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César Wonenburger
Historias de la Música

Lorenzo Viotti vs John Eliot Gardiner, dos púgiles en acción

La chismografía alcanzó de pleno hasta la música, durante el reciente verano, con dos episodios muy comentados: el descuido del director italiano y el zurdazo del inglés

Lorenzo Viotti y John Eliot Gardiner

El elitista mundo de la música clásica también tiene mucho de Sálvame, o como ahora se llamen los programas de cotilleos que hayan venido a sustituir a aquel extinto espacio que entretenía diariamente las sobremesas de tantos hogares españoles. Llevaba razón Pascal (Blaise, no Pedro) cuando afirmó aquello de que «la vida humana no es más que perpetua ilusión: no hacemos más que engañarnos y halagarnos los unos a los otros. Nadie habla de nosotros en nuestra presencia como la hace en nuestra ausencia». Y a la hora de los chismes, ni el primero entre los violinistas, tenores o directores de orquesta se resiste tampoco a conocer lo que se dice, se comenta, sotto voce, para luego poder también despellejar sin límites, poniendo a caldo a quien fuese menester.

El gran Sir Georg Solti se complacía en poder conversar con su amigo, el financiero de Wall Street Gilbert Kaplan, de música, de su mutua admiración por Mahler, porque, según propia confesión, entre los directores solo se habla de dinero. De sus emolumentos, sí, y seguramente, también, de esas indiscreciones que no reparan en amistades («pocas sobrevivirían si cada cual supiese lo que su amigo dice de él cuando no está presente», de nuevo Pascal) abonando el terreno de esa aparentemente inocua diversión que nos evita tener que enfrentarnos a las cuestiones verdaderamente importantes de la existencia.

Dos chismes

Este verano ha habido dos chismes, uno aún muy reciente, los dos todavía coleando en los cenáculos musicales, que precisamente han tenido como protagonistas a sendos conocidos directores de orquesta, cada uno en un momento bien distinto de sus respectivas carreras: el más joven, prometedora estrella que aún no sabe si desea serlo, o al menos inseguro sobre en qué terreno deberá encauzar definitivamente sus talentos; el mayor, en el tramo final de una carrera larga, fecunda, próspera y muy laureada, plena de contribuciones sobresalientes al arte de los sonidos y el tiempo. A ambos parece unirles además una compartida afición por el boxeo.

Lorenzo Viotti debió heredar la pasión musical de su padre, un director de orquesta que de no haber fallecido demasiado joven, como Ferenc Fricsay, Guido Cantelli o nuestro Argenta, hoy seguramente se habría convertido ya en una figura tan respetable y venerada como lo puede ser Riccardo Muti en esta última etapa. Se llamaba Marcello Viotti y era adorado por los cantantes, que lo tenían por uno de esos, cada vez más raros, maestros que conocen a fondo los requerimientos de la voz humana para producir los mejores resultados en las circunstancias idóneas. No solo sabía respirar con ellos, podía guiarlos en sus decisiones más complejas con la autoridad de un músico dotado, además, de una gran sensibilidad cultural, que conocía a fondo los meandros de las partituras y los recodos de cada texto, para enriquecer cada interpretación (o materialización, como prefiere decir Barenboim) de las obras con detalles siempre esclarecedores, reflejo de una esmerada educación.

Como sostenía Quevedo, 'quien no parece, perece'

Aunque falleció cuando él era todavía un niño, la carismática personalidad del padre, su rigor y amor hacia la profesión debieron de haberle afectado de alguna manera muy precisa, de modo que Lorenzo se puso a estudiar y en poco tiempo comenzó a llamar la atención de los programadores, que apreciaron en él un probable filón. Por una parte, el «sello Viotti» parecía otorgarle una pátina de precoz autoridad que a otros jóvenes directores les suele llevar muchos años (si acaso lo logran) en una materia enormemente competitiva, más desde que las mujeres se han incorporado con renovada vitalidad a la lucha por un puesto en el escalafón musical.

