El trágico destino de la estrella que cayó
Estos días se han cumplido 120 años del nacimiento de Joseph Schmidt, «el cantante del pueblo» perseguido por los nazis, que logró cautivar a las audiencias de medio mundo solo con su voz
«Quedaban todavía algunos pasos. ¿Hacia dónde?». Seguro que en más de una ocasión, durante el final de la escapada, Joseph Schmidt se repitió a sí mismo idénticas o parecidas palabras a las del poema de José Ángel Valente. Toda su existencia hasta aquel momento había consistido para él en una ardua batalla hasta vencer sus limitaciones; y lograr así ese éxito para el que parecía destinado desde los primeros años, cuando su voz ya se dejaba oír en las ceremonias de la sinagoga. En aquella primera época de sueños nunca cumplidos, hasta se figuró que podría llegar a convertirse algún día en un admirado cantor litúrgico, pero su corta estatura se lo impedía. A su físico menudo, que apenas alcanzaba el metro y medio, le faltaba la presencia escénica que, en cambio, derrochaba sin reservas el aire convertido en sonidos mágicos de sus pulmones.
Schmidt nació el 4 de marzo de 1904 en Davideny, cerca de Czernowitz, durante el tiempo en que la región, hoy situada en el territorio envilecido de Ucrania, aún pertenecía al imperio Austro-Húngaro. De niño ya había dado buenas muestras de sus privilegiadas condiciones para el canto, reconocidas y admiradas por los miembros de la comunidad judía, incluso más allá de su propia localidad. Su precoz talento le llevaría a recibir las invitaciones de otras villas próximas, donde Joschi solía interpretar, al principio, viejas melodías sefardíes junto a las más populares y cercanas de Salomon Sulze, uno de los padres de la moderna música religiosa judía.
Con ese repertorio, al que durante la adolescencia sumaría varias arias de óperas y canciones napolitanas, se fue forjando el futuro tenor. El instrumento ya le acompañaba, poseía ese talento natural que sin embargo nunca es suficiente cuando se aspira a alcanzar elevadas cotas artísticas, sirviendo a los grandes compositores. Aún faltaba domeñarlo. Para desarrollar la técnica más adecuada a sus capacidades tuvo que marcharse a Berlín, donde aquel valioso diamante en ciernes se pulió en el taller de Hermann Weissenborn, de donde surgirían no uno si no dos cantantes gloriosos aunque con muy diversa fortuna cada uno.
El otro pupilo de Weissenborn, el barítono Dietrich Fischer-Dieskau, pasó por el ejército nazi durante la Gran Guerra. Pero concluida la contienda, pudo regresar a sus actuaciones en Berlín hasta desarrollar una de las carreras musicales más brillantes de la segunda mitad del siglo XX. En su despedida, la Ópera de Munich le tributó un homenaje muy emotivo, y aún después se dedicó a dar clases y escribir algún estupendo libro («Hablan los sonidos, cantan las palabras» es un ejemplo) hasta su apacible final. Schmidt tuvo peor suerte, aunque durante su breve, concentrado periodo de gloria su celebridad quizá refulgiese más.
El tenor tuvo que renunciar a su carrera en los escenarios de ópera alemanes, donde nunca llegaría siquiera a probar suerte. A lo mejor en Italia o España podría haber resultado de otra manera, pero en Berlín su diminuta figura se probaría ridícula al lado de sus posibles compañeros, torres infranqueables de la estirpe de Sigfrido. Incapaz de dotar de credibilidad a los héroes románticos con sus limitados recursos corporales, su prodigiosa voz no pasó desapercibida para los directivos de la radio, que en el crepúsculo del esplendor cultural berlinés programaban audaces sesiones de ópera a través de las ondas. Schmidt se convirtió en el cantante que mejor logró servirse de la técnica del micrófono para consolidar una meteórica carrera apoyada en su poderoso recurso: una voz de gran extensión y facilidad en el registro más agudo, un fraseo cálido y depurado y una expresión delicada que se explayaba en los tonos más sombríos, dotando a su canto de una honda melancolía, un conmovedor abandono ante los cuales resultaba difícil resistirse.
Más de 75 actuaciones radiofónicas en Berlín
En apenas cuatro años llegó a protagonizar setenta y cinco actuaciones, entre las cuales se sumaron casi cuarenta títulos operísticos, para la emisora Sender Berlín. Abarcó un repertorio amplísimo que da cuenta de su facilidad para el estudio y su extraordinaria versatilidad. No sólo se lució en los títulos más populares de Verdi, Puccini o Donizetti, también se le pudo escuchar en otros como Jean de Paris, Banka Kan, Dinorah, Le postillon de Lonjumeau o La muette de Portici, hoy casi olvidados, juntos a otros que todavía se interpretan ahora pero en escasas ocasiones: Benvenuto Cellini, Guillaume Tell, Vísperas sicilianas, Euryanthe o Los hugonotes. De algunas de estas obras, como una Forza del destino, han quedado registros fragmentarios, salvados por algún alma caritativa de la purga que los nazis estaban a punto de llevar a cabo contra señalados artistas judíos.
