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El violinista Yehudi Menuhin

Veinticinco años sin Yehudi Menuhin, el músico humanista

El 12 de marzo de 1999 desaparecía Lord Menuhin, en su día Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, uno de los grandes violinistas del siglo XX, firme partidario del diálogo y la razón para superar cualquier conflicto

Yehudi Menuhin parecía caminar por la vida sin temor. Había tratado con el triunfo desde niño, al más alto nivel. Y tuvo una existencia más que plácida, plena y feliz. Como dominó bien temprano todos los resortes de su sutil arte (también gracias a formidables maestros como George Enesco), trabajó mucho, ganó más que de sobra y trató a todas las principales personalidades del siglo XX, conquistó, no muy tarde, su propia atalaya liberal donde le quedaba algún tiempo para reflexionar sobre los grandes asuntos mundanos y espirituales. Su personalidad innovadora y creativa le convirtió en una de las voces más respetadas entre los artistas de su tiempo a la hora de proclamar desde la necesidad de una educación integral al entendimiento entre los pueblos.

Einstein asistía perplejo a sus conciertos, Nerhu le enseñaba a hacer el pino antes de una recepción oficial, Karajan se permitía indicarle cómo debía tocar el violín (y por eso solo actuaron juntos en una ocasión; era un hombre de maneras exquisitas, pero tampoco un santo dispuesto a poner siempre la otra mejilla) mientras exploraba con Duke Ellington los secretos del jazz. Tampoco debían ser tantos para quien a los siete años ya se había presentado ante el mundo con la Sinfónica de San Francisco y, a los quince, de la mano de Edward Elgar, uno de los más venerados compositores británicos del siglo XX, se encargó de estrenar su Concierto para violín, obra no precisamente fácil hasta para un virtuoso.

El anhelo de Bach y la Capilla Sixtina

Su infancia no había sido la de un niño corriente. Nació en Nueva York, en 1916, y apenas una década más tarde actuaba ante el público parisino como prodigio del violín. Mientras los de su edad soñaban con glorias deportivas o insólitas exploraciones aventureras surcando los mares, él solo quería que le dejasen tocar la Chacona de J.S. Bach en la Capilla Sixtina, ante el Papa. Creía que de esa manera contribuiría a que se alcanzase la paz mundial. No era mal propósito. La música, desde Aristóteles, se cree que puede llegar a calmar hasta los temperamentos más exaltados. Lo cual no siempre es cierto, como luego se comprobó fatalmente en Auschwitz. Ni tampoco ofrece remedio alguno contra la estupidez.

Menuhin en 1927 en las páginas de un periódico

Quizá aquel temprano deseo denotara una cierta presunción, aunque en su descargo pudiera atribuírsele a la pura inocencia infantil. Aquella humildad con la que se dirigía a sus interlocutores (puedo dar fe) en sus últimos años, no parecía albergar ninguna duda acerca del dominio alcanzado sobre el ego, a lo que seguramente contribuyó su descubrimientos de la meditación durante alguno de sus primeros viajes a la India. Su ausencia de pretensiones resultaba sorprendente a quien pudiera estar acostumbrado a lidiar con las ínfulas cotidianas de cualquier joven estrella, tenor o pianista, sin una décima parte de su bagaje intelectual. Menuhin irradiaba cordialidad, paz y una íntima, discreta sabiduría, siempre dispuesta a batirse serenamente en duelo de argumentos, pues huía de las declaraciones pomposas o los juicios definitivos.

Buscaba siempre el equilibrio, como cuando recomendaba quedarse con lo mejor de las contribuciones de la filosofía occidental y oriental

Profundo humanista, frente al único camino recto, o vertical, él elegía la horizontalidad, la capacidad de pensar por uno mismo. Al igual que Bertrand Russell, creía que «la sabiduría comienza allí donde se venera la personalidad humana», con todas sus posibilidades y matices. Buscaba siempre el equilibrio, el ejercicio de una cierta flexibilidad, como cuando recomendaba quedarse con lo mejor de las contribuciones de la filosofía occidental y oriental. O a la vez denunciaba los excesos en la explotación de los recursos naturales, un mal propio del capitalismo, y descreía de la utopía comunista que, en su afán igualitario, se olvida de preservar el bien más preciado para los hombres, la libertad.

Yehudi Menuhin con su su hermana Hephzibah en 1937

Firme opositor contra todo dogmatismo, no tenía reparos en afirmar que no se sentía cómodo frente a la rigidez impuesta de los mandamientos. Y al mismo tiempo cuestionaba el «no intervencionismo» a rajatabla que podía derivarse de la estricta aplicación de los preceptos budistas. Sobre esto último solía poner el ejemplo de una amiga suya que, encontrándose una vez en la India, al ver que una niña parecía ahogarse en una piscina, no había dudado un instante en lanzarse al agua para salvarla. Por supuesto hizo lo correcto, pero su actitud le valió serias recriminaciones de varios de los presentes, según los cuales había que haber dejado que ocurriese lo que tuviera que suceder porque, al final, la vida no es más que el principio de otras que se van repitiendo.

