Lang Lang y la aventura del volcán malhumorado
Chopin, Amorós y la fuerza indómita de un volcán que, sin embargo, no logró doblegar la férrea voluntad del renombrado pianista chino, Lang Lang, se entremezclan en un episodio anecdótico de la reciente historia musical española
El egregio Andrés Amorós, a raíz de la nueva biografía en español recién aparecida de este compositor, glosaba hace unos días, aquí mismo, su predilección por Chopin. Aprecio que ha compartido, entre otros, con el gran compositor mexicano Carlos Chávez, autor de la Sinfonía India, que en su estudio de las Lomas de Chapultepec poseía un retrato del polaco y del que solía decir a las visitas: «Es el único auténtico y no tiene nada que ver con las versiones idealizadas tan conocidas». Idealizadas, ciertamente, como algunas interpretaciones de sus conocidas obras para piano, en las que suele confundirse la melancolía, raíz del romanticismo, con un deplorable rebuscamiento sentimental.
Por aquel entonces el pianista chino arrasaba en todo el mundo como el último 'gran descubrimiento'
Por eso cavilo que nuestro docto crítico taurino prefiere el Chopin más intelectualizado que propone su coetáneo Maurizio Pollini en los registros de los Estudios, frente a otras versiones. Entre el apolíneo Rubinstein, o el despojamiento del italiano, yo particularmente me quedaría con el coloso chileno Claudio Arrau, siempre mi favorito. Pero lo que, sin duda, Amorós no parece soportar son las lecturas que del mismo autor propone Lang Lang.
«¡Laenggg… Laenggg!»…, dicho así, con esa cierta exageración que los italianos suelen poner, arrastrando las vocales, al pronunciar algunas palabras, fundamentalmente en inglés. Esa fue la expresión que empleó Riccardo Muti al contemplar, por vez primera, cuando se lo mostré, el cartel del Xacobeo Classics, aquella celebración musical de 2010 que, con motivo del Año Santo, llevaría hasta Galicia, durante todo ese año, a algunas de las principales estrellas del firmamento sonoro.
A buen seguro que Muti hubiese preferido que en el afiche empleado para promocionar aquellos conciertos figurase una fotografía suya, pero el márketing obedece solo a sus propias leyes, y por aquel entonces el pianista chino arrasaba en todo el mundo como el último «gran descubrimiento» de la música clásica. Por supuesto, también conquistó el Palacio de Congresos de Santiago, el mayor recinto que existe en Galicia para acoger este tipo de eventos bajo techo, llegando a colmarlo por completo y de manera anticipada: las localidades de su recital habían volado nada más ponerse a la venta.
Y el público invadió el escenario
En aquella recordada ocasión hubo «lleno hasta la bandera», y aquí el símil futbolístico no parece extemporáneo por lo que ocurriría después: al final de la actuación, los asistentes «invadieron el campo», algo jamás presenciado en aquella comunidad durante un concierto de música clásica. Culminada la última propina, una parte del enfervorecido público saltó hasta el escenario para intentar obtener allí mismo, «in situ», un autógrafo o similar (los selfis aún no estaban tan extendidos) de aquel comunicativo prodigio asiático.
Y lo cierto es que aquel triunfo incuestionable a punto estuvo de truncarse convertido en sonoro fracaso, una enorme decepción para quienes aguardaban al ídolo que, durante un suspiro, había parecido abrir un esperanzador agujero en el pesado muro que separa a los más fanáticos melómanos de quienes nunca se han atrevido a traspasar el umbral de un auditorio por ignorancia, pereza, desinterés o una mezcla de todo. Pocas horas antes, aquella primera (y única) visita del pianista a la tierra de Rosalía (la verdadera) había estado a punto de frustrarse.
Culpable hubiese sido aquel inoportuno volcán islandés, que durante unos meses tuvo en vilo, haciéndoles la puñeta, a las tripulaciones y los posibles pasajeros de numerosos aviones, cuyos vuelos ya organizados tuvieron que cancelarse ante el peligro que suponían las cenizas provenientes de aquellas intempestivas erupciones. Los vientos, capaces de arrastrar polvo del Sáhara hasta el mismo Mar Caribe (como podemos ver estos días en Nyad, la interesante película que rodaron en los fabulosos estudios Pinewood de República Dominicana Jodie Foster y Annette Benning), imprimían en el denso aire un color plomizo que dificultaba la visibilidad para cualquier trayecto a una cierta distancia.
