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Reparto de «El Caballero de Olmedo»

'El Caballero de Olmedo', Lope de Vega bajo el prisma de 'El Rey León'

El Teatro de la Zarzuela confía su apertura de temporada a un joven compositor, Arturo Díez Boskovich, especializado hasta ahora en bandas sonoras y musicales

Cuatro o cinco mandarines mantuvieron secuestrada la creación musical desde casi la segunda mitad del siglo pasado. Los mismos que prescribían lo que se podía componer y lo que no, según sus propios, elevados criterios. Todo aquel que se apartara de la férrea ortodoxia «oficial» era susceptible de ser enviado al desván de la historia, condenado al ostracismo de lo extemporáneo, por no atenerse a los códigos establecidos por estos gurús: el público poco importaba, había que mostrarse «modernos» a toda costa.

Una modernidad que consistía básicamente en adoptar modelos de expresión tales que, convirtiendo en anatema la trasnochada tonalidad, en delito la melodía, debían adoptar sin cuestionarlas las últimas corrientes reconocidas por esa denominada vanguardia que, por ejemplo, convirtió un espectáculo de raíz popular, como la ópera, el equivalente al cine hasta los inicios del siglo XX, en sesudo laboratorio de propuestas voluntariamente alejadas del gusto del aficionado común. Ya no bastaba con dejarse seducir por la música (considerada en buena medida como el narcótico preferido de la burguesía); sobre todo era preciso que esta inquietara, aunque las más de las veces sus calculadas provocaciones se tradujeran en bostezos y cabezadas, salvo para cuatro iniciados.

Las nuevas generaciones de compositores ya no reconocen ese sagrado deber de rendirle pleitesía a sus antepasados más recientes

Por supuesto, todo lo dicho es una exageración, una caricatura, pero en buena medida la historia musical de los últimos sesenta años ha estado marcada por las presiones de ese sanedrín que, con todas sus ramificaciones (los compositores que aceptaron subirse a aquel carro ganador desde sus respectivos pueblos, buscando su ración de protagonismo; los intérpetres especializados que pudieron construir una carrera en un nicho menos competitivo que el de los consumados «mozartianos», y buena parte de esa crítica siempre dispuesta a vestir al rey para asegurarse su propia superioridad moral), impuso al resto su particular canon, repartiendo aquí y allá diplomas de buena conducta según se adoptasen las reglas trazadas por ellos, las mismas que han proporcionado el acceso a encargos, premios, cursos y otras prebendas.

Pero como no hay mal que cien años dure, (y aquella vanguardia surgida de los laboratorios de Darmstadt ni si quiera ha llegado a cumplirlos), las nuevas generaciones de compositores, con el deber de «matar al padre» inserto en sus genes, ya no reconocen, en muchos casos, ese sagrado deber de rendirle pleitesía a sus antepasados más recientes. Muchos de ellos han preferido saltarse la proximidad del árbol genealógico buscando sus raíces en las obras de esos autores, algo más alejados en el tiempo, que cultivaron el noble vicio de la claridad, entendida como el deseo de establecer una comunicación más franca, fluida y espontánea con los destinatarios de sus creaciones. Al fin y al cabo, aquellos tuvieron que vérselas con la ley del libre mercado, esa esclavitud, para ganarse la vida; en lugar de servirse de las peticiones sufragadas por toda suerte de administraciones públicas, universidades o fundaciones orientadas a la necesaria promoción de lo residual.

Ópera acogida con mucho interés

En esas estamos, y así hay que entender las manifestaciones recientes de jóvenes músicos como Arturo Díez Boscovich, o incluso del más maduro, Juan Durán (autor de O Arame, de notable impronta verista), quienes estos días, en distintas publicaciones (aquí mismo) reivindican la posibilidad de volver a conectar con audiencias más amplias que el reducido ceńaculo, casi siempre compuesto por profesionales de la música, al que suelen ir destinadas las obras de los epígonos más estrictos de Pierre Boulez. Así que vuelven la tonalidad y la melodía, mientras el propio Díez Boscovich, autor de El caballero de Olmedo, la ópera que acaba de inaugurar la presente temporada de la Zarzuela, se proclama deudor sin complejos ya del gran Puccini, como del responsable de soberbias bandas sonoras para el Hollywood clásico, y de la estupenda ópera La ciudad muerta, ese Erich Wolfang Korngold para el cual la música cinematográfica se trataba esencialmente de «música operística sin palabras cantadas».

Díez Boscovich ha tenido el raro privilegio de someter su recién parida ópera al favor del público, que la ha recibido muy bien, de manera más entusiasta en el estreno (casi siempre un acto protocolario, familiar y amistoso) que en funciones sucesivas, donde también fue acogida con mucho interés. Quizá se haya valorado ahora, sobre cualquier otro empeño, ese deseo de agradar más que de demostrar sus habilidades para esa suerte de intrincada fórmula matemática en la que las sensaciones o impulsos sustituyen a la antaño reinante emoción, algo tan primario y difícil de lograr, sinónimo de la música que hasta ahora se exhibía bajo el único sello de lo más rabiosamente actual.

