Putin y la 'Novena' de la victoria
Ahora que se conmemora el bicentenario de la creación de la última sinfonía de Beethoven, su gran legado universal, quizá hasta pueda venir bien un pequeño ejercicio de ciencia ficción. O no tanto…
En la primavera de 2026 todo está ya dispuesto en la Ópera Nacional de Ucrania para acoger el gran concierto con el que el recientemente elegido, apenas un par de meses antes, presidente vitalicio de Rusia, Vladimir Putin, pretende festejar el final de la guerra. Contra todo pronóstico, por sugerencia del propio líder, el programa se ha modificado a última hora. Después de la obertura de Russlan y Ludmila de Glinka ya no se interpretará la otra obra inicialmente prevista, la cantata Alexander Nevsky de Prokófiev, como había propuesto el director de la Orquesta y Coro del Bolshoi (desplazados hasta Kiev para la magna ocasión), el condecorado y leal primer consejero musical del régimen, Valery Gergiev. En su lugar, ahora ocupa el puesto de honor la Novena sinfonía, en re menor, opus 125 de Ludwig van Beethoven.
El cambio sin duda sorprendería a algunos de los principales invitados al evento, como al propio presidente de la República de Cataluña, Carles Puigdemont, cuya proclamada devoción por los Beatles o su afinidad con la sardana no le habrían hecho olvidar que la Oda a la alegría, elemento primordial de la obra del compositor alemán, había sido adoptada como himno de la Unión Europea, algo que seguramente debía conocer por sus años de exilio en Waterloo, y su correspondiente trabajo en el parlamento comunitario.
Incluso en sus tiempos mozos (parecía recordar), él mismo había tocado aquella simple melodía a la guitarra, siguiendo el popular arreglo de un compositor argentino, más tarde suicidado, Waldo de los Ríos, que además había servido de inspiración para una canción de Miguel Ríos, muy bien recibida en todo el mundo durante una época en la que, en muchos lugares, desde París a San Francisco, la juventud comenzaba a reclamar una mayor autonomía para decidir acerca de su futuro, liberada de corsés impuestos por los modelos más tradicionales.
Aquellos aún eran años de utopías por cumplir, y el anhelo de libertad que Schiller exponía en sus versos, y Beethoven había realzado a través de su música, podía servir para expresar no solo un anhelo superior, pero algo etéreo, compartido por toda la raza humana, si no también las más urgentes, concretas y terrenales ansias de independencia de un pequeño país, tanto tiempo sojuzgado por la crueldad de los zafios representantes de esa cosa vulgar llamada España («aparta de mi ese cáliz»), que tanto dolor había causado a lo largo de su azarosa historia.
Sus ansias colonizadoras, en otros momentos de mayor pujanza militar, habían trastocado para siempre las inocentes vidas de los remotos habitantes de aquella Arcadia remota que sus torpes navegantes confundieron con las Indias durante sus primeras expediciones punitivas a aquel vergel. Las naves de los crueles invasores solo albergaban desolación, rapacidad y oprobio.
El cerco de Leningrado y Pedro el Grande
Pero aunque nadie en el principal teatro de la capital ucraniana, finalmente rendida a pesar del coraje de sus últimos habitantes, que llegaron a emular a los fieros resistentes del cerco de Leningrado durante lo peor del terror nazi, pareciese reparar esta vez en los pensamientos de aquel pintoresco representante del reciente estado catalán, acaso sí llegarían a compartir con él pareja perplejidad. ¿Por qué Putin, un nacionalista a ultranza, nostálgico de la «gran madre Rusia» y de Pedro el Grande habría preferido personalmente a Beethoven, y su maravillosa última creación sinfónica, para celebrar su más reciente triunfo, fruto de su reconocido afán expansionista?
Putin y Gergiev habían llegado a discutirlo en las últimas semanas, durante los preparativos del acto musical. Más bien, el director había escuchado los argumentos de su patrón, limitándose a colocar algunos comentarios aquí y allá, casi a modo de sparring. En realidad, los juicios del músico le servirían al mandatario para apuntalar sus propias tesis. Lo cierto es que la rendida admiración del maestro hacia aquella encarnación moderna de Alexander Nevsky no admitía reservas de ningún género, ni si quiera cuando se trataba de abordar asuntos profesionales sobre los que no existía competencia alguna. Aunque en esta ocasión, tampoco habrían hecho falta.
Putin podía ser una bestia humana, pero tocaba el piano con cierta soltura y siempre había apoyado generosamente a las instituciones musicales de su país, más allá del deber, como resultado de sus propias afinidades particulares. Jamás hubiera hecho mención a una supuesta superioridad de Beethoven sobre los méritos incuestionables de Chaicovski, Mussorgsky, Prokofiev o Shostakovich. Entre otras cosas porque, aunque en el fondo lo juzgase de ese modo (sabía apreciar los prodigios de las últimas sonatas del alemán), jamás lo habría admitido, mucho menos en público. El asunto que realmente le ocupaba era la oportunidad que podía brindarle la elección de tal obra, su sentido último.
