serviría para fabricar, entre otras muchas cosas, neumáticos. Los brasileños se avergüenzan hoy de aquella industria que segó decenas de miles de vidas, recreando la dureza de la faena en improvisados museos emparentados con aquellas fábricas de la muerte ideadas más tarde en el seno de la Europa más civilizada.

Pero a cambio tampoco dudan en mostrar con orgullo los signos de algunos de los últimos vestigios de aquella riqueza que en algún momento tuvo la ilusión de replicar París en el exotismo de Manaos. En la ciudad fronteriza hace un calor espantoso que convierte cualquier paseo en un incómodo baño capaz de teñir de sudor, penetrándolo hasta su último grano de hilo, el lino más delicado. Pero además de visitar su populoso mercado, en el que se exponen algunos de los sabrosos peces que habitan el río, es imprescindible remontar la cuesta principal de su parte antigua, y llegar peregrinando, aunque sea con la lengua fuera, hasta el edificio principal de la ciudad.

Del sacrificio de aquellos malhadados siringueiros brotó en lo alto del barrio noble la joya arquitectónica en la que las élites del caucho esperaban disfrutar de las óperas del momento, invitando a las mejores voces de aquella época, entre todas, la del tenor de tenores, Enrico Caruso. No se reparó en gastos. Las arañas procedían de Bohemia, el mármol se trasladó desde la misma Carrara, mientras el acero procedía de Glasgow. Aún hoy, al visitar alguna de sus salas, te obligan a descalzarte para no desgastar su preciosa madera.

El destino del teatro

El teatro abrió sus puertas en 1893, con una función de esa bella desmesura que Ponchielli tituló La Gioconda, con su célebre Danza de las horas, en la que las distinguidas damas asistentes al acontecimiento seguramente apreciaron ecos de los maravillosos ballets desplegados en el Palais Garnier, con todo el boato imaginable.

Pero un día llegaron los ingleses, y tomaron nota de que aquellos árboles podrían germinar en otras tierras húmedas, como las que proporcionan algunos países asiáticos. Se llevaron unas semillas y en poco tiempo la próspera industria brasileña se fue al garete. Y con ella el sueño de convertir Manaos en una metrópoli como las europeas, con sus óperas, sus cafés y sus tiendas. El Teatro, símbolo de su reciente propia desgracia, cerró sus puertas prematuramente hacia la segunda década del siglo XX.

Por suerte el recinto no resultó expoliado, ni a nadie se le ocurrió la idea de convertirlo en un almacén o algo parecido. Durmió un sueño plácido, mientras sus arañas acumulaban polvo. En los años 70 alguien aventuró una tímida reapertura, y Herzog pudo contar por unos días con el escenario para rodar esa primera secuencia inicial de reminiscencias viscontinianas (puede pensarse en el comienzo de esa otra obra maestra Senso, también con Verdi como protagonista).

Aunque no ha sido hasta estos últimos veinte años cuando el teatro ha recobrado su auténtico pulso, convirtiéndose en el epicentro del Festival de Ópera de Manaos. Allí les dirán que su resurgimiento ha sido fruto del buen hacer de los políticos, que han sabido recuperar una pieza fundamental de la cultura amazónica para el pueblo, abriéndole las puertas de lírica a los descendientes de sus auténticos forjadores, aquellos siringueiros explotados hasta la muerte. Puede ser. Pero el éxito de este tipo de proyectos se deben a una o dos personas que, normalmente, consagran sus vidas a esa tarea sin recibir, la mayoría de las veces, el crédito que merecen.

Una reapertura por todo lo alto

En el caso de la Ópera de Manaos, su actual recuperación para la gran música tiene casi todo que ver con el impulso de dos personas, pareja en otro tiempo: el director de orquesta, Luiz Fernando Malheiro, y la jefa de producción, Flavia Furtado. Malheiro, un Fitzcarraldo de nuestros días, se ha dejado la piel por llevar el teatro hasta la excelencia, con hitos como el de representar el primer Anillo completo en esa parte del continente americano; junto a lecturas pioneras de obras como la Lady Macbeth de Shostakovich, el Parsifal wagneriano o Lulú de Berg, entre muchos otros.

Personalmente recuerdo un maravilloso Sansón y Dalila con puesta en escena de Emilio Sagi, más transgresor de lo habitual en este director, quizá inspirado por el permisivo ambiente selvático y la sensualidad carioca, proclive a desatar las fuerzas ocultas del erotismo, aquí ensalzado por la música que Saint-Säens concibió para la célebre bacanal. Cantaba una pareja muy adecuada, la exquisita mezzo canaria Nancy Herrera y el poderoso tenor norteamericano Michael Hendrick, aclamados por el siempre entusiasta público que suele abarrotar sus propuestas como si fuesen unos nuevos Shirley Verret y Jon Vickers.

Faltaban unos pocos días para el estreno y Emilio estaba muy nervioso. Le habían prometido que a su llegada a Manaos la producción ya estaría lista, pero cuando se acercó al teatro por primera vez allí no había expuestas más que unas simples telas. Se figuró el naufragio, sin confiar en el poder taumatúrgico de las diosas amazónicas, encarnadas en la Suprema Flavia.

Con su colaborador habitual, Renato Teobaldo (un nombre así, de resonancias tebaldianas, para un encargado de producción en un teatro lírico resulta algo único, impagable, como solo puede ocurrir en territorio fértil para el realismo mágico), la entonces esposa de Malheiro se encargó de que todo estuviera convenientemente dispuesto para el estreno. Que por supuesto fue un éxito. Aunque Caruso nunca hubiera cantado allí, quién sabe…