Centenario de Maria Callas
Siete grabaciones para otros cien años, al menos
Por el centenario de la inmensa soprano Maria Callas, El Debate recoge las mejores grabaciones completas de óperas escogidas, de Aida a Norma pasando por Tosca, «la mejor grabación de la historia»
Al cumplirse hoy mismo el centenario de Maria Callas, la soprano más relevante de todo el siglo XX, hemos creído oportuno trazar un itinerario de nueve años en una carrera que no fue demasiado longeva. Las siete entre sus grabaciones completas de óperas escogidas condensan los mejores logros y virtudes de esta artista suprema, a la que es preciso reivindicar por encima de toda la vana cháchara destilada estos días acerca de los avatares de su vida fuera de los escenarios, en ocasiones más conocidos (tantas veces falseados) que su propias contribuciones artísticas.
Quien busque asomarse a los entresijos del mito para comprenderlo en su esencia, no hallará recurso mejor que sumergirse en los retratos humanos con los que revolucionó la escena lírica de su tiempo, propiciando que personajes a menudo descoloridos por el polvo acumulado durante demasiado tiempo adquiriesen de pronto una nueva vida, más intensa, próxima y reveladora.
Por su supuesto, no están todas sus grabaciones (faltarían, por ejemplo, sus extraordinarias encarnaciones de Lady Macbeth, Amina, Anna Bolenna o incluso Turandot), pero con lo aquí reseñado hay más que de sobra para comenzar a forjarse una idea cabal acerca de su absoluta trascendencia en la moderna interpretación musical. O, tanto o más importante, despertar ideas o emociones inéditas que nos protejan frente al hastío. ¡Larga vida a «La Divina»!
«Aida» (México, 1951): una fuerza de la naturaleza
La Mery Kagelopouros que había velado sus principales armas en Grecia, bajo la guía atenta de la española Elvida de Hidalgo, comenzaba a despuntar. Latinoamérica aún gozaba de una selecta burguesía ilustrada, que incluso podía permitirse disfrutar de los grandes nombres del momento en espectáculos con la dignidad que se le suponía a los de la vieja Europa. En México, la por entonces Maria Meneghini Callas dejó algunos destellos de su inimitable clase en visitas como esta en particular, de 1951, donde cantó Aida en compañía de Mario del Monaco, un joven Giuseppe Taddei y Oralia Domínguez, nada menos.
La esclava sumisa que otras encarnaban, escindida entre el amor a la patria, la pasión recién descubierta y la impuesta obediencia, se transmuta aquí en una fiera enjaulada que reclama su propio lugar de honor. Las sopranos dramáticas podían darse con un canto en los dientes si eran capaces de alcanzar un do: el de los sobreagudos era territorio reservado para los «jilgueros», las lírico-ligeras, con sus vocecitas minúsculas pero bien extensas. De pronto, al final del acto segundo, por encima de todos sus compañeros, orquesta y el coro, la Callas se saca de la manga un mi bemol fustigante, que aún debe campanear sobre el techo del Palacio de Bellas Artes. El público enloqueció. La ópera tiene su parte de circo, pero requiere de los acróbatas precisos.
«Armida» (Florencia, 1952): el redescubrimiento del Rossini serio
Recuerdo muy bien, de los cursos de formación de jóvenes cantantes que compartimos, pero también de tantas conversaciones inolvidables, que al moderno gran divulgador de Rossini, Alberto Zedda, no le gustaban nada las sopranos «anémicas» para interpretar a su compositor de cabecera. Podía soportar alguna imprecisión técnica, siempre en aras de una encarnación dramática global que transmitiera cuanto acecha entre la notas.
A eso dedicó este renombrado director una parte esencial de su vida; pero antes de iniciar el recorrido que propició el «Renacimiento Rossiniano», fue preciso que apareciera una cantante capaz de sentar las bases para lo que vendría después. Por supuesto, fue ella. Ya al abordar la Fiorilla de El Turco en Italia o la Rosina de El Barbero de Sevilla lo hizo bajo una nueva perspectiva, más fresca y perspicaz, un concepto que se aproxima a una visión actual de la mujer.