Bernstein y los nuevos aires de libertad
«Querido maestro, este es quizá uno de los días más señalados para el futuro de la humanidad y el lugar destinado para nuestra gran nación en el nuevo orden que estamos creando entre algunos, conscientes de la oportunidad histórica. Los símbolos, algo que los europeos parecen ignorar desde hace tiempo (y así les va), deben ocupar un lugar fundamental en una ceremonia como la que estos días nos disponemos a celebrar. ¿Por qué Beethoven y por qué su Novena en un instante tan crucial y significativo que debiera reflejar a través de nuestros propios grandiosos medios la indoblegable capacidad de nuestra patria para imponerse a sus enemigos, algo intrínseco a nuestro propio ser?», comenzó a interpelarse Putin con la retórica, mal impostada, de un Cicerón. Así hasta que su interlocutor, animado por la confianza de tantos años de admiración y trato recíproco, incluida alguna indescriptible humillación privada, se decidió a intervenir.
«Pero señor, no dudo en que usted, mejor que nadie, por cómo vivió desde dentro aquellos momentos trágicos, con esa mezcla de frustración, tristeza y rabia, sabe cómo las potencias occidentales se sirvieron de Beethoven durante esos crueles días para restregarnos en nuestra propia cara la infame caída de muro. Aquel impostor llamado Leonard Bernstein, al que sus compatriotas tenían por un falso comunista, impuso el cambio de la palabra 'Freunde' (alegría) por el grito de 'Freiheit' (libertad) en el tiempo de la 'Oda' para subrayar su victoria, durante el concierto de 1990. Me permito recordarle que en la farsa de orquesta que tocó aquella pésima 'Novena' retransmitida por televisión a todo el mundo había músicos norteamericanos, alemanes, franceses, ingleses y ¡hasta algunos enviados de nuestra propia Filarmónica de Leningrado!».
«¡Calla! ¡No me lo recuerdes! ¡Bien lo sé! Todavía escuece aquella infamia… », le interrumpió en ese punto el improvisado zar. «Aquel payaso traidor de Gorbachov se prestó voluntariamente a las peores iniquidades contra su pueblo. ¿Y a cambio de qué? Ni siquiera en las películas de James Bond dejamos de ser los malvados, sólo que ahora hasta se reían de nosotros…». «¿Y qué decir –se animó a intervenir de nuevo el director– sobre la relevancia simbólica, como usted mismo sostiene, que los alemanes le otorgan a esta obra cumbre de todo el arte musical cada vez que desean destacar algún hito? Usted mismo es un rendido admirador de Wilhelm Furtwängler, me consta, aunque nuestro Mravinski no le fuera a la zaga. ¿No recuerda que también fue la Novena la pieza elegida en 1951 para reinaugurar el nuevo Bayreuth, expurgados los vestigios, muy documentados, de cualquier relación entre Hitler y la familia de Wagner? El botafumeiro purificador ya se encontraba entre las notas que compuso Beethoven, agitado en el mensaje de reconciliación universal de Schiller, y de ello han sabido sacar buen provecho los alemanes, nuestros enemigos, ayer, hoy y siempre…
La inimitable profundidad de Furtwängler, en 1951
«Ay, Valery, por favor no metas a Furtwängler en esto, conozco de sobra el contexto de aquel acontecimiento que citas, pero sobre todo aún me remueve la interpretación que logró aquel día con una orquesta que tampoco es que fuese la Filarmónica de Berlín. Su profundidad es inigualable, por encima de cualquier nota mal tocada, vibra el mensaje de lo absoluto; casi se puede llegar a leer el pensamiento íntimo del director, su compromiso con la palabra revelada de eso que él debía considerar el supremo creador. Y así llegó a escribirlo él mismo. A través de Beethoven se han hecho realidad viva las palabras de Schiller, mucho más allá de todos los conceptos de la lengua: 'hermanos, por encima de la cúpula celestial tiene que morar un padre amoroso'. Ni Mussorgsky…»
»¡Señor! –en ese instante un acceso de ira tiño súbitamente el rostro de Gergiev llegando a interrumpir a su empleador. De inmediato su rubor viraría al rojo menos pronunciado de la vergüenza, la congoja y el terror.
«Lo sé, lo sé, no te culpo… Es casi una blasfemia, pero Beethoven… En fin, no tenemos mucho más tiempo para perder con estas cosas. Hay que decidir ya qué hacemos con Zelenski. Pedro Sánchez nos pide que lo exiliemos en lo que queda de España, se cree que así le irá mejor con nosotros. Pero yo prefiero fusilarlo después del concierto. Los mártires son un problema en la cárcel. Por eso Navalny… Aunque nada te debo, ni a ti ni a nadie, te explicaré el porqué…»
«Glinka para comenzar, como representante de la mejor escuela rusa, y además con la obertura de una ópera cuyo significado no se le escapará a ningún crítico. Pero luego no puede faltar la 'Novena'. Deseo que el mundo entero, y sobre todo los europeos, comprendan el mensaje que les estamos enviando: una vez hemos llegado hasta aquí, a sus mismas puertas, recuperando nuestro propio espacio, nuestra historia, no anhelamos nada más. A partir de ahora ya solo aspiramos a vivir en paz, todos hermanados. Compartimos vuestro himno de libertad y lo hacemos nuestro desde hoy. Dime, ¿quién podría oponerse a gesto tan noble?»
En ese punto, Gergiev, sobresaltado, cayó de rodillas ante el jerarca con expresión beatífica y aferrándose a sus tobillos… «Pero dígame, señor, ¿en verdad será esta la última vez?»
Putin, incómodo por la situación, se retiró unos pasos hacia atrás disponiéndose ya a abandonar la estancia en la que se había celebrado la conversación. Antes de salir, el dictador se giró y buscando los ojos del músico con su propia mirada gélida esbozó una leve sonrisa, puro enigma.