El 'Don Carlo' de Pasqual en La Scala devuelve la cordura a la ópera
Noche triunfal para Anna Netrebko y Elina Garança en la apertura de la principal temporada lírica mundial, con Pedro Almodóvar como invitado
Inauguración de La Scala, el acontecimiento musical del año para los italianos, aunque el Concierto del primero de enero de Viena tenga más audiencia en todo el mundo. La Rai, que convierte en espectáculo todo lo que toca (pero tiene un canal dedicado a la música clásica), entrevista a un visitante ilustre en su previa del acontecimiento. Pedro Almodóvar, que luego aprovecharía uno de los descansos para hacerse fotos con los miembros de la orquesta, comparecía por primera vez en esta cita mundana. Como la ópera elegida ha sido el Don Carlo verdiano, en parte basado en la obra homónima de Schiller que sirvió para difundir la «Leyenda Negra», el director de La mala educación aprovechó para arremeter contra lo que considera los tiempos oscuros de Felipe II, una figura controvertida, cuyo inmenso legado, con más luces que sombras, no puede despacharse con brocha gorda.
Almodóvar aseguró además que en la España actual no estamos tan lejos de aquella época, siniestra para él sin matices. ¿Se dispondría a comparar los desmanes de la Inquisición con los recientes tiempos de Sánchez y su pulsión autoritaria? Por el contrario, el paralelismo que él aprecia con los tiempos imperiales se refieren al vínculo entre el Rey Emérito y su hijo. Para quien lo desconozca, el Don Carlo refleja la más que tirante relación entre el infante don Carlos y su padre, Felipe II, que incluso acusa a su hijo, al que previamente le ha birlado a su novia (Isabel de Valois), de pretender encabezar una rebelión en Brabante que puede concluir con su asesinato. Almodóvar no llega a elaborar sus tesis, sus balbuceos en un italiano precario son interrumpidos por la presentadora para dar paso a otro de los invitados.
La UNESCO reconoce el canto lírico
A telón bajado, antes de iniciarse la ópera, el director del teatro, Dominique Meyer, anunció que todo estaría bien, los cantantes se encontraban en perfecta forma (unas palabras que más tarde debería rectificar sobre la marcha), y se congratuló del anuncio de la UNESCO, que el día anterior había reconocido al canto lírico italiano la condición de patrimonio inmaterial de la humanidad. Estallaron los aplausos. Con extraordinario vigor, la orquesta interpretó el himno del país, ante la ausencia por primera vez en mucho tiempo del presidente Matarella, que nunca solía perderse el solemne acontecimiento. Lenguas viperinas sostienen que no quiso ir esta vez porque una de las protagonistas, la soprano rusa Anna Netrebko, no se ha manifestado del todo en contra de las intenciones de Vladimir Putin (el mentor de la cantante, Valeri Gergiev, acaba de ser nombrado director del Bolshoi), y por ello se encuentra vetada en los teatros de Estados Unidos, Inglaterra y algunos entre los alemanes.
Allí donde no llega el texto, la excelsa música de Verdi ya se ocupa de sondear íntimamente el interior de sus torturados personajes
España lleva algunos años intentando que la zarzuela se convierta en Patrimonio de la Humanidad, sin demasiado éxito. Quizá el recadero Iceta haya sido enviado a París para cumplir con ese encargo en la Unesco. El director de escena de este Don Carlo, Lluís Pasqual, logró un gran escándalo con Doña Francisquita, no hace tanto, en el teatro de la calle de Jovellanos. Allí se organizó una buena, casi cada noche (con algunas personas pidiendo hasta el libro de reclamaciones), cuando decidió podar una de las grandes obras maestras de todo el teatro lírico español: entre otros afeites, se eliminaron los diálogos, parte esencial de la zarzuela.
Pero en la Scala, este antiguo discípulo de Giorgio Strehler (quizá el gran hombre de teatro que mejor entendió la ópera, legando puestas en escena que aún se recuerdan: alguna puede disfrutarse aún en el propio canal de este coliseo), ha mantenido ahora una escrupulosa atención al detalle. No vulnera ni en su más mínimo matiz un libreto que no precisa de demasiadas interpretaciones: allí donde no llega el texto, la excelsa música de Verdi ya se ocupa de sondear íntimamente el interior de sus torturados personajes.
Toda dramaturgia se resuelve escuchando atentamente esta música que para algunos representa «la biblia» de Verdi, donde se condensa la sabiduría completa, acumulada por un creador cuya obra puede compararse con la del alpinista, que parte del trazado inicial de un itinerario y poco a poco va escalando, conquistando estaciones, a veces escogiendo algún atajo, hasta culminar el trayecto a la cima. En el caso del compositor italiano, su objetivo consistía en dotar al drama de concisión y coherencia, plasticidad e interés (sabía que nunca se debe aburrir al público), hasta lograr la ansiada fluidez, la unión eficaz, vivificante, entre música y palabra, que sirviera para coser las costuras internas, sin que apenas pudiera apreciarse, del antiguo «recitar cantando» (actuar a través de la voz).
