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César Wonenburger
Historias de la música

El tenor que regresó del infierno

Mientras su biografía española aparece también estos días en Italia, el tenor norteamericano Gregory Kunde, casi un milagro de la naturaleza por su extraordinaria longevidad vocal, que abarca hasta dos vidas bien distintas, aguarda su 70 aniversario ensayado una nueva ópera, en Hamburgo

El tenor Gregorio Kunde, durante un concierto

El sabio Steiner solía decir que «un día sin música es un día muy triste». Gregory Kunde no solo es consciente de ello, además, ejerce como formidable ejemplo. A sus casi 70 años –soplará las correspondientes velas dentro tres semanas–, en lugar de dedicarse a contar nubes, como prescribía aquel otro egregio filósofo, de apellido Zapatero, dedica estos días a ensayar en la Ópera de Hamburgo su próximo papel.

Al igual que ya hiciera en su momento, en Valencia, ahora volverá a encarnar al protagonista de una de las más enjundiosas obras maestras líricas del agitado siglo XX, Peter Grimes, de Benjamin Britten. Del rol se enamoró cuando aún lo representaba su gran ídolo, el legendario tenor canadiense Jon Vickers, posiblemente el mejor intérprete que se recuerde de aquel viejo marinero expulsado con artimañas de una comunidad que siempre suele ver con malos ojos al diferente, el que voluntariamente se aleja del rebaño para vivir de acuerdo con sus propias convicciones.

Quizá ya debería quedarse tranquilo en su hogar de Rochester (Nueva Jersey), apartando la nieve de la acera con parsimonia, antes de ver la Superbowl, y disfrutando de la compañía de sus dos íntimos amores, la esposa, Linda, y la hija, Isabella (como la heroína de La italiana en Argel de Rossini, el que en otra existencia anterior fue su compositor de cabecera). Pero del mismo modo que Alfredo Kraus, quien a los 67 años todavía encarnaba a un ejemplar duque de Mantua (Rigoletto), después nunca superado, Kunde ha elegido seguir gozando de la improbable prórroga que hace treinta años le concedió la vida.

Un poco por seguir contraviniendo las leyes de la física para divertirse con lo que más le gusta, mientras suma nuevos papeles a una carrera inefable, y también por cumplir con el dicho que siempre repite otro reconocido plusmarquista mundial aún en activo, su admirado Plácido Domingo (el aprecio es mutuo): «If I rest, I rust» («si descanso, me oxido»).

Foto de Gregory Kunde en «El trovador» de Verdi con la mezzo Marianne Cornetti

El azaroso periplo de Gregory Kunde hasta ser considerado uno de los mejores tenores del circuito, como reconoce sir Antonio Pappano, responsable musical del Covent Garden londinense, «el suyo es un fascinante y memorable caso de perseverancia inteligente que le ha valido para alcanzar los más altos escalones del universo operístico», recuerda al más dramático episodio de Orfeo, aquel mago supremo. El héroe o semidiós, hijo de Apolo y una ninfa, podía amansar a las fieras con su canto, mientras las plantas arrancaban de cuajo sus mismas raíces para perseguir el prodigio de su voz. Cuando la esposa, Eurídice, mordida por la serpiente, fallece durante la perpetua luna de miel, él no duda en continuar sus pasos hasta los confines mismos del averno. De allí la rescata gracias, una vez más, al elocuente poder de su don musical, capaz de seducir a los mismos dioses.

El primer ascenso hasta Chicago

Hasta 1994, Kunde había logrado ascender desde su natal Kankakee (suena como el imaginario Brigadoon), una modesta ciudad del ahora deprimido medio-oeste norteamericano, hasta llegar a Chicago, en cuya Lyric Opera promueven un magnífico programa formativo para cantantes jóvenes. En el coliseo de la «ciudad ventosa» inició su carrera como tenor cantando pequeñas partes junto a estrellas como Kraus (en gran parte, su mentor), Pavarotti o Vickers. Luego, al cruzar hasta Europa en busca de las oportunidades que no abundaban para él en su propio país, se labró un hueco estimable entre los especialistas consagrados al repertorio belcantista, el de la primera mitad del XIX, con títulos como Los puritanos de Bellini, que en su día llegaría a cantar en el Metropolitan neoyorquino junto a la estrella Anna Netrebko y más tarde, en la misma ciudad, al lado de la última, suprema intérprete femenina de esta joya, la ilustre Mariella Devia.

Su voz, entonces más bien pequeña, pero enriquecida con un fraseo pulido y un registro agudo extenso, vibrante, le abrirían las puertas de Pésaro, el santuario de los seguidores de Rossini, y hasta de la mítica Scala, donde se le pudo escuchar en un exquisito Don Pasquale de Donizetti bajo las órdenes de Riccardo Muti. Pero nada hacía vislumbrar, hasta ese momento, su posterior, milagrosa reconversión en una de las primordiales referencias internacionales del repertorio más estimado por los aficionados, aquel en el que brillaron tenores legendarios como Caruso, Pertile, Gigli, Del Monaco, Corelli o Bergonzi, los imprescindibles títulos de Verdi, Puccini, Leoncavallo, Giordano y por ahí.

Fue a mediados de la 90 cuando Kunde recibió el mazazo que para tantos significa una despedida a destiempo, pero que a él habría de abrirle un nuevo, inesperado horizonte de éxitos. Una vez más, Steiner: «Hay que seguir, somos los invitados de la vida para seguir luchando». Poco antes de haber alcanzado la gloria cantando en el Festival de Ravinia el Stabat Mater de Rossini, bajo la batuta de Riccardo Chailly (hoy director de La Scala), le habían diagnosticado un cáncer que a punto estuvo de llevárselo al otro barrio. Pero entonces la lira de Orfeo obró su prodigio. Alguna vez ha contado José Carreras que durante el tiempo de su particular lucha contra la leucemia, mientras le suministraban agresivos tratamientos, medía los tiempos de la dramática cura cantando mentalmente las arias de ópera con las que había cosechado sus mayores triunfos.