Pero es que, además, en esta era consagrada a la imagen, en la que, como sostenía Quevedo, «quien no parece, perece», el cachorro del llorado director posee un atractivo esencial para despuntar como es debido: el aura y las formas de un actor de cine como los del periodo clásico, una mezcla de elegancia y viril apostura que bien podrían servirle para plantearse otro oficio, más escorado hacia el reino superfluo, pero confortable y posiblemente lucrativo, de los modelos, influencers y demás individuos capaces de rentabilizar sus destrezas sociales basadas en el cultivo de su propia imagen, y en el efecto que con ello logran en los demás.

Viotti, fenómeno en Instagram

Tampoco es un fenómeno del todo nuevo: aquel James Bond de la dirección orquestal que fue Herbert von Karajan, capaz de pilotar sus propios aviones, navegar a vela, esquiar en las pistas más arriesgadas de Gstaad o Cortina D’Ampezzo y conducir a toda velocidad el último modelo de Porsche, envuelto en prendas del más fino cachemir, a la vez que grababa una integral de las sinfonías de Bruckner con la Filarmónica de Berlín, ya se ocupó de cultivar aquella imagen de icono máximo del glamour a partir de los desprejuiciados 60. Pero quizá en su caso, esa estudiada explotación del producto integral Karajan obedecía, más allá de las implicaciones narcisistas, a una hábil operación de márquetin que, dirigiendo la atención sobre sí mismo en primer lugar, pretendía ampliar la posible base de consumidores de los discos que grababa con sus orquestas. En el fondo, toda aquella puesta en escena no era más que un señuelo que tendría como último objetivo encaminar la atención hacia la música.

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No parece la cuestión del joven Viotti, cuya amplia corte de admiradores en Instagram (más de cien mil, algo inusual para un director) parecen más interesados en darle «likes» a sus fotos, casi siempre en entornos paradisíacos, que en adquirir localidades del Simon Boccanegra que tiene previsto ofrecer en la próxima temporada de La Scala milanesa. Muchas de estas recurrentes imágenes presentan al músico suizo, de 33 años, a punto de zambullirse en el agua, mostrando su esculpido cuerpo, que, como él se ha encargado de señalar en alguna de las entrevistas concedidas no a la agonizante Opera News sino a publicaciones más del tipo Vanity Fair, ha logrado modelar gracias a los efectos, en gran parte, de la práctica continuada de una de sus aficiones favoritas, el boxeo.

Viotti decidió contribuir a su despojamiento exterior con una imagen suya, desnudo

Esa faceta exhibicionista le provocó un disgusto muy comentado este verano. A la vista de que poco tenía que revelar ya, y como en estos posts nadie suele interesarse por conocer sus opciones acerca de la interpretación mozartiana, Viotti decidió contribuir a su despojamiento exterior con una imagen suya, desnudo. Algo debió haber pasado por el camino (en esta cosas suelen tener tanto predicamento la familia y las parejas como los agentes) porque al poco la foto fue eliminada, casi al mismo tiempo que se conocía que no iba a renovar su puesto como responsable de la Filarmónica de los Países Bajos y de la Ópera Nacional Holandesa más allá de 2025, como en principio parecía asegurado.

Viotti no ha querido continuar más allá en el cargo, y así lo ha aclarado él mismo en un comunicado público: «He decidido priorizar mi vida personal y mi desarrollo en el futuro, en el cual soy el maestro de mi propio tiempo». Aunque en principio podría oler a cancelación, la orquesta holandesa y su hasta ahora director parecen mantener la cordialidad, sin romper del todo su vínculo: él seguirá visitándoles como director invitado más allá de su partida, en las siguientes temporadas. Aunque está por ver si para entonces, y después de un hondo periodo reflexivo, el ganador del Premio al mejor director en el Concurso de Cadaqués, que logró con apenas 22 años, cuando empezó a deslumbrar a algunos con su talento musical, no ha decidido dejar la batuta para emprender una nueva carrera como modelo profesional, o boxeador…

El púgil Gardiner

En medio de los rigores de la canícula, que azotó buena parte del sur de Europa hasta hace unos días, acabaron por descubrirse las cualidades pugilísticas de otro director, un grande de nuestros días, sir John Eliot Gardiner (Fontmell Magna, Dorset, Reino Unido,1943). La radio-macuto de las publicaciones musicales, la web del conocido crítico británico Norman Lebrecht, a veces brillante, casi siempre estrafalario en sus apreciaciones, pero a menudo bien informado, señaló hace unos días en un suelto que, siempre según fuentes bien informadas, Gardiner habría agredido a un joven cantante tras intervenir en uno de los conciertos de la gira para interpretar Les Troyens de Berlioz.