Similitudes a la 'Cavalleria rusticana'

El protegido de Antonio Banderas (es responsable musical del teatro que el actor explota en Málaga) se muestra, en ese sentido, demasiado ansioso por mostrar de inmediato todas sus cartas, lo que casi desde la misma obertura redunda en una cierta vacua grandiosidad, caracterizada por un sonido ampuloso, como a menudo ocurre con las bandas sonoras , o las partituras de musicales, al subrayar tal o cual momento culminante de la acción. Solo que en este caso, esos momentos de máxima tensión parecen todos y cada uno de los números de una ópera en la que apenas se halla un instante de sosiego, un remanso de intimidad poética ni para los cantantes ni para la propia orquesta, empeñada en promover poderosos clímax a cada pocos compases.

Hasta los dos dúos amorosos de los protagonistas parecen el de Cavalleria rusticana entre Turiddu y Santuzza, salvando las imposibles distancias; en lugar de prodigarse cariño pareciera como si en cualquier momento uno le fuera a espetar al otro: A te la mala Pasqua!, pero con peor música. Esa misma grandilocuencia que traduce la partitura hasta el hartazgo, sin que casi en ningún momento brote la emoción genuina, anticipándola, sosteniéndola y amplificándola, como tan sabiamente lograba Puccini, se traslada a un canto crispado, hasta poner en constantes aprietos a los intérpretes, obligados casi siempre a mantenerse en los extremos de la tesitura, desdibujando los personajes, renunciando a otorgarles mayor espesura (y lirismo) que el texto original.

Un buen reparto

Lo que puede resultar propicio para un drama de la potencia e intensidad asfixiante de una Elektra no lo es en la obra de Lope de Vega, por más que en el fondo se proponga denunciar esa cerrazón mental tan próxima de nuestras propias costumbres y actitudes hispanas, el odio visceral hacia el diferente, la envidia y los celos que proyectan la propia mediocridad hasta procurar la aniquilación del otro, eterno rival en ingenios, amores, belleza, talento o fortuna. Por suerte, todo el reparto, especialmente compacto en esta ocasión, bien armado como pocas veces sucede últimamente en los teatros capitalinos, supera con creces el reto, sobre todo en lo que respecta a los tres elementos principales.

La soprano Rocío Pérez, desaprovechada en las programaciones españolas, y que parece haber encontrado un hueco creciente, en cambio, en La Fenice veneciana (que disfrute el momento), se muestra tal que siempre, magnífica actriz, implicada y desenvuelta, musical, con una voz bien asentada en una técnica de buena ley que le permite manejarse a sus anchas por las alturas, sin perder color, proyección ni firmeza en otras franjas. Obtuvo un merecido triunfo personal, lo mejor de la representación. A Joel Prieto creo recordar que ya lo tuvo como compañero en un Falstaff, dándole la réplica entonces como el enamorado Fenton. La química desarrollada entre ambos es evidente, pero ahora el tenor muestra un registro agudo más desahogado, sin liberarse del todo, y un caudal más pleno.

Escritura concebida para retratar el mal

Hay que destacar, además, al otro tenor, Francisco Pardo, arrinconado en el coro de la casa, que en su crucial fragmento grabado dio muestras de poseer cualidades para destacar en empeños de mayor enjundia. Al barítono Germán Olvera se le exige más reciedumbre que un canto florido, así que cumple con creces, en una prestación sobre todo efectista, por las propias demandas de la tensa escritura, concebida para retratar con cierta tosquedad el mal en estado puro: desde luego no estamos ante el Jago de Shakespeare/Verdi, pero su concreción musical resulta demasiado plana, desprovista de aristas.

Cumplen sobradamente el resto de los cantantes convocados (Berna Perles, la Beller Carbone, ...) con mención especial para el siempre eficaz bajo Amoretti, que aporta unos instantes de verdadera nobleza e introspección en la despedida de su empleador, previa a la traca final. Como también funcionaron adecuadamente los miembros estables del propio teatro, orquesta y coro, bajo la batuta clarificadora, atenta, dúctil de un García Calvo al que seguramente echaremos de menos tras su salida, no sabemos si voluntaria o forzada por los compromisos de la nueva dirección.

Se consolida la costumbre de hacer aparecer sin camisa a los miembros masculinos más fornidos del elenco

De la puesta en escena del siempre sobrevalorado Lluís Pasqual cuando decide subirse al carro lírico (nada que objetar al resto de su laureada carrera), puede decirse que, a pesar de los cortes aplicados en el texto, no suma ni resta nada a la propuesta del autor, lo cual ya es bastante en estos tiempos. Se limita a recorrerlo simplemente aportando claridad, apoyado en un eficaz empleo de las luces, un lucido vestuario y una escenografía que recuerda a los hoy denostados telones, una vuelta de tuerca basada en unos paneles movibles sobre los que se proyectan las imágenes de Aleu, que valen lo mismo para un roto que para un descosido en su sutil evocación de los ambientes sugeridos, una vaga ensoñación de los paiasajes castellanos.

Por cierto, no me resisto a comentar lo siguiente, aunque tildarme puedan sin ningún criterio de homófobo, me da igual. En las recientes obras dirigidas por gays, se consolida la costumbre de hacer aparecer sin camisa, como si la ocasión lo requiriese, a los miembros masculinos más fornidos del elenco, impelidos de ese modo a exhibir sus torsos. Posiblemente se disfrace este recurso como una manera de «denunciar» las injusticias sufridas en el pasado por tantas mujeres, obligadas a hacer lo propio por colegas sin escrúpulos, criados en el machismo más rancio. Solo así podría entenderse esta práctica cada vez más habitual que, en el caso contrario, de producirse hoy, ya habría levantado enérgicas protestas y provocado traumáticas cancelaciones. Hay que ver….