Verdi y sus temas, pero más pesimista
Del original de Schiller, a Verdi le interesaron sobre todo los conflictos entre sus personajes principales, y muy poco el asunto de la «Leyenda Negra». «Copiar la realidad podría ser buena cosa, pero inventarla es mejor», había dicho en una ocasión. Y no le preocupaban tanto los detalles, el contexto (que Schiller exagera en la línea de los escritores que tenían una idea sesgada, parcial del antiguo imperio español), como la posibilidad que la historia allí reflejada le ofrecía para explorar algunos de los temas que le interesaron siempre: la imposibilidad de encontrar el amor en un mundo que conspira ante cualquier posibilidad de una existencia vagamente feliz; los entresijos de la lucha por el poder en el que toda ansia de libertad queda supeditada al predominio de fuerzas oscuras, que superan al individuo; la complejidad de las relaciones paterno-filiales, …
El mayor acierto de la puesta en escena de Pasqual consiste en reflejar fielmente el decadentismo de unos protagonistas hastiados de sus vidas
En Don Carlo sus tesis habituales se tornan aún más sombrías, situando a sus personajes en los límites de un cierto «decadentismo» que Massimo Mila supo apreciar tan bien. Y el mayor acierto de la puesta en escena de Pasqual consiste, por ello, en reflejar fielmente ese decadentismo de unos protagonistas que se diría hastiados de sus vidas, de los esfuerzos por escapar de sus adversos destinos. Sólo el personaje del marqués de Posa logra en ocasiones superar esa pulsión negativa abrazando un idealismo que en cierto modo reflejaría también la naturaleza rebelde del compositor, su radical inconformismo, que en el teatro le hizo concebir obras maestras de estatura shakesperiana y en la vida alejarse voluntariamente de la gente, volcándose en la esposa.
Pasqual no recarga la atmósfera ni exagera los matices, que en algunos otros directores se convierten en obvios tics (sobre todo a la hora de reflejar las taras del infante, ni siquiera Visconti escapó a esa tendencia), dejando que las miradas, los gestos, el maquillaje reflejasen los distintos estados de ánimo. Su propuesta se prolonga en la espléndida labor de vestuario de Franca Squarciapino, precisa, puntillosa sin caer jamás en la ostentación, como en la eficaz escenografía de Daniel Bianco, quizá un punto reiterativa en el empleo de ese elemento central, el cilindro de alabastro, que sirve para todo, pero en cualquier caso muy pertinente a la hora de sugerir los distintos ambientes, sujetos a esa atmósfera opresiva, monumental, que se cierne sobre los personajes, sumando otro peso al de sus propias cuitas existenciales. Buen trabajo, también, el de Nuria Castejón en la coreografía de la escena de los jardines, logrando de la Eboli, la gran Elina Garança, movimientos muy adecuados de notable belleza.
Si quisiésemos a un Zefirelli, en su día, ya tuvimos al nuestro
En el debe de esta puesta en escena podríamos mencionar el escaso protagonismo que Pasqual concede al coro en una escena tan crucial como la del Auto de Fe; la discutible elección de situar al rey Felipe en el centro del retablo, como si él mismo encarnara a la Divinidad, cuando precisamente su mayor pesar es tener que plegarse ante los representantes del poder celestial y en su fuero interno se advierte una cierta simpatía hacia las causas liberales (Verdi se preocupa por ofrecer un retrato poliédrico del monarca, nada maniqueo); o la absurda «llamita» final evocadora de las inmensas piras donde se tostaba a los desleales. Pequeños puntos negros frente a la colección de dislates, mamarrachadas y caprichos de los directores de escena que desconocen la ópera y que suelen aceptarse hoy como una innecesaria concesión a estos tiempos en muchos de los principales teatros de ópera (véase el Rigoletto madrileño de estos días).
La elegancia de la propuesta
En general, los comentarios al trabajo de Pasqual han sido positivos en Italia, resaltando como máxima virtud la elegancia recabada por el conjunto, las líneas puras de la escenografía, el magnífico vestuario, la dirección de actores… Aunque al final, en los saludos, el equipo escénico no se libró de recibir algunos abucheos. Había ganas de mostrar un cierto descontento, que ya se hizo visible cuando, en uno de los entreactos, se escuchó alguna protesta dirigida al responsable musical, Riccardo Chailly.
Quizá algunos italianos hayan sentido ahora que el director español fuera a La Scala a jugar la baza del desaparecido Zeffirelli (cuya puesta a en escena de 1992 de este título ha podido ser una referencia para Pasqual). «Si quisiésemos a un Zeffirelli, en su día, ya tuvimos al nuestro», pudieron protestar. O quién sabe… quizá el mensaje de los «nuevos directores» haya calado tanto que en cuanto lo más tradicional vuelve a llamar a las puertas se despiertan las iras en un sector del público. Y aquí no puede decirse que sea el más joven: la función previa dedicada a los menores de treinta años se saldó con un éxito clamoroso, incontestable.