La estrella ante el vuelo cancelado en Turín
Lang Lang, ávidamente reclamado en medio mundo, mucho más en aquellos días, cuando se paseaba por las televisiones ejecutando improvisados malabares con naranjas sobre las teclas, mientras contaba los duros episodios de malos tratos paternos que tuvo que afrontar durante su infancia, privado de las comunes diversiones parvularias, como disfrutar de los dibujos animados, para centrarse exclusivamente en el estudio de su instrumento, acababa de actuar en Turín. Nada más llegar al aeropuerto para seguir su ruta triunfal, recibió la desagradable noticia. Los vuelos que debía abordar para llegar a Santiago con el tiempo justo de descansar y ofrecer su recital al día siguiente, esta vez, no saldrían. El volcán había vuelto a mostrarse inesperadamente malhumorado.
Esa misma tarde, en mi calidad de organizador de aquel evento, debí enfrentarme a la llamada fatídica. Al otro lado del aparato, la voz quejumbrosa del otrora siempre risueño y afable agente español del pianista presagiaba lo peor. «Sería bueno que fueses redactando una nota para enviársela cuanto antes a los medios. El recital va a tener que cancelarse. Lang Lang… no viene», me comunicó finalmente en un tono luctuoso, muy parecido al que Arias Navarro empleó para su célebre anuncio de la defunción de Franco, alargando las palabras como si nunca hubiesen pretendido abandonar la boca.
Lang Lang no atendía a su teléfono. Seguramente, cansado del esfuerzo del día anterior, se había retirado a dormir
«Nos haces polvo pero seguramente podrá arreglarse, nos ponemos a buscar ya una próxima fecha alternativa con el auditorio, quizá un par de días después», se me ocurrió decir para engañarme, como si no supiera de sobra que este tipo de contratiempos, en medio de una agenda infernal como la de aquel músico, nunca solían tener buen apaño. Y efectivamente, el cambio parecía imposible, al menos nunca en ese mismo año…
Con inaplazable obediencia, me dispuse a comenzar a escribir unas líneas para los medios, anunciando la desgracia. Ya estaba a punto de enviarla cuando se me ocurrió volver a llamar al agente, por ver si durante ese tiempo se había producido un milagro. No había más noticias. Lang Lang no atendía a su teléfono. Seguramente, cansado del esfuerzo del día anterior, se había retirado a dormir y ya no iba a ser posible localizarle hasta el día siguiente, cuando la noticia de la cancelación de su concierto habría provocado en sus seguidores esa corriente inevitable de abatimiento e indignación (casi nunca en contra de los artistas, si no de los organizadores) que suelen conllevar este tipo de infortunios.
Última revisión de la nota de prensa y que Dios reparta suerte que, con el apóstol mediando personalmente, aún todo podía arreglarse, pensaba aferrándome al último clavo ardiendo. Justo cuando iba a pulsar el fatídico «enter» en el teclado del pórtatil que abriría las puertas del infierno, sonó mi móvil. Al otro lado, el agente parecía ahora en un estado de euforia muy próximo al que solo unos meses más tarde viviríamos todos con la proclamación de España como campeona del mundo del mundial de selecciones. «¡Lang Lang ha dado señales! ¡Acaba de llamarme… y está en su hotel, en Santiago!». «¿Cómooo…?»
«No hay mal que por bien...»
Resulta que entre sus múltiples acuerdos publicitarios con marcas y empresas de todo tipo, Lang Lang recordó que tenía derecho a un cierto número de horas de traslados en avión privado a su libre disposición y en cualquier instante. Así que después de haberse informado de que la prohibición de volar solo regía para los vuelos comerciales pero no para los jets privados (siempre ha habido clases), llamó a aquella compañía y al cabo de unas horas, como quien pilla un taxi, le trasladaron directamente desde Italia hasta Compostela.
Todo lo había resuelto él mismo sin necesidad de agentes o mánagers, sin reclamar cantidad adicional alguna a su caché por el insólito cambio del vuelo, y además no había querido llamar a nadie hasta llegar a su destino para evitar posibles malos entendidos y generar falsas ilusiones que quizá nunca llegaran a producirse si al final aquello no salía bien. Un auténtico genio al que después de su recital me permití agasajar con una mariscada que casi me costó imponerle, porque en principio él solo deseaba cenar en el «mejor restaurante chino de Santiago», una «boutade» que como hombre razonable comprendió tras disfrutar encantado de su primer atracón percebeiro.
Entenderá el gran Amorós que no diga nada, ahora, acerca del Chopin de Lang Lang, tan magnífico pianista como excelente persona (por cierto, dotado de ese fino sentido del humor que distingue siempre a los seres inteligentes). Bienvenido, maestro, a este oasis de El Debate.