Kunde se sobrepuso a los virulentos remedios suministrados con la fe puesta en volver a los teatros algún día, y lo logró. Con una diferencia, además. Su colega catalán ya nunca volvería a ser el de las grandes noches de gloria (en realidad, había perdido parte de su magia incluso antes de la enfermedad), pero él pudo conocer un éxito, reconocimientos aún mayores a los forjados hasta entonces. La quimio estuvo a punto de arrebatarle la audición (algo que finalmente no ocurrió), pero a cambio reemprendió su profesión con una voz que cada vez se iba tornando más y más poderosa.

Una nueva voz, después del cáncer

El cantante suele atribuir aquel cambio inesperado, que comenzó a gestarse en 2002, a un encuentro insólito, el insistente reclamo que el director John Elliot Gardiner le formuló para que interpretase dos de los grandes roles de Hector Berlioz, el principal de Benvenuto Cellini y el heroico Eneas de Los Troyanos. La apuesta resultó un resonante triunfo, con giras por los grandes escenarios, grabaciones y críticas inmejorables, que auguraban un completo, nuevo descubrimiento del intérprete poniendo, además, todo el énfasis en la adecuación de su voz al recién explorado repertorio.

Como si nunca lo hubiesen escuchado hasta entonces… Desde luego no así, con aquel instrumento renovado que causaba sorpresa, impacto y admiración, aunque la angustia y los padecimientos sufridos aún quemaran por dentro. Kunde nunca había revelado a nadie su calvario. «Anunciar un cáncer en un mundo de tiburones como la ópera es un riesgo de proporciones incalculables», sostiene el periodista José Luiz Jiménez, su biógrafo, en «Gregory Kunde, una vida para cantarla», que estos días acaba de aparecer en una edición italiana.

Biografía de Kunde en su edición italiana, que acaba de publicarse

De aquellas experiencias musicales, gracias a la obstinación del genial Gardiner, que se empeñó personalmente en hacerle interpretar la exigente música del compositor francés, surgiría su recobrada confianza para abordar empeños con los que jamás hubiese soñado años atrás. Mientras obtenía enormes halagos en las óperas serias de Rossini, en títulos tan comprometidos como «Ermione» o «Guillermo Tell» (con la que en 2010, en La Coruña, lograría un éxito que volvería a situarlo, como nunca antes, en las agendas de los principales directores artísticos españoles), comenzaba la remontada.

El único «Otello» de Rossini y Verdi, al mismo tiempo

En poco tiempo se convertiría en el único tenor capaz de abordar, en una misma temporada, los dos Otello, el de Rossini y el de Verdi, que plantean exigencias vocales y estilísticas muy diferentes, una proeza solo a su alcance en nuestro tiempo. En el papel del moro se presentó en La Scala, en la versión rossiniana, y en el Covent Garden londinense, con la partitura verdiana que también ha cantado bajo la batuta de Zubin Mehta. Nadie ha interpretado este último papel, durante estos años (después de Domingo), como Kunde. Ni siquiera el publicitado Jonas Kaufmann, con esa mezcla de intensidad, brillo e intimidad, definiendo todos los sutiles contornos del complejo personaje, desde los más heroicos a los patéticos, iluminándolos con la inteligencia de una voz forjada en el belcanto, siempre en procura del sentido justo de la palabra a través de los colores precisos, sin afeites ni dudosos efectos que enmascaran la más directa y transparente emisión.

En España su presencia ha sido constante en esta década prodigiosa para él, sobre todo a partir de aquel recordado «Guillermo Tell», bajo la batuta de Alberto Zedda, con el que cosechó una de las ovaciones más cálidas de su carrera (su abrazo con el recordado maestro al verse ambos sorprendidos por la estruendosa reacción, tras su célebre momento, «Asil hereditaire», resulta de lo más emotivo; puede rescatarse en YouTube). Prácticamente se presentó en todos los grandes teatros de aquí interpretando con éxito los principales roles verdianos de «El Trovador», «Aida», «Un baile de máscaras», «Vísperas sicilianas» o «La fuerza del destino». En el Real llegó a presentarse en dos papeles distintos durante la misma temporada, algo inusual, convirtiéndose en la principal imagen de portada del periódico entonces más leído, algo nada habitual en este país.

Gregory Kunde en «Un baile de máscaras» de Verdi

Quizá su presencia casi constante, inusualmente reiterada en ocasiones, en nuestros escenarios propiciase el actual alejamiento. Aunque su extraordinaria carrera ha seguido su curso, sin baches ni contratiempos, mientras prosigue cosechando éxitos en Italia (donde la prensa aún reseña sus proezas), Francia (acaba de ofrecer allí «Turandot», en la Ópera de París) o Alemania y ampliando su creciente repertorio. Wagner posiblemente no llegue ya, porque siente que no añadiría nada sustancial a su bien consolidado prestigio, incluso más allá de las tablas.

Kunde goza del general aprecio de su profesión, no solo por su maestría, sino por ser un compañero leal y sencillo, un tipo cercano, amable y cordial, que siempre busca esa excelencia que en la ópera solo se obtiene a través del concurso de todos los compañeros implicados, sin arteras zancadillas ni inútiles ataques de divismo. Jamás ha necesitado que le bajasen a la tierra. Por suerte o por desgracia, él ya estuvo en el infierno.