El citado Riccardo Chailly, maestro concertador, posee notable bagaje lírica y conoce a fondo la partitura en todas sus versiones: la novedad de los violonchelos en la escena de Felipe II, todos al unísono, es una de las incorporaciones de esta versión en cuatro actos, que supuestamente era la preferida por el autor, por su concisión. Su lectura ha sido estimable en la búsqueda del equilibrio, propiciando sobre todo el empaste, la redondez en detrimento de un mayor brío, sobre todo en las escenas de conjunto, menos espectaculares que en otras versiones. Le costó mantener la tensión hasta el final por falta de un mayor vigor, pero la respuesta, tanto de orquesta como del coro resultaron formidables. En los acompañamientos, en ocasiones pecó de una cierta lentitud.
Elina Garança, aclamada
En la parte vocal, se añoraron los repartos históricos de otros años del Don Carlo en la apertura, particularmente los del añorado Claudio Abbado, cuando en una misma noche se lograba reunir a Carreras, la Freni, Ghiaurov y Cappuccilli, … Definitivamente, eran otros tiempos y ahora toca arar con lo que hay, que a veces no resulta tan poco. Desde luego, la Eboli de Elina Garança, vitoreada durante toda la función y santificada en los saludos, puede medirse con cualquiera de las grandes referencias históricas. No es fruto de la casualidad, estos días ha recibido en Milán la visita de su profesora para preparar un rol que no es nuevo para ella, como si lo debutara o fuese una principiante.
Ese mismo rigor se traduce en una prestación ejemplar, una adecuación casi perfecta (la dicción aún puede mejorarse) a las necesidades del personaje, desde las más estrictas del belcanto incicial hasta cuando debe mostrar venganza y desesperación, sin dejar nunca de lado el control ni la intachable musicalidad. Lo contrario que le ocurre a Anna Netrebko, cuya morbidez tímbrica se despeña en ocasiones por los riscos de una malentendida visión del personaje, que ella convierte en Lady Macbeth o Turandot, hurtándole algo de ese lirismo, reflejo de la melancolía de las ilusiones perdidas, sustituido por una alocada desesperación, sobreactuada. A menudo parece dejada a su propio aire. En cualquier caso, las damas resultaron lo mejor del reparto.
Francesco Meli, tenor estimable sobre todo en sus inicios, cuando exhibía aquel reluciente instrumento de lírico-ligero forjado en los talleres de Ugo Benelli, ha pretendido dar el salto a roles de mayor peso sin que la voz le acompañe siempre. En su salida pareció jugar la baza del mejor Carreras, procurando exhibir un fraseo ardiente, expansivo, pero cuyos resultados se extinguieron muy pronto. El del infante es un rol ingrato, de gran peso vocal, que requiere combinar un depurado fraseo verdiano con notables dosis de ardor para acometer frases comprometidas que ya apuntan hacia los estentóreos latigazos de un Otello. Compuso un infante atractivo, pero escasamente enamorado y rebelde. La caracterización del barítono Luca Salsi como Posa queda alejada de la elegancia y sutileza a menudo asociadas a los representantes de su cuerda: la voz es importante, oscura, pero su rudeza, la ausencia de un canto más matizado, desdibuja los contornos más nobles de su personaje.
Representación accidentada
El anuncio de Meyer al inicio, cuando dijo que nadie debía preocuparse, porque todos los cantantes se encontraban perfectamente, no tuvo en cuenta los evidentes problemas de Michele Pertusi ya casi desde su salida. Varias notas rozadas hacían notar ya que algo le pasaba, y efectivamente antes de su gran escena el propio director del teatro tuvo que salir para anunciar una inoportuna indisposición. Hay que celebrar su compromiso, y no porque decidiera salir al escenario para hacer lo que fuera menester. Su dominio técnico, del que Leone Magiera habla en su reciente libro, le permitió evitar accidentes importantes. Y en su monólogo del acto III resultó más que convincente, dotando a su fraseo de la precisa articulación, de una doliente emotividad, con los acentos justos. No posee la autoridad de otros Filippos históricos, pero lo dice con entrega, sentido y buenas dosis de belleza.
Y ahí se acabo todo, escaso interés en el resto, con voces oscuras para Inquisidor y el «fratte» que escasa justicia hicieron al texto, y una salvedad: el debut de la joven soprano gallega Rosalía Cid en el breve pero comprometido rol de la Voz del cielo se saldó más que airosamente, añadiendo interés a su próxima comparecencia en La Scala (curiosamente no canta en los teatros españoles). Será en esta misma temporada con La Rondine que se ha programado como parte del las conmemoraciones puccinianas.