Pero sobre todo, esa mezcla ideal de inteligencia y recursos dramáticos, puestos al servicio del compositor, sirvió para orientar el interés de los aficionados hacia las «óperas serias» de Rossini, que prácticamente habían desaparecido de los escenarios. Su interpretación de Armida propició que se volviera a abrir esa puerta por la que más adelante habrían de colarse monumentos olvidados como Semiramide, La donna del lago o Ermione, en los que genuinamente se aprecia el valor de un músico a veces subestimado.
«Tosca» (Milán, 1953): la mejor grabación de la historia
Siempre son preferibles las grabaciones realizadas en los teatros, aunque a veces haya que confiar en los métodos rudimentarios empleados por los aficionados «corsarios», que no podían garantizar el mejor de los sonidos. A cambio, estos registros vivos constituyen casi siempre documentos más fidedignos del arte verdadero de un intérprete que los experimentos realizados en los estudios discográficos, tantas veces parecidos a las operaciones de puesta a punto de Frankenstein.
No obstante, en ocasiones, ese celo que algunos artistas logran poner por intentar reproducir las condiciones ideales que muchas veces no encontramos ni siquiera en el curso de una representación, ofrecen al coleccionista un documento digno de su mayor aprecio. Esta en particular es histórica, resultó modélica en ese sentido (como recordamos en una de las pasadas «Historias de la música» publicadas en El Debate).
El legendario director Victor de Sabata puso todos los recursos de La Scala al servicio de poder legarle a la posterioridad una Tosca que se seguramente habría contado con la bendición de Puccini. Giuseppe di Stefano y Tito Gobbi se suman al festín, pero la invitada principal aquí es una Callas opulenta de medios, como siempre al servicio de la milimétrica construcción del personaje. La fantasía, la flexibilidad de los acentos, esa manera suprema de frasear resaltan todos los contornos de la protagonista: la sensualidad, los celos, el instinto, la desesperación…
«La Traviata» (Milán, 1955): encuentro decisivo con su cómplice, Visconti
La Callas comenzaba a forjar a su mito, para lo cual fue decisivo el encuentro con Luchino Visconti. El director italiano contribuyó a tallar aquel diamante en bruto, cuyos andares guardaban lejano parecido con los de un estibador de los muelles de Marsella, como de algún modo dejó reflejado el productor Walter Legge. La mujer obesa y miope, dueña de una voz singular, con una cultura precaria, de sus inicios, se convierte en manos del director italiano en una cantante-actriz que podía cumplir con los estándares de Hollywood y, a la vez, una sofisticada dama de la alta sociedad.
Visconti ejerció en cierta manera como su Pigmalión, reconduciendo su instinto dramático para hacer de ella un icono de la escena lírica, la primera soprano moderna, capaz de servir al mismo tiempo las necesidades actorales, desde el punto de vista físico hasta la adecuación de la gestualidad, y cantoras, ajustándolas para servir a los personajes con un realismo desconocido. Los resultados se verán en sus colaboraciones, pero permanecerán siempre con la artista, que a partir de entonces se preocupará por intentar rodearse de los mejores profesionales (Zeffirelli, puntual asistente de Visconti, lo relevó en algunas futuras ocasiones).
De aquel encuentro emergió una de sus mayores recreaciones, la Violetta verdiana, en la que destaca la fuerza, el sentido preciso que otorga a cada recitativo, ese punto de partida donde tantas veces anida la verdadera esencia del drama. Con Callas se hizo realidad aquello que Verdi perseguía con denuedo, la «parola scenica» (palabra escénica).
«Lucia di Lammermoor» (Berlín, 1955): el canto más allá del ñoño virtuosismo
Casi desde su misma aparición se insiste siempre en que la Tosca grabada por la Callas en 1953 es la mejor de toda la historia de la música grabada. Quizá esta interpretación en particular podría disputarle ese honor, y si no lo hace es quizá porque se trató de una grabación realizada «en vivo», y por tanto el sonido, procedente de los archivos de la radio alemana, no puede ser igual al que se edita en un estudio para un registro comercial. Desde luego, quienes vivieron esta representación de Lucia di Lammermoor, bajo la flamígera batuta de un inspirado Herbert con Karajan decidido a explorar hasta los límites la sabiduría teatral y los recursos musicales de Gaetano Donizetti, no eran quizá conscientes de haber asistido, en septiembre de 1955, a una de las noches de ópera más memorables de cuantas haya recuerdo.
