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César Wonenburger
Historias de la música

Eduardo Brito, el loco egregio que cantaba zarzuela

El barítono caribeño triunfó en España, donde protagonizó una de las primeras grabaciones de «Los gavilanes» de Guerrero, y participó en películas antes de perder la razón

Eduardo Brito y su mujer, Rosa Elena Bobadilla

La imagen podría recordar a aquella otra de Amadeus, con Salieri en el manicomio reivindicando su olvidada grandeza entre los pobres desgraciados que lo rodeaban: «Mediocres de todo el mundo, yo os absuelvo», les suelta ante su indiferencia el novelado rival de Mozart (Pushkin cultivó la fantástica idea del envenenamiento). Antes, Milos Forman ya había retratado la locura en sus aspectos más sórdidos con la principal colaboración de Jack Nicholson en otra de sus más célebres películas, Alguien voló sobre el nido del cuco. Pero la escena se traslada ahora a un clima más amable, y en este caso parece que ocurrió de verdad; aunque aguarde al talento de algún guionista, y director, capaces de trasladarla a la gran pantalla. Ingredientes para una gran historia cinematográfica no le faltan.

Canciones populares

A mediados del siglo pasado, entre la mugre de un psiquiátrico situado en San Gregorio de Nigua, el lugar de Santo Domingo donde se produjo el primer alzamiento de esclavos negros en América como respuesta a las brutales condiciones durante el procesamiento del azúcar, un hombre de apenas cuarenta años, prematuramente vencido por la enfermedad, canta para los compañeros de insania. Su voz, de la que conserva un hilo, aún mantiene intacto el magnetismo, mucho de su poder expresivo, lo que le permite desgranar durante horas, para el embelesado auditorio, el repertorio de canciones populares con las que había logrado triunfar no hacía tanto: Siboney, Te quiero, dijiste, Nubes de ensueño, Aquellos ojos verdes, Lucía (compuesta sobre los versos del gran mandatario dominicano, Joaquín Balaguer) y alguna romanza de zarzuela.

A Brito se le anunciaba en solitario, en letras más grandes que las de las propias obras representadas, como 'el eminente divo barítono'

Entre estas últimas, quizá la gran favorita fuese Calor de nido, uno de los números más esperados, y agradecidos, de Katiuska, de Pablo Sorozábal, autor además de La tabernera del puerto, y bajo cuya ilustre batuta grabaron discos de música lírica española desde aquel demente abandonado por la suerte en sus últimos días hasta una de las actuales mujeres más ricas de España, Isabel Castelo, propietaria de «Ocaso». Sólo una década antes de su infortunio, Eduardo Brito, que así se llamaba el hombre, había cautivado al público del Teatro Nuevo de Barcelona, en cuya temporada de zarzuela su nombre aparecía destacado en los carteles por encima del resto de los protagonistas de los otros títulos ofrecidos (Los Claveles, Bohemios, …). A Brito se le anunciaba en solitario, en letras más grandes que las de las propias obras representadas, como «el eminente divo barítono» (sic).

Chico de los recados

Si Eduardo Brito hubiera nacido en Austria, seguramente habría sido más que un digno rival de Richard Tauber, el monarca de la opereta. Porque además, con un poco de estudio encaminado a tales fines, una técnica algo más desarrollada, podría haber descollado seguramente como tenor. Pero a Eleuterio Brito le tocó arribar a este valle de lágrimas en Blanco de Luperón, cerca de la bella Puerto Plata (República Dominicana), el 21 de enero de 1906. Y bastante pudo hacer dadas las circunstancias de su inexistente linaje: fue chico de los recados en un restaurante, limpiabotas, aprendiz de herrero, árbitro de boxeo y lo que se terciara para espantar la miseria antes de descubrir que el talento natural de su voz privilegiada podría procurarle un destino más adecuado para sus habilidades.

Cantaba como quien tira sin apuntar… pero siempre daba en el clavo

Brito se inició como cantante profesional en Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad más relevante de su patria antes de mostrar sus dotes artísticas en otros países del circuito caribeño, que le abrirían las puertas al gran salto americano. En Nueva York, además de realizar sus primeras grabaciones para la RCA y actuar en Broadway, llamó la atención de la viuda de Enrico Caruso y del compositor y empresario cubano Eliseo Grenet, en cuya jazz band, cuando vivía en La Habana, llegó a participar como pianista sustituto el gran Jorge Bolet, uno de los más grandes intérpretes modernos de las obras de Liszt. Grenet había creado una compañía de artistas por la que pasaron hasta los padres de Rita Hayworth y se propuso hacer de Brito uno de sus estandartes cuando decidió viajar a Europa para representar zarzuelas y operetas.

