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César Wonenburger
Historias de la música

Los calores de 'Tosca', la mejor grabación de la historia

Hace 70 años, en agosto de 1953, se efectuó el que para muchos representa, desde entonces, el registro discográfico perfecto, con Maria Callas como protagonista

Maria callas en su casa de Milán en los años 50©RADIALPRESS

Cuando en agosto el calor aprieta en Milán, como estos días, la buena lógica impone una refrescante escapada a los lagos. En la parte más meridional del Di Garda, formando parte de la provincia de Brescia, se encuentra, por si fuera poco, un pueblo dotado de un encanto muy especial, Sirmione, donde Maria Callas tenía una casa veraniega (aún lo recuerda una placa), remanso de paz y silencio, seguramente entonces todavía a salvo de la plaga turística que hoy suele invadir la zona, digno colofón a la intensidad de la temporada de óperas y conciertos.

Para los más devotos callasianos, el enclave merece una visita por razones ajenas al debido eterno culto a la diva. Más allá de su célebre balneario bendecido por el rico azufre de las aguas laguneras, se ofrece al visitante su viejo casco, donde es preciso admirar la iglesia de Santa Maria della Neve (y elevar quizá una plegaria a la diosa ¿protectora? de las sopranos), una joya del románico. Tampoco desmerecen las llamadas Grotte di Catullo, cuevas que ocupan las bellas ruinas de una antigua villa romana, nombradas así en honor del poeta latino Cayo Valerio Catullo, que vivió en la zona.

Y, por supuesto, se impone pasar necesariamente por la Rocca Scaligera, como se denomina al castillo de Sirmione, construido en el siglo XIII, rodeado por un canal: su puente levadizo sirve de pórtico majestuoso a la zona antigua, donde lo mismo se puede adquirir un elegante sombrero para guarecerse del inclemente astro rey que comer uno de esos deliciosos helados italianos de sabores y colores infinitos.

Grabar en La Scala

Pero en aquel agosto de 1953, la Callas debió acortar sus merecidos días de asueto en la encantadora Sirmione, o quizá postergarlos. Para la segunda quincena del mes, más o menos, estaba prevista una importante grabación, con ella como reclamo esencial. Walter Legge, el encargado de la EMI, su casa de discos, hombre de exquisita sensibilidad y cultura, a mayores de un innegable olfato comercial, y casado para más señas con la eximia soprano straussiana Elisabeth Schwartzkopf, había dispuesto que durante el descanso estival de La Scala se registrara, en su escenario, Tosca de Giacomo Puccini. La artista era el señuelo de una operación comercial que pretendía impulsar el catálogo de la discográfica en Estados Unidos. Y nada mejor que hacerlo a través de una de las óperas más populares del repertorio, con una cantante en la cúspide de su talento, a la que el productor había logrado fichar para la causa después de meses de arduas negociaciones y montañas de ramos de flores.

Junto a la Callas, Legge enroló a dos cantantes con los que la intérprete ya había grabado anteriormente otra ópera para EMI, Lucia di Lammermoor, en esa ocasión con las huestes del Maggio Musicale Fiorentino, bajo la batuta de Tullio Serafin, auténtico mentor de «La Divina». Junto al tenor, Giuseppe di Stefano, ella había protagonizado además algunas de las veladas más memorables entre las que aún se recuerdan en el Palacio de Bellas Artes de México, como demuestran los registros radiofónicos preservados. Mientras Tito Gobbi, que tan solo tres años después protagonizaría otro registro legendario para la misma compañía, el Falstaff de Verdi bajo las órdenes de Herbert von Karajan, era para entonces uno de los barítonos italianos mejor considerados, sobre todo por su apreciable vena dramática que hacía de él un distinguido cantante-actor, a pesar de no contar con una voz de tanto lustre como las de sus colegas Giangiacomo Guelfi o Ettore Bastianini.

Walter Legge y su mujer Eizabeth Schwartzkopf

En La Scala todo estaba preparado desde hacía semanas. La orquesta y el coro del teatro, participantes y también piezas clave en la grabación, no podían haber disfrutado de mejores ensayos, puesto que la misma creación pucciniana acaba de representarse en la reciente temporada del teatro. Y el director musical escogido, Víctor de Sabata, era además un hombre de la casa, responsable musical «in pectore» del templo milanés, músico de enorme prestigio, que sabía manejarse a la perfección en casi cualquier repertorio. Cuando aceptó dirigir Tristán e Isolda de Wagner en Bayreuth, el mismo Hitler quiso felicitarlo personalmente. «Nunca con anterioridad había escuchado una interpretación semejante de este título», le dijo el Führer, un crítico severo y muy pertinente por las numerosas representaciones de su compositor de cabecera a las que asistió a lo largo de su vida. El elogio admitía poca réplica, pero sus consecuencias, con el tiempo, perjudicaron a De Sabata, que no resultó depurado al término de la contienda pero sí cuestionado por su actuación ante el sátrapa: Toscanini siempre se había negado a hacerlo, aunque no rechazase la presencia de Mussolini en el estreno de Turandot.

