Carta de amor a una esposa
Maestro, la esperada película sobre el genial director de orquesta y compositor Leonard Bernstein, constituye un homenaje a su poco conocida esposa, la actriz Felicia Montealegre
Maestro, el biopic de Leonard Bernstein, largamente publicitado a partir del señuelo más habitual de estos días, la oportuna filtración, en su momento, de una temprana imagen del actor Bradley Cooper hábilmente caracterizado como el personaje en cuestión, en realidad debería haberse titulado Felicia. Con maneras de melodrama hollywoodiense al uso, la película sobre una de las personalidades más exuberantes del siglo XX se ha convertido en una exaltación del «poder detrás del trono» o, como también se decía antes, la confirmación de que «detrás de todo gran hombre siempre se encuentra una gran mujer».
La esperada cinta no es si no una intensa declaración de amor, como una carta discretamente guardada en un cajón hasta que alguien se decide finalmente a desvelar su contenido. El aplazado descubrimiento habrá complacido, más que a nadie, a los hijos del célebre director de orquesta. Sin ejercer definitivo escarnio sobre la figura paterna (lo que habría resultado inevitable si en lugar del ex de Irina Shayk lo hubiese dirigido una de esas recientes fanáticas del feminismo más recalcitrante y compulsivo), la heroína esencial del filme, que la próxima semana ya se podrá disfrutar en Netflix, resulta sin duda la esposa del genial creador de West side story, Felicia Montealegre.
Bradley Cooper se habrá pasado horas y horas de su tiempo revisando las antiguas filmaciones de Bernstein hasta captar la voz ligeramente nasal del compositor, sus cadenciosos andares, esa manera natural de incorporar el pitillo a su anatomía o el proverbial contorsionismo en el podio, como si en ocasiones pretendiera abarcar a la humanidad entera en un abrazo total que no solo incluyese a la orquesta, solistas y la masa coral. Con todo ese trabajo, seguramente se habrá ganado ya la nominación al Oscar al mejor actor.
Aunque, también hay que decirlo, su versión del final de la Segunda de Mahler, a imitación del vídeo del histórico concierto que se grabó en la catedral de Ely, con la Sinfónica de Londres, durante una setentera edición del Festival de Edimburgo, para nada le hace justicia al original. Cooper es ahí simplemente la caricatura del director, como le ha ocurrido a tantos imitadores como surgieron más tarde, hasta hoy mismo (Gustavo Dudamel, sin ir más lejos, aunque últimamente el venezolano se haya moderado).
La torrencial gestualidad de Bernstein surgía en él como algo espontáneo, natural y hasta lógico. No eran más que el resultado del movimiento que cada miembro de su cuerpo realizaba al mezclarse con la música para insuflarle vida, la conversión en materia de su propio interior, totalmente liberado de prejuicios y ataduras, para establecer corrientes de comunicación directa y fluida con esa gente que tanto aseguraba amar, propiciando la anhelada fusión con el universo.
Felicia, verdadera protagonista
La partida la gana aquí la eternamente espléndida Carey Mulligan, siempre presta a desbancar a sus colegas masculinos (ya lo había hecho en Shame, por ejemplo, frente a Michael Fassbender, cuando desgranaba aquella hipnótica, melancólica versión del New York, New York). Porque es una actriz extraordinaria, pero mayormente porque su personaje parece destinado, ya casi desde el principio, cuando seduce a la vez que cae rendida ante el encanto descomunal de su futuro esposo en casa del pianista Claudio Arrau, a robarse el show para ella misma.