El primer gran éxito de aquella «troupe» fue La Virgen morena, con libreto de Aurelio Riancho, colaborador de Ernesto Lecuona, que ya habían estrenado en Cuba, en 1928. La representaron en Barcelona, siete años más tarde, en el Teatro Nuevo, y luego en París, con excelente acogida, lo que le sirvió al joven Brito en su breve carrera como barítono, para la cual se había preparado durante su paso por Nueva York estudiando con un destacado maestro de la época, Francesco Serafini. No lo suficiente: estaba casado, tenía dos hijos y había que trabajar. Pero como explica Arístides Incháustegui, principal biógrafo del intérprete, sabía «solucionar cualquier problema vocal con donaire y cantaba -ya alguien lo dijo alguna vez de Gardel-, como quien tira sin apuntar… pero siempre daba en el clavo».

Triunfo en la zarzuela

Además de sus actuaciones en varias ciudades españolas, la apreciada nobleza de su voz, dotada de un timbre pastoso, reconocible y con gran facilidad para alcanzar las notas más agudas, le sirvió para grabar algunos discos con la empresa Odeon. Podría decirse que su contribución es la principal baza de uno de los primeros registros que se hicieron, casi al completo, en 1936, de Los gavilanes de Jacinto Guerrero, la zarzuela con la que triunfó durante seis meses consecutivos en Barcelona. Su interpretación rivalizaría con la de la gran estrella española de la época, el barítono Marco Redondo, de carrera más longeva y rutilante.

Con otros medios, preparación y ambiciones, Brito podría haber alcanzado seguramente la celebridad y el estatus de una gran estrella de la ópera

Sea por el estallido de la Guerra Civil, o por sus ansias de conquistar nuevos escenarios, Brito y su pareja, la bailarina Rosa Elena Bobadilla, no se establecieron en España por más tiempo. Ofrecieron varias actuaciones en Centroeuropa, de las que permanece un único testimonio audiovisual, su participación conjunta en el número de variedades que puede verse en Harmonika, la película que en 1937 rodó en Checolslovaquia el director Jaroslav Votja. Las imágenes muestran en una de las escenas a Brito en compañía de su esposa y hermana, con vestuario que acentúa el supuesto exotismo caribeño, mientras cantan y bailan (él también se sirve de unas maracas) María la O de Lecuona para los elegantes asistentes a un night club.

Esa secuencia de inspiración alegre, aunque el público convocado parezca más bien estar asistiendo a la interpretación de una sinfonía de Bruckner, refleja la vida del artista destinado a entretener a los demás con los recursos que le han sido proporcionados para cultivarlos en la medida de lo posible. En su caso, con otros medios, preparación y ambiciones, Brito podría haber alcanzado seguramente la celebridad y el estatus de una gran estrella de la ópera.

Voz y presencia

Cualidades no le faltaban, a su voz unía además la presencia. Pero quién sabe si las complejas condiciones de la vida en la convulsa Europa de su tiempo, presa de las locuras bélicas; las adversidades que trae la mala suerte junto a decisiones equivocadas (perdió gran parte de lo ganado en la crisis financiera de EE.UU.), y las enfermedades (en Nueva York ya le habían dicho, en su momento, que para curarse de unos males tempranamente diagnosticados precisaba un reposo que estaba lejos de poder permitirse) se interpusieron entre Verdi y su errático deambular de guarachas y merengues.

De cualquier manera, su talento, esa voz que todavía emociona en los registros que han quedado de él, como su legendaria interpretación de Mi aldea, la romanza de Los gavilanes que él dotaría en el regreso a su patria con tintes muy personales, siguió desplegando parte de su magia durante algún tiempo más. Brito volvería a Nueva York, actuó en el Colón de Buenos Aires y protagonizó una serie de funciones de Marina junto al mítico Hipólito Lázaro, en La Habana, antes de buscar un último refugio en su Quisqueya adorada. Allí no encontró demasiado afecto ni comprensión. Cuando su mente se quebró ante los avances de una sífilis que se cebó con su cerebro, aquel regreso a sus orígenes constituyó, en cierto modo, una vuelta indeseada a las penurias de sus primeros días.

Solía enriquecer los baños permitidos en el pisquiátrico cantando el Ave María de Schubert

Pero él continuó cantando. No muy lejos del psiquiátrico donde expiraría, en la playa de Najayo, cuyos grises arenales aún la resguardan del turismo masivo proporcionándole una paz deleitosa, cuentan (lo afirma el psiquiatra Apolínar De los Santos) que el barítono solía enriquecer los baños permitidos cantando el Ave María de Schubert, antes de sumergirse en aguas cálidas. También dicen que el empleado que lo encontró muerto en su penoso habitáculo, la víspera de Reyes de 1946, exclamó al descubrir el cadáver: «Ya murió ese locazo». Se equivocaba. Puede que su lacerado cuerpo yaciera allí, pero su recuerdo aún no se disipa. No lo hará mientras se preserven las grabaciones (no son tantas, pero suficientes) que justifican una vida, al tiempo que enriquecen las de los demás, como siempre se propuso. Bendito «locazo».