El vals y la venganza de la madre despechada
La danza protagonista del «Concierto de los conciertos», como se ha bautizado al de los filarmónicos vieneses en el primer día del año, encierra más de un delicado secreto
Cada vez que invadían (o se «anexaban») un país, los jerarcas nazis procuraban que la vida cultural no se resintiese demasiado. Si la gente continuaba acudiendo con regularidad a conciertos y exposiciones, eso sin duda serviría para confirmar que «la vida seguía igual», como si los ciudadanos de la nación ocupada renunciaran plácidamente a su identidad, libertad y dignidad a cambio de unas migajas de sosiego consistente en que no les arrebatasen, además, sus naturales ansias de esparcimiento y goce compartido.
Fruto de esa política apaciguadora, propagandística de sus «nobles» intenciones, las autoridades alemanas impulsaron, en 1939, la celebración de un concierto de Fin de Año (luego ya sería de Año Nuevo) en el cual los miembros de la formidable Filarmónica de Viena, una de las principales instituciones artísticas austriacas, interpretarían un programa conformado por abras amables o divertidas, capaces de generar cierto optimismo e ilusión en tiempos tan inciertos como aquellos, cuando la última Gran Guerra de un siglo particularmente convulso llamaba inevitablemente a las puertas.
El repertorio lo conformaban mayoritariamente esas mismas piezas con las que la dinastía Strauss, compositores de origen judío (a veces tocaba mirar hacia otro lado si la ocasión lo requería), habían administrado durante varias décadas el ocio de la ciudadanía, tocando valses, polcas, galops y otros similares aires bailables capaces de promover la despreocupación y facilitando, de paso, ese contacto visual que a veces suele ser preludio de otros más íntimos.
Entre giro y giro de las parejas danzantes, cuanto más frenéticos, las faldas de las damiselas a veces se elevaban lo suficiente para excitar la imaginación de los más audaces, mientras el mareo que producía tanta agitación les debía procurar a ellas algo similar a un estado de febril abandono durante el cual todo podía ser posible (así lo apuntan crónicas de la época y se refleja en aquella magnífica serie dedicada a los Strauss). Cuando la ocasión se presenta propicia, los estímulos se propagan rápidamente en el ambiente como sugería aquella tontorrona canción, Love is in the air…
Por eso en otras épocas, el vals fue tenido por música lasciva, y hasta perseguido en algunos países por celosos guardianes de la moralidad. Aunque, en realidad, su peligro primordial pudiera sustentarse en raíces más hondas, complejas y sutiles. En el fondo de su interior, bajo su almibarado envoltorio de melodías pegadizas, encantadoras, a veces se sugiere un poso de íntima melancolía, un vago sentimiento impregnado de nostalgia por aquello que se ha perdido y nunca más volverá. Su esencia podría resumirse en esta envenenada frase del escritor austríaco Thomas Bernhardt: «La vida es maravillosa, pero es más hermosa la idea de que se acaba». No hay más que escuchar atentamente los valses que compuso Shostakovich, creador siempre en apuros como el otro día bien relataba Luis Ventoso, en estas mismas páginas, a propósito de la estupenda novela de Julian Barnes.
Desencuentro en la familia Strauss
El inocente vals llegaría a convertirse también en «el instrumento de la venganza», como refleja uno de los capítulos del estupendo estudio Johann Strauss, le père, les fils et l’esprit de la valse (publicado en Francia). Allí, Alain Duault relata cómo Anna, la culta pero despechada esposa de Johann Strauss senior, patriarca de la dinastía, preparó conscientemente al hijo para que fuese capaz de superar a su progenitor, en muy poco tiempo, en genio y popularidad.
Resulta que Johann dividía su tiempo entre el amor conyugal y el que le proporcionaba una atractiva costurera, que si no poseía tanta educación como su legítima, a cambio, no le reclamaba demasiadas atenciones. Puesto muy a su pesar en el delicado trance de tener que escoger entre una y la otra, que además le dieron el mismo número de hijos, Johann padre decidió postergar cualquier decisión poniendo tierra por medio. Una oportuna gira a través de varias capitales europeas le permitió escabullirse durante una larga temporada, mientras rentabilizaba su popularidad como absoluto «rey del vals». Por algo fue una suerte de pionera estrella del rock del siglo XIX, aunque en eso pronto lo reemplazaría su sucesor, y con mucho más éxito.
A su retorno, el violinista y compositor se encontró con una desagradable sorpresa. A pesar de las prohibiciones y frecuentes amenazas paternas, la humillada Anna había logrado que su hijo, Johann, obtuviera una esmerada preparación musical al servicio de un talento único, que inmediatamente habría de revelarse aún superior al de su pariente. El hombre protestó, y hasta intentó por todos los medios que el chico no siguiera su camino, cerrándole las puertas de los locales donde él había triunfado poco antes. Todos sus esfuerzos resultaron vanos. Falleció en el intento, antes de llegar a cumplir los 50 años, víctima de la escarlatina, y abatido en sus días postreros mientras comprobaba con ira cómo su propio vástago recibía elogiosos titulares de la prensa de la época, tras sus conciertos, despiadados para con él (ah, la prensa…): «¡Adiós, Strauss padre! ¡Bienvenido tú, Strauss hijo!».
La reconciliación solo llegó a darse de manera póstuma. Al final de sus gloriosos días, tras una vida plena que le aportó fama, fortuna y la incondicional admiración de ilustres colegas como Brahms, Mahler, Ravel y Berg, entre otros, Johann jr. reconoció públicamente que sin la extraordinaria labor previa emprendida por su antecesor, ningún otro miembro de la saga habría logrado elevar el vals a la categoría de música indispensable. Richard Wagner llegaría a afirmar que el Strauss menor poseía «el mayor cerebro musical que jamás ha existido». Pero antes fue su padre.