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César Wonenburger

Murakami y su amigo Ozawa, el sonido de las palabras

En el aún reciente fallecimiento de Seiji Ozawa, el primer director japonés que ocupó importantes cargos en grandes orquestas norteamericanas y teatros europeos, es preciso regresar al libro de iluminadoras conversaciones que mantuvo con el conocido escritor Haruki Murakami, Absolutely in music, testimonio de amistad, arte y vida

El director de orquesta Seiji Ozawa y el escritor Haruki Murakami

Nunca me ha atrapado la obra literaria de Murakami, que parece contar con tantos y tan variados y entusiastas adeptos. Durante una época en la que me tocó trabajar sobre Don Giovanni, esa «ópera de óperas», me interesé por La muerte del comendador, una de las más recientes novelas del escritor japonés. Pero me ocurrió como con otras anteriores suyas, una vez iniciada la procelosa travesía decidí abandonar el barco al poco de zarpar. Algo me impelía a emplear ese tiempo precioso en el regreso a la Ítaca, no por ya conocida menos acogedora, de los Thomas Mann, Kafka, Dostoievski, Stendhal o Cela, … . Por ahí nunca me he sentido defraudado, al contrario, podría no moverme ya de entre sus páginas, no haría falta, para sentirme amistosamente acompañado en lo que pueda restar del viaje.

'Absolutely on Music'

Sin embargo, hace algún tiempo ya, encontré un libro del aclamado autor nipón que además de llamar mi atención me procuró un grato placer. Es un texto a cuatro manos, de algún modo, puesto que sin bien sus páginas fueron escritas por él mismo, se trata de un diálogo a dos bandas, una sinfonía de palabras. Lo adquirí en inglés (en Japón se había publicado en 2011), porque la edición española aún tardaría algo en llegar, aunque ahora ya forma parte del catálogo de la editorial que se encarga de sus obras en nuestro país. En Absolutely on music, Murakami conversa con su compatriota, el director de orquesta Seiji Ozawa, que justo acaba de fallecer el pasado martes, según se ha dado a conocer ahora, acerca de sus preferencias musicales y la relación de cada uno en particular con la protegida de Euterpe.

El escritor Haruki Murakami

Resulta un libro tan ameno, sencillo, falto de pretenciosidad, pero a la vez teñido de una erudición (Ozawa) que no desdeña la anécdota (Murakami), como si Garci y Luis Alberto de Cuenca se dispusieran a mantener una conversación sobre cine. Habría que pensar en la especial relación de amistad tejida tras largos años de colaboraciones y mutuo reconocimiento entre el fallecido escritor palestino Edward Said y el director de orquesta Daniel Barenboim para establecer una conexión similar. Mi superficial aproximación a Murakami no me impedía conocer su pasión por el jazz, que le llevó incluso a regentar su propio club, pero en cambio nada sabía sobre su personal devoción hacia la música clásica.

Conversaciones a la luz de un gramófono

Ambos hombres mantienen una larga conversación (en realidad son un montón de ellas pero hilvanadas a lo largo de más de trescientas páginas hasta constituir un fluido diálogo) en torno al mutuo objeto de interés, y lo que el autor de Tokio Blues define como su capacidad para hacer feliz a la gente. Aprovechando los períodos de descanso forzoso que Ozawa, aún entonces titular de la Sinfónica de Boston, mantuvo entre 2010 y 2011 como consecuencia de una compleja cirugía, el escritor y el músico se citaron en varias ocasiones para la entrevista.

La idea era más o menos esta: quedaban casi siempre emplazados en alguna de las casas del escritor y, luego de desenfundar al azar uno o varios de los miles de vinilos y cedés que este ha logrado atesorar durante su vida, los escuchaban. Después, o entre medias, exponían sus comentarios y opiniones personales, como hacen tantos melómanos en similares encuentros improvisados. Comienzan por la conocida versión del Primer concierto para piano de Brahms con Glenn Gould y Leonard Bernstein, al frente de la Filarmónica de Nueva York, registrado «en vivo», en 1962. Un clásico de la fonografía mundial por el escándalo que lo rodeó.

Retrato de Seiji Ozawa

Antes de comenzar el concierto, Bernstein se dirige al público para advertirle: lo que van a escuchar nace del radical desacuerdo artístico entre director y pianista. Sería como seguir, al mismo tiempo, dos visiones contrapuestas de una misma obra. Una anécdota que tanto a Murakami como a Ozawa les permite reflexionar sobre quién tiene la primacía durante la interpretación de un concierto, el solista o el director. ¿Diálogo o imposición? A partir de ahí, y de las juveniles experiencias del director con venerados maestros del pasado, surgen jugosos comentarios, como cuando este compara el modo contrapuesto de proceder en los ensayos de Leonard Bernstein, quien lo nombró sus asistente en Nueva York, y Herbert von Karajan, dos genios absolutos, dominadores de la dirección durante la segunda mitad del siglo XX.

Karajan no escuchaba, y Bernstein hablaba demasiado

Según Ozawa, Karajan, con el que estudió y lo tuvo por uno de sus principales discípulos, no escuchaba a nadie y podía repetir un mismo pasaje una otra y vez hasta lograr lo que quería. Su colega norteamericano, en cambio, buscaba abiertamente la complicidad de sus músicos, prestando paciente atención a todos sus comentarios y observaciones. Karajan era claro y preciso, más bien seco y a menudo autoritario, mientras el exuberante Bernstein se detenía a cada rato para contar cientos de anécdotas, aunque sus dotes de extraordinario orador no siempre resultaran del agrado de todos los profesores de la orquesta cuando los ensayos amenazaban tornarse eternos.