La popularidad que Schmidt logró durante el breve periodo de esplendor berlinés apuntaló su éxito en varias direcciones: grabó un buen puñado de discos para algunos de los sellos imprescindibles de la época (los que felizmente han logrado transmitir hasta nosotros la parte más suculenta de su leyenda), ofreció conciertos en los que algunas mujeres se lanzaban a abrazarle con maternal determinación conmovidas por la mezcla de fragilidad que transmitían tanto su canto como su peculiar físico y rodó varias películas. El cine de aquella época (también el de ahora, solo que entonces algunas de las estrellas más deseadas eran las de la ópera) se nutría no solo de actores, si no de músicos, principalmente cantantes, impulsados por la celebridad que les atribuían radios y actuaciones en teatros y salas de fiestas.
Los nazis no podían permitirse que su «cantante del pueblo», como le habían bautizado, fuese judío
El cine incluso supo rentabilizar lo que para los empresarios de la ópera era un inconveniente. En alguno de los primeros filmes que protagonizó, Josef Schmidt encarnaba al exitoso cantante de radio idealizado por las mujeres hasta que lo veían por primera vez en persona. Desencantadas por su estatura, lo rechazaban al instante. Luego, a medida que su popularidad fue en aumento ya pudo escoger algunos guiones más propicios. Por supuesto, en todas las películas aparecía cantando, desde arias de óperas hasta napolitanas, que él sabía interpretar como nadie haciendo suyas la nostalgia y el desamparo, el desamor y el desarraigo que estas canciones suelen trasladar ante situaciones dramáticas como el destierro, la traición o la pérdida de un gran amor, rara vez correspondido. Su doliente interpretación de Mal d’amore podía sugerir suicidios.
Su admirador Goebbels quiso salvarle
En lo más alto de su fama, justo cuando acababa de estrenar uno de sus mayores éxitos cinematográficos, Ein lied geht un die Welt (1933), se produjo el estacazo. En 1933, los nazis no podían permitirse que su «cantante del pueblo», como le habían bautizado, fuese judío. Lo despidieron de todos sus trabajos, su imagen fue borrada de los primeros filmes en los que había aparecido y las grabaciones de la radio, destruidas. Goebbels, el todopoderoso ministro de propaganda, pequeño como él, lo tenía por su artista favorito, su última película le había fascinado. Así que le facilitó una solución: podía declararse algo así como «artista ario honorífico», una concesión extraordinaria, y su vida ya no correría peligro. Schmidt se negó a renunciar a su identidad y se largó de allí.
La alargada sombra del régimen hitleriano le perseguiría hasta el final. Primero se estableció en Viena, donde pudo seguir actuando, e incluso participar en alguna célebre película de aquel tiempo, como «Una estrella cayó desde el cielo» (1936). En esos primeros años, logró además realizar algunas giras, presentándose en Palestina, los Balcanes y Estados Unidos. En Nueva York cosechó grandes éxitos, sobre todo a raíz de sus intervenciones en el Radio City Music Hall, donde apareció con la estupenda soprano Grace Moore (también fallecida prematuramente, en su caso en un accidente de avión en el que perdió la vida el padre del actual rey Gustavo de Suecia). Al parecer, el aclamado tenor también estuvo en el Caribe, o al menos se dice que durante un tiempo pretendió establecerse en Cuba, bien lejos de sus perseguidores. En España no llegó a actuar, aunque entre sus grabaciones se halla una interesante versión de la Jota de El trust de los tenorios, titulada como Española, y otra de La Paloma de Iradier, interpretada en italiano.
Las autoridades helvéticas decidieron enviarlo a un campo de refugiados gobernado por el sadismo de un cruel oficial que les hacía levantarse de sus barracones en pleno invierno
Lo más seguro para Schmidt hubiese sido seguramente plantearse una carrera en Norteamérica, donde tantos músicos judíos encontraron refugio. Pero temía por la salud de su madre. Regresó a Europa para verla y luego volvió a establecerse en Viena, de donde partió tres días antes de la anexión del país a Alemania. Primero huyó hasta Bruselas para cantar la única función en un teatro de ópera de su vida, una representación de La Bohème de Puccini. En su fuga perpetua recaló en París y, en cuanto los nazis volvieron a hacer acto de presencia, escapó a la aparentemente neutral Suiza.
Una simple lápida y un asteroide con su nombre
Las autoridades helvéticas se lo encontraron un día por la calle, sin que pudiera aportar ninguna documentación. Así que decidieron enviarlo a un campo de refugiados gobernado por el sadismo de un cruel oficial que les hacía levantarse de sus barracones en pleno invierno, en medio de la noche, donde dormían solo tapados con hojas de periódico, por pura diversión. Apenas resistió los rigores de tan inhumano lugar. Contrajo una neumonía y se lo llevaron al hospital. El médico que lo atendió, sin demasiado interés, le dijo que tenía mucha suerte de encontrarse en aquel «vergel»; en Alemania, seguramente, le tendrían cavando zanjas. El consuelo no fue suficiente para él. A los pocos días falleció de un infarto. Apenas había cumplido 38 años.
Como suele ocurrir casi siempre en estos casos, las reparaciones llegaron demasiado tarde. La mala conciencia de sus carceleros suizos les llevó, años más tarde, a colocar una placa en su recuerdo, en Gierenbad, cerca del campo donde se consumieron sus últimos días. Se le enterró en la misma zona, en el cementerio judío de Friesenberg, próximo a Zurich. En su simple lápida puede leerse: «Una estrella cayó», sutil referencia al trágico final del tenor a partir del título de una de sus más célebres películas. Ya en nuestro siglo, al parecer, un astrónomo bautizó un asteroide con su nombre, «en compensación hacia una figura trágica de la historia… los asteroides nunca caen».