El calor durante esas jornadas milanesas debió alcanzar temperaturas insoportables. De Sabata, un caballero, tuvo que ponerse por primera vez en su vida una camisa de manga corta, una penosa vulneración de los sacrosantos principios de la elegancia para un hombre que siempre acudía a todos los ensayos impecablemente ataviado con traje y corbata. Aquella sauna en la que se convirtió el escenario scaligero no le obligaría a adoptar mayores sacrificios. Su absoluto compromiso con la excelencia, su búsqueda constante e ideal de la perfección, le condujeron a hallar minuciosa y personalmente el emplazamiento improvisado de varios instrumentos para procurar un efecto en el oyente parecido al que más tarde se conseguiría naturalmente con el advenimiento del estéreo. Idéntico empeño al de Legge. La aparición de Tosca en escena, de acuerdo con los requerimientos del productor, se grabó en tres instantes diferenciados para sugerir el movimiento, la aproximación con cada uno de los «¡Mario!» lanzados al aire. Y el final del primer acto hubo de repetirse más de cuarenta veces hasta encontrar la toma precisa para desesperación del equipo.

Amago de rebelión de la Callas

Ni la Callas, una artista consciente, meticulosa, siempre dispuesta a asumir los esfuerzos que hiciese falta en aras de lograr la máxima calidad, en su caso, la búsqueda incesante de la verdad dramática, pudo resistir del todo la ardua, detallista entrega del director (abuelo, por cierto, de la productora musical Isabella de Sabata, a la sazón esposa de otro gran director, vilipendiado en estos momentos, sir John Eliott Gardiner) y de Walter Legge. Ante el requerimiento de una enésima toma, la Callas improvisó un amago de rebelión: se paró, se quitó desafiante las gafas de miope y se negó a continuar por el momento.

En esa única ocasión, parece que el minucioso De Sabata, amado por los músicos de aquella casa pese a su implacable rigor, decidió por una vez dar su brazo a torcer. Lo que luego no le impediría repetir, durante casi media hora, la última frase de la protagonista, al final del segundo acto de la ópera: «E davanti a lui tremava tutta Roma» («Y ante él temblaba toda Roma»). Y algunos se preguntan por qué a pesar de su enorme sabiduría y competencia musicales no tuvo nunca una carrera discográfica más brillante ni prolongada, a su nivel… Aquellas sesiones de trabajo, convertidas en dobles a la carrera, se llevaron por delante el presupuesto previsto por Walter Legge.

Victor de Sabata

Si la sangre no llegó al río seguramente fue porque tanto el director como Legge y la propia Callas perseguían en el fondo idéntico fin: recrear en estudio, en este caso el mismo escenario de La Scala, las condiciones excepcionales de una representación «en vivo», con toda la carga de electricidad, adrenalina, emociones…, para que el aficionado de Toledo (Ohio), que jamás llegaría a poner un pie en el principal templo de la lírica, pudiera experimentar en sus mismas carnes toda la intensidad del drama. ¿Lo lograron? Lo mejor es volver a la grabación original, varias veces remasterizada, en el improbable caso de que no se conociera anteriormente. Yo lo estoy haciendo ahora mismo, mientras garabateo estas notas, en unos nuevos vinilos de sonido supuestamente procesado otra vez. Ante la contundencia desatada en los primeros acordes, los perros a mi lado acaban de saltar abandonándome como si ante todos nosotros se hubiera aparecido el mismísimo Scarpia, pero elevado su rango al de príncipe de las tinieblas.

«Recondita armonia»

De Sabata, solicitando la venia, «acojona» con un despliegue de dramatismo pocas veces experimentado en disco: la tensión desde el inicio, su administración y fluidez, solo es comparable, quizá, a la inmarcesible versión que el gran Marinuzzi dirigió en su día de La Forza del destino verdiana, al mismo nivel de excelencia aún con las precariedades de un sonido todavía en pañales. Casi de inmediato viene el «Recondita armonia» con Di Stefano, y he tenido que ponerme en pie para soportar la belleza de ese timbre mediterráneo, arrebatador como su manera de decir: pese los defectos consabidos, el fanatismo debe imponerse aquí sobre la inaprensible objetividad.

Y ese ejemplar segundo acto, con ella y Gobbi en un toma y daca que solo puede acabar mal para sus respectivos personajes, tal es el nivel de insoportable violencia acumulada. De un lado el deseo que no se arredra ni detiene ante barrera alguna cuando se asienta sobre el poder, de cualquier tipo y en cualquier circunstancia, ayer como hoy. Del otro, la rabia incontenida de quien no habiendo hecho mal en su vida, si no todo lo contrario (¿hay mayor generosidad que la de un verdadero artista?), se desespera al saber que todo ha sido en vano, la compasión no está garantizada en este mundo ni siquiera para las almas más nobles. Teatro hecho vida. Comercio que se transmuta en Arte gracias a unos profesionales que no se conforman con esa máxima del «trabajo bien hecho», pasaporte garantizado hacia la mediocridad.

Karajan y el ejemplo de De Sabata

¿Estamos, entonces, ante la mejor grabación de la historia, como tantas veces se ha proclamado? Probablemente Karajan lo supiera mejor que nadie. En los 80, cuando registró su última grabación de Tosca, una vez que concluía una toma salía corriendo hacia la habitación del ingeniero. ¿Para escucharla? Sí, pero solo después de haberse hecho poner la equivalente de la grabación de De Sabata. Se desesperaba por conseguir, al menos, lo mismo que treinta años antes en La Scala había logrado aquella temprana selección de espíritus perfeccionistas. En descargo del gran director austríaco hay que decir que cualquiera de las suyas rayan casi al mismo nivel musical, y en algunos momentos puede hasta haberla superado: su sentido de la sensualidad es única.

Nuestra suprema bendición se halla en ese torneo de la excelencia, más propio del pasado que de estos tiempos propicios a la chapuza y el compromiso para el mínimo esfuerzo. Gracias a talentos reunidos como los de estos ejemplares artistas aún podremos disfrutar no de una, sino de varias «mejores grabaciones de la historia».