Lebrecht se frotaba las manos porque siempre ha defendido que el autor de La música en el castillo del cielo, un espléndido retrato sobre J. S. Bach que aquí ha publicado Acantilado, es un hombre «colérico». El asunto del puñetazo, pues de eso se trata, vendría a corroborar esta tesis, que a decir verdad no casa con la imagen que tenemos de sir John quienes le hemos tratado de cerca. Gardiner es un tipo afable en las distancias cortas, dotado de una fina capa irónica de hombre del norte, amante de la buena mesa y, sobre todo, la jardinería, tan fiel en sus obsesiones (Monteverdi, Bach, Berlioz) como fobias (Mahler). Como todo perfeccionista, empeñado en la búsqueda del máximo rigor, de la excelencia sin compromiso, puede que en alguna ocasión perdiese los estribos durante algún ensayo, mostrando un desacuerdo con desusada vehemencia. Pero de ahí a mostrarlo como un ser iracundo media un abismo que este desafortunado episodio no viene, en ningún caso, a cancelar.

Si es cierto que le propinó un zurdazo al barítono William Thomas, su acción resulta a todas luces censurable

Los hechos no están muy claros, sobre todo porque el propio Gardiner, sinceramente avergonzado, ha preferido sortear la humillación sin dejar de pedir públicas disculpas a los ofendidos, en primer lugar, el agredido . Si es cierto que le propinó un zurdazo al barítono William Thomas al final de la ópera de Hector Berlioz, en un festival dedicado a este autor, en Francia, por motivos ocultos, su acción resulta a todas luces censurable, salvo que se produjera en el contexto de un filme del estos días recordado John Ford. Viejas cuentas que se saldan entre alcohol (parece que el director sostenía entre sus manos una pinta) y música: aquí la de Berlioz, tan proclive a los excesos que también puede propiciarlos, ya había concluido. No son formas, y en todo caso hay que ponderar la conducta del joven cantante: a sus 29 años, si hubiera respondido, podía haberle traído al anciano Gardiner, de gran envergadura y gesto aún ágil pero con 80 años ya a sus anchas espaldas, una desgracia considerable.

En otro momento, este incidente se habría saldado de manera distinta, con una disculpa sincera (el alcohol, el calor, la ausencia de medicación, un cóctel terrible agitado por Berlioz) y un apretón de manos. La gira hubiera continuado su curso y todos felices. Y no, no se trataría de ocultar, si no de darle el debido tratamiento de acto privado entre dos personas adultas que han pasado por un trance penoso, pero en ningún caso definitivo. Entre ambos, hubieran podido superar el escollo y continuar adelante con sus vidas, haciendo música, quizá aún incluso juntos, como ya no ha podido ocurrir en los Proms londinenses.

Episodio desafortunado

Pero vivimos unos tiempos en los que que hasta un inoportuno eructo, si se produce en público, es susceptible de convertirse en un terremoto que pueda llevarse por delante al «infractor». Las redes lo magnifican todo, cuando no lo encharcan, y Gardiner ha tenido que retirarse, al menos, hasta final de año, según un comunicado en el que ninguno de los que lo hemos tratado nos parece reconocerlo en la parte que asegura haber suspendido sus próximos conciertos para «centrarse en su salud mental». Un episodio desafortunado no sitúa a un hombre de sus excepcionales cualidades en esa frontera de la fragilidad mental que ahora goza de tanto prestigio.

Si como excusa, sirve para que la jauría le dé un respiro, y pueda volver en 2024 a los escenarios, donde seguramente aún tiene algunas cosas que aportar, fantástico. En cualquier caso, de aquí a allá purgará su condena al lado de su encantadora esposa, Isabella de Sabata (nieta del gran director italiano), en su hogar, con más tiempo libre para seguir cultivando el huerto y el jardín, concibiendo quizá un nuevo libro (¿Monteverdi?) y estudiando a los compositores que adora, como ese Bach con cuyas cantatas llegó a peregrinar por el norte ibérico en jornadas inolvidables, con las que nos iluminó a todos.