El director de orquesta Herbert von Karajan

De Karajan, Ozawa aprendería a amar el género lírico, aunque de un modo algo matizado: huiría casi siempre del repertorio, donde los juicios a menudo suelen ser más severos por el peso de la tradición y la inflexibilidad de los puristas. Tras una reveladora visita del gran Carlos Kleiber a Japón para dirigir La Bohème de Puccini, el también titular de la Sinfónica de San Francisco juzgó que jamás podría igualar aquello que había escuchado. Y decidió ese mismo día que el teatro musical no era para él. Pero el director vitalicio de la filarmónica berlinesa lo convencería de lo contrario.

Casi todos los grandes maestros coinciden en lo mismo: no hay nada mejor que conocer de cerca la experiencia del canto humano

«El repertorio sinfónico y la ópera son dos ruedas del mismo eje. Si una falta, no puedes ir a ningún lado», le aconsejó Karajan. Con los años, su discípulo llegaría a convertirse en responsable musical de la Ópera de Viena, uno de los cargos que el mentor también había ocupado en su tiempo, y antes que él Gustav Mahler. Casi todos los grandes maestros coinciden en lo mismo, incluso para lograr de sus músicos el más cálido de los fraseos, no hay nada mejor que conocer de cerca la experiencia del canto humano, el instrumento de mayor pureza, con su extraordinaria capacidad para ligar las notas hasta pulir frases que parecen surgir naturalmente, como en el y transcurso de una conversación.

El director de orquesta Leonard Bernstein en 1954

Entre sorbo y sorbo de té hojicha, escritor y músico iban desgranando sus reflexiones, porque como sostiene Murakami, «ambos mantenemos el mismo corazón hambriento, el sentimiento persistente de que nada es suficientemente bueno, de que debemos excavar más hondo». Esa curiosidad incesante que prolonga y otorga sentido a la vidas. De ese modo, logran explayarse acerca de los tiempos muertos de Glenn Gould, esas pausas que el pianista canadiense concebía libremente, como los espacios vacíos de la música asiática. O pasan de comentar la influencia de Gustav Mahler en las bandas sonoras de hoy (John Williams, íntimo del director, y su «Star Wars») a establecer las principales diferencias entre las orquestas sinfónicas europeas y norteamericanas.

Superando absurdos prejuicios

Para Ozawa, que dirigió a las mejores de varios continentes, casi cualquier director podría ponerse al frente de las filarmónicas de Viena y Berlín y el sonido sería idéntico, como si sus músicos sólo obedecieran al impulso de la propia genética de la orquesta, transmitida obedientemente a través de las décadas. A partir de su sólido conocimiento de las distintas tradiciones, y los vínculos que unen a los pueblos más allá de los símbolos, como el lenguaje universal de la música, él intentó derribar varios muros.

Su ejemplo sirvió para superar estúpidos prejuicios sobre los intérpretes orientales y su capacidad para entender y tocar la música de los grandes creadores occidentales. Llevó la Sinfónica de Boston a China, o la Sinfónica de San Francisco hasta Moscú, al tiempo que actuó con su propia orquesta japonesa, la Saito Kinen, por todo el mundo.

Murakami confesó que aprendió el oficio 'escuchando música' porque el ritmo 'es lo más importante para escribir'

Con este libro, Murakami vincula su nombre a la enorme lista de colegas que desde George Bernard Shaw a Stefan Zweig, Alejo Carpentier o Emilia Pardo Bazán, supieron dar voz a través de la calidad de su prosa a ese músico que llevaban dentro, con libros esenciales o como poco estimulantes, para adentrarse en el misterioso, inabarcable arte de los sonidos. Incluso llega a afirmar que «no se puede escribir bien si no tiene oído para la música», algo esencial en la poesía. Para después confesar que él mismo aprendió el oficio «escuchando música», porque el ritmo «es lo más importante para escribir».

Como Duke Ellington, el autor de Kafka en la orilla únicamente discrimina entre dos tipos de música: «la buena y la otra». Por eso no renuncia a ninguno de sus dos amores, ni establece preferencias entre jazz o música clásica. Escuchar ambas ha sido siempre para él, a la vez, «un estímulo efectivo y una fuente de paz» para su corazón y su mente.

Mozart en la orilla

El escritor descubrió a Mozart durante sus años en el instituto, cuando comenzó a coleccionar los discos que hoy acumula por miles en todos sus formatos. Su pasión es tal que incluso en algún momento llegó a sorprender a Seiji Ozawa con algunas de sus propias grabaciones, difíciles de hallar hoy, como aquella de la Sinfonía española de Lalo, que ni el mismo director poseía. Pero su pasión no solo se nutre de los registros fonográficos, como ocurre en tantos casos. Reconoce ser asiduo a los conciertos, y cita como uno de los periodos de mayor felicidad para él los cuatro años que vivió en Europa de 1986 a 1989, una auténtica «inmersión en la música clásica».

Desde luego, seguramente seguiré prefiriendo continuar descifrando los enigmas del Doktor Faustus, o regresar a los textos que Gerardo Diego o Montale dedicaron a la glosa de los conciertos a los que pudieron asistir en vida. Pero al menos a través de este libro, Murakami se me antoja más simpático. Y comprendo la pena que debe sentir ahora ante la pérdida de su compañero de inolvidables audiciones e iluminadores charlas.