Schönberg, la gitana y el mal fario del 13
El mundo celebra el 150 aniversario del supersticioso renovador del moderno lenguaje musical
Estos días vuelve Arnold Schönberg, por su 150 aniversario. Y algunos mandarines ya han salido en procesión para instigar viejas rencillas. De nuevo la consabida cantilena, o estás al lado del compositor de La noche transfigurada o formas parte de esa categoría de retrógrados aficionados que solo son capaces de disfrutar cada vez que se programa la Quinta sinfonía de Chaicovski. Como siempre que se pretende hacer comulgar a la grey discrepante con ruedas de molino, faltan matices.
Schönberg fue hasta cierto modo un producto de su tiempo, una época, la de las dos primeras décadas del siglo XX, que asistió entre perpleja y expectante a cambios decisivos, revolucionarios. Desde el surgimiento de la aviación y la teoría de la relatividad hasta la aparición del doctor Freud con sus teorías psicoanalíticas, transformarían la sociedad del porvenir. Por un momento parecían hacerse realidad viejos sueños humanos como el de volar, con su capacidad de empequeñecer el mundo volviéndolo más accesible, o se llegaba a interpretarlos para ofrecer racionales explicaciones frente a insondables misterios del alma y la mente.
El arte no podía quedarse al margen de aquel febril impulso que traía notables novedades. Ya en 1910, Kandinski había ofrecido su primera obra al margen de la figuración, y poco después, los dadaístas se oponían militantemente a los atractivos de las formas que conformaban la tradición artística del siglo anterior. También en la música se reprodujo lo que Arnold Hauser denominaba «una angustiosa huida de todo lo agradable y placentero, de todo lo puramente decorativo y gracioso».
El malestar del hombre y los números
Para comprenderlo, había que tener en cuenta que no todo era optimismo y novedad, la técnica no solo aportaba progreso. La maquinaria bélica engrasaba ya sus siniestros motores provocando a la vez una cierta sensación de derrotismo, una ansiedad por el porvenir de la especie que, instalada ya en el ánimo de los hombres, no nos ha abandonado desde entonces. A reflejar ese malestar con su voz se disponían los nuevos autores.
Creía que iba a morir en un año que fuese múltiplo de 13. Por eso de joven había acudido a encontrarse con una gitana
Y en esas apareció Schönberg, vienés llegado al mundo un 13 de septiembre, correspondiente a 1874. El detalle del día tiene su miga. Aquel ogro que, cuando un estudiante se atrevió a enviarle unas preguntas para apuntalar la tesis en la que andaba trabajando, le contestó que dejara de molestarlo porque el tiempo de esas minucias dejaría de dedicárselo a la magna creación de sus imprescindibles obras, sentía temor hacia los números.
Concretamente a uno, el 13, una manía definida como triscaidecafobia. Creía que iba a morir en un año que fuese múltiplo del mismo. Por eso de joven había acudido a encontrarse con una gitana que le advirtió de que tuviese cuidado con dos fechas, el 13 de junio y el 13 de julio. Y de ahí, quizá, que anduviese siempre obsesionado con el cálculo para no toparse con la cifra maldita, sirviéndose además de los servicios de varios astrólogos a los que consultó en distintos momentos de su vida. Mientras trabajaba, al llegar a la página 13, invariablemente sufría una parálisis. Y cuando compuso su ópera Moses und Aron («Moisés y Aarón»), eliminó deliberadamente del título la otra «a» de Aaron, porque de lo contrario sumadas todas las letras hacían el número fatídico.
«Un camino artificial y equivocado»
No es más que una anécdota, pero como el propio Schönberg sostenía «en los grandes hombres nada es secundario». Quienes como el fallecido director Nikolaus Harnoncourt consideran la escala dodecafónica, la mayor aportación de este autor a la historia de la música, «una construcción artificial (…) un camino equivocado», perciben que en gran parte de sus gélidos pentagramas las matemáticas oscurecen cualquier atisbo de emoción. Esa que con J.S. Bach se impone siempre genuinamente sobre la perfección del cálculo.
¿Emoción? Tal palabra representaba un anatema para Schönberg y algunos de sus discípulos. La máxima del arte moderno, también en la música, consiste en disgustar, provocar o frustrar al público. Sacarlo de eso que ahora se denomina su «área de confort» superando «las falsas seguridades, la ley de la inercia y de la masa, y sus mentirosas ansias de armonía», proclama Kurt Straser sobre el creador de Pierrot lunaire, que estos días se ofrece en el Teatro de la Abadía como parte de la programación del Teatro Real.