Solo ambos sabían, y les concernía, qué sólidos pactos habrían alcanzado para resistir a flote, juntos de ese modo singular ante la absoluta imposibilidad de mantener un vínculo exclusivo, al menos por parte del músico. El propio Bernstein, siempre locuaz, declaró en una ocasión que en su amor por la Filarmónica de Nueva York había resultado más fiel que a su propia esposa. Esa inagotable sed de nuevas experiencias, de apurar cada trago que le servía la vida, ya fuese componiendo para Broadway, Hollywood o Tanglewood; dirigiendo la integral de Beethoven con la Filarmónica de Viena; contribuyendo a la divulgación de la obras de sus compañeros Barber, Ives, Piston o Thompson; elaborando ensayos sobre su adorado Mahler; manifestándose contra la Guerra de Vietnam, o llevándose a su íntimo refugio canario a los incontables ligues, hacían de él alguien inasequible a los requerimientos de un ordenado y convencional matrimonio burgués.
Y a pesar de todo aquella unión, en apariencia precaria pero más sólida en sus cimientos que otras juzgadas inquebrantables, nunca zozobró; sin menoscabo de algunos episodios de reproches y reprimendas íntimas como los que el propio filme relata en las escenas de mayor vuelo dramático. Algo superior los sujetaba con fuerza, un mástil indestructible al que se aferraban mutuamente cuando arreciaban las tormentas impulsadas por la voluble naturaleza del «poliamoroso» Bernstein, escasamente proclive a contener sus apetitos.
Juntos formaban la pareja más glamourosa del Nueva York de su tiempo: hermosos, inteligentes, cultos, distinguidos miembros de la envidiada comunidad del espectáculo (Montealegre era actriz y cantaba), comprometidos con las causas liberales, padres dedicados (ella más)… ¿Por qué destruir aquel encantador cuento de hadas que debía constituir, a los ojos de los demás, el escaparate de su privilegiadas existencias? No hay grandes respuestas en el filme de Cooper, más allá de la aceptación que el personaje principal asume ante a su propia ambigüedad como una condición natural del infalible ser humano, capaz de explicar algo de su proceder.
Tampoco las necesitamos. En el caso de él, nos basta con seguir saboreando su inmenso legado sin mayores indagaciones en su esfera más particular: más allá del testimonio de sus grabaciones, siempre inspiradoras, están sus propias creaciones, plenamente insertadas en su tiempo a pesar de emplear un lenguaje y un estilo bien asequibles, cuyo tiempo aún está por llegar en muchos casos (el temprano bombazo de West side Story pudo oscurecer todo lo demás), pero seguramente lo hará, más pronto que tarde.
Y por lo que respecta a Felicia, parece que la mujer logró hacer compatible el matrimonio con las angustias que seguramente llegarían a provocarle los frecuentes devaneos de Lenny, su perentoria necesidad de dar rienda suelta a las incontenibles ansias de renovadas experiencias sexuales. No era una mujer vulgar, y además disfrutaba de medios sobrados, incluso antes de su matrimonio, para haber escapado de aquel «infierno», si es que así lo consideraba. Algo en aquella peculiar relación le compensaba o le ataba inexorablemente a su incorregible compañero. Desde luego, quizá para ella, los instantes de felicidad compartida, siempre escasos e inusuales bajo cualquier circunstancia, debieron resultarle incomparables junto a aquel genio de personalidad tan subyugante como compleja.
Uno de los biógrafos de Bernstein, Paul Myers, relata que durante sus primeros años, mientras él se encontraba de viaje, Montealegre le exhortaba a no dejarse llevar demasiado en la frecuente compañía de sus amigos gays. Y cuando el tiempo fue transcurriendo, «su correspondencia se encuentra generalmente cubierta de íntimo amor y profundo afecto que habría sido imposible de mantener si no hubiese sido genuino». Nada más habría que añadir. Maestro sería esa otra misiva que, desde el más allá, el compositor podría haberle escrito a su amada compañera a través de la discreta cámara de Cooper.
Solo un apunte final: si los adúlteros devaneos del bisexual Bernstein, en lugar de tener como destinatarios fundamentales a hombres gays, hubieran sido todos con otras mujeres, ¿se habría ganado ya su cancelación? En su hoy desquiciada patria, seguramente.