500 actuaciones para los aliados

A Menuhin el interés por los problemas del prójimo se le despertó durante la segunda contienda mundial. Hasta entonces, su vida se había desarrollado en un peregrinar por los mejores auditorios del hemisferio occidental, rodeado del boato que a menudo suele acompañar a los grandes estrellas de la música. Vetado por la Alemania nazi por sus orígenes judíos, decidió dedicar sus días a ofrecer conciertos organizados por la Cruz Roja para las tropas aliadas. Participó en quinientos, interpretando obras de hondo sentido emotivo o espiritual, como el Ave Maria de Schubert, junto a otras alegres. Durante ese tiempo, mientras convivió con soldados de todas las clases en los barracones de cada guarnición, conociendo de primera mano los problemas e inquietudes de la gente normal, se iría tejiendo su sólido compromiso social.

Antes de finalizar el conflicto, en Estados Unidos, su colega Jascha Heifetz había creado una suerte de sindicato con otros músicos destacados. Su propósito era hacer «lobby» para que en los próximos años no ocurriese lo que ya parecía previsible, que numerosos músicos europeos intentaran abrirse un hueco en Estados Unidos, disputándoles su reinado. Heifetz le propuso a Menuhin asociarse aportando su fama y prestigio, lo que seguramente redundaría en él éxito de la iniciativa. Este no solo se negó, si no que fue una de las primeras personas en viajar hasta Alemania para mostrarle todo su apoyo al director de la Filarmónica de Berlín, Wilhelm Furtwängler, que había decidido permanecer en Alemania durante el tiempo que duró la guerra.

Para él, estaba claro que Furtwängler era 'un hombre bueno atrapado entre rufianes y criminales'

Frente a quienes le criticaron por apoyar abiertamente a un «elemento de la propaganda nazi», Menuhin, que con el tiempo llegaría a cuestionar la política de Israel en su negativa a buscar un entendimiento con Palestina, manifestó su absoluta creencia acerca de la inocencia del maestro. Para él, estaba claro que Furtwängler era «un hombre bueno atrapado entre rufianes y criminales, un representante de lo mejor de Alemania, la de Goethe, Schiller y Heine, alguien que solo vivía para servir a los compositores, inmerso en otro mundo, trascendente, el de la música que interpretaba».

Pionero de los músicos en Hollywood

En 1948, Menuhin se convirtió además en el primer músico que aceptaba una curiosa propuesta de Hollywood. El productor Paul Gordon contactó con él para que protagonizara una película, Concert Magic, que en realidad consistiría en la filmación de un concierto. Su propósito era llevar la música hasta las localidades donde el violinista jamás podría actuar por falta de tiempo. Cuando los jefes del estudio de Gordon evaluaron la idea, inmediatamente la desecharon. Nadie iba a pagar sólo por ver un concierto de música clásica en pantalla grande. Así que el propio Menuhin «pasó la gorra» entre varios de sus amigos millonarios para que financiaran aquel experimento, que tuvo un éxito moderado. Las críticas fueron casi todas estupendas, salvo un par: la reiteración de primeros planos del artista iba en detrimento del aprecio de lo esencial, la música de Mendelssohn (interpretó su célebre concierto para violín). Al final mucha gente acudió a ver la proyección, pero no en cantidad suficiente para cubrir la producción.

Menuhin con su hermana en Amsterdam en 1963

En cualquier caso, Menuhin permaneció siempre abierto a iniciativas que sirvieran para llevar la música a nuevos públicos, ampliando sus estrechas fronteras. Sus populares colaboraciones junto a Ravi Shankar o Stephane Grappelli, que vendieron miles de discos, pudieron valer para anticipar fenómenos posteriores como el de los Tres Tenores. Si aquellas colaboraciones comerciales sirvieron para acercar a otros oyentes a la música de Bach, por la que el violinista hizo tanto en su temprana difusión, habría valido la pena (aunque la calidad, sobre todo de la segundas, deje bastante que desear). Pero si además, estas iniciativas proporcionaron los fondos necesarios para algunos de los distintos proyectos educativos en los que el también director se implicó personalmente, el empeño ya estaría más que justificado.

Violinista y humanista esencial

Hoy, veinticinco años después de su desaparición, el iluminador legado de Yehudi Menuhin admite escasa controversia. Descontadas sus miles de actuaciones y grabaciones, que le acreditan como uno de los violinistas esenciales de la primera mitad del siglo XX, ha quedado el ejemplo de un artista comprometido con las principales causas de su tiempo, en la línea de los grandes intelectuales ya desaparecidos. Y mayormente la advertencia de una tarea fundamental, el valor de señalar al hombre la necesidad absoluta que tiene de conformar aquello que con extraordinaria lucidez resume Zygmun Bauman: «una conciencia autosuficiente que esté mucho mejor equipada para hacer frente al desencanto y al cinismo, preparada para evitar una escapatoria frustrada a un pequeño mundo privado».