Fracasaron todos. «Ninguna de las agresiones cometidas premeditada o involuntariamente por los artistas modernos ha logrado transformar al público en algo distinto», dice Susan Sontag. Como Mahler, Schönberg también pensaba que su tiempo llegaría («la mente de los músicos y del público tienen que madurar si se quiere que comprendan mi música»). Y no es que su obra haya dejado de interpretarse desde su fallecimiento, pero desde luego, y pese a esos histéricos que se creen sus propias quimeras como una manera de reafirmar su fe en una pretendida «modernidad» que dura ya más de un siglo, este compositor no figura en las programaciones con la asiduidad de aquellos a los que venía a combatir, los representantes del «decadente gusto burgués». Precisamente lo que más se ofrece de él aún hoy es su espléndida Noche transfigurada, que en cierto modo sigue la estela de Wagner.
El renovador del lenguaje musical
En cambio, sus contribuciones a la renovación del lenguaje musical no admiten controversia alguna. Faltaría más. Ahí están reflejadas desde el principio en las composiciones de sus dignos sucesores, Anton Webern y Alban Berg. Y también en las de quienes, en el último siglo, tantas veces se han cobijado bajo su alargada sombra intentando acaparar la pequeña pero suculenta parcela destinada a la nueva creación frente a quienes abogaban por abrir otras vías de expresión, no necesariamente «retrógradas», pero distintas, sin imposiciones ni reglas basadas en los hallazgos que surgieron de la imaginación del «padre Schönberg», por más que esta resultara bien fértil.
Ha resultado enternecedor asistir ahora a otro «acontecimiento schonbergiano», como si su Pierrot lunaire no se hubiera estrenado hace más de cien años (113 en 2025, ¡peligro!). El aforo de La Abadía, en Madrid, es bastante limitado. Lo que predominaba entre la asistencia durante el estreno no eran precisamente jóvenes ávidos de novedad, o al menos necesitados de escuchar en directo, por vez primera, una obra considerada por algunos como el equivalente del Ulyses de Joyce o alguno de los principales filmes de Jean-Luc Godard. Yo he vuelto a ver estos días el Pierrot, le fou del cineasta suizo, que sigue siendo puro Godard, con momentos tediosos junto a otros sublimes o de una extraordinaria lucidez, como cuando Ferdinand/Pierrot se refiere a nuestra civilización presente como «la del culo». Las Kardashian aún no habían nacido (eso es saber anticiparse, captar oportunamente el espíritu de los tiempos).
Pierrot lunaire' y el acierto de la pitonisa
Había sobre todo en el teatro que fue de José Luis Gómez mucho invitado, y entre estos seguramente parte de la plana mayor de los compositores españoles de la vieja/nueva guardia, convocados como en peregrinación, aunque resultara voluntaria. Si Schönberg no lo consiguió, ¡que será de nosotros!, seguramente pensaría más de uno, quizá hasta lamentándose de haber seguido fielmente sus pasos, observados de cerca por el ojo vigilante del celoso cancerbero de las esencias dodecafónicas, san Pierre Boulez.
Por lo demás, hay que alabar el magnífico trabajo tanto de Xavier Sabata como de los miembros escogidos de la Sinfónica de Madrid, escasamente retribuido (se dirá que esto no es La Traviata, pero seguramente merecieron algo más de calor).
El espectáculo, que ya se había estrenado en el Liceo barcelonés, vincula en su arranque puramente teatral el mito de Narciso, de absoluta actualidad en nuestros tiempos dominados por el espejismo de las redes, con Pierrot, el melancólico y ambiguo personaje de la commedia dell’arte. A Sabata seguramente no se le escapa que Albert Giraud (cuyos poemas aparecen algo suavizados en la versión alemana de Hartleben; vale la pena leerse la estupenda traducción que en su día realizó Luis Alberto de Cuenca) se inspiró en La Tierra Baldía de T.S. Elliot, en uno de cuyos versos transita Tiresias. La versión mantiene la absoluta frescura del original por su testimonio de la radical soledad del hombre. Schönberg retrata aquí con la fuerza expresionista de sus medios, ricos, poderosos y sutiles, el desamparo del hombre contemporáneo ante la hostilidad de un mundo que no comprende, su perplejidad, nostalgia y hastío.
Por cierto, Schönberg falleció en 1951… el 13 de julio. La pitonisa lo clavó.