El reparto, con un ardoroso Giuseppe Di Stefano y un vehemente Rolando Panerai, contribuye a redondear la faena. Esta vez sí, el bis del sexteto parece plenamente justificado, como reclama la algarabía de unos teutones en trance, que más parecen hooligans de un equipo inglés celebrando el gol decisivo. Por encima de todos, vuelve a brillar la soprano, capaz de restituirle a la protagonista su añorado espesor dramático, por años desfigurado tras el velo de un virtuosismo parcial y ñoño. La locura aflora en los adornos vocales no como mero vehículo para el lucimiento de una intérprete bien entrenada, si no como la única posibilidad de escape para una mente torturada por las injusticias.
«Medea» (Dallas, 1958): un ansiado reencuentro con sus orígenes
Su pasado griego, las raíces familiares y sus años de formación en Atenas, donde comenzó a pulir las armas que le servirían en el futuro para su triunfo internacional, la situaban casi desde el principio en la senda de los clásicos de su patria. De haber elegido la escena teatral, como una María Casares, seguramente habría resultado la intérprete ideal de Electra o Antígona sobre las tablas. Pero afortunadamente, Luigi Cherubini había mostrado su interés por crear una ópera a partir de la Medea de Eurípides.
La obra, casi desaparecida desde su estreno parisino, conoció numerosas versiones, hasta dar con la que finalmente fue redescubierta en Italia, en buena medida gracias a la posibilidad de contar con una intérprete como la Callas. A lo largo de su carrera, y mayormente después del éxito alcanzado con aquellas funciones también preservadas en disco, con un joven Leonard Bernstein, en La Scala, la cantó en numerosas ocasiones. Pero quizá ninguna alcanza la estatura trágica, unida a la sensibilidad, que logró en las funciones de este título ofrecidas en 1958 en Dallas. Además de contar con un Jasón ideal, como Jon Vickers, esta captura tiene el interés adicional de servir el debut internacional de Teresa Berganza, que recibió todos los parabienes de su reconocida colega.
Puede que la voz se encuentre en un mejor momento en la primera grabación de esta ópera realizada en La Scala, pero la intérprete se exhibe aquí en toda su plenitud de cantante-actriz, desvelando las dos facetas primordiales del personaje: la vengativa, referida no solo a la traición de su amado si no también al oprobio y desprecio social que percibe en tierra extraña, y la tierna (la relación con sus hijos, pese a su cruel destino, no es la de una simple madre asesina).
«Norma» (Milán, 1960): la encarnación que alumbró nuevos caminos
Giulia Grisi, que a decir de las crónicas de la época no era precisamente un ruiseñor, supo encarnar desde el inicio a la Norma ideal en la ópera de Bellini, una heroína trágica que ejerce a la vez de madre, amante y líder de su comunidad, sometida al poder invasor del poderoso enemigo romano. Pero después de ella, pocas cantantes (solo quizá la Ponselle) habían logrado iluminar todas las aristas de tan poliédrico personaje.
En algunas interpretaciones, solía privilegiarse el canto extasiado del Casta Diva, culminado por las acrobacias que suelen lucir más diáfanas y áreas en las voces de sopranos con un menor peso vocal. Otra vez, tuvo que ser Callas la que apareciera para hacerle justicia al personaje, insuflándole otros bríos y honduras, mostrando todas sus facetas, esa combinación ideal entre lo patético y lo heroico.
Encarnó con un desgarro y una fragilidad inéditas el dolor de la madre, sin dejar de resaltar la ira que resulta de la traición, hasta desembocar en ese épico final tan conmovedor, que adquiere todo su revelador significado cuando se encuentran los colores precisos con los que servir a las intenciones del poeta. Quizá se puedan hallar grabaciones más perfectas en su conjunto, sobre todo entre las primeras que realizó del personaje, pero esta tiene la oportunidad de convertir un defecto (a estas alturas la voz ya no era la misma) en virtud: la vulnerabilidad del personaje adquiere aquí una dimensión más acusada. Lo dúos con Franco Corelli, tenor en absoluta plenitud, son para enmarcar.