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César Wonenburger
César Wonenburger
Historias de la música

El triste final del sueño de Fitzcarraldo

De un día para otro, desaparece uno de los principales festivales líricos internacionales, inspirado en la aventura del protagonista de la obra maestra de Werner Herzog

Actualizada 04:30

Captura del film Fitzcarraldo

Captura del film Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog

A finales de los 70, Werner Herzog se encontraba buscando un asunto a la medida de su desbordante fantasía, un nuevo reto inhumano al que poder consagrar otra nueva película. En esas andaba cuando recibió la llamada de un amigo que le contó la fascinante historia del peruano Carlos Fermín Fitzcarrald, un acaudalado empresario del caucho, aventurero ocasional, que había protagonizado una de esas hazañas increíbles que tanto atraían la curiosidad del director de Aguirre, la cólera de Dios.

Fitzcarrald (que en realidad se apellidaba Fitzgerald) se había propuesto recorrer la distancia terrestre entre dos ríos que transcurrían de manera paralela desmontando la embarcación que lo trasladaba pieza por pieza, y repartiendo las partes de la carga entre los distintos miembros de la tripulación, hasta llegar a la otra orilla. Fue una prueba de resistencia, un desafío a la medida de una indoblegable voluntad, pero al final lo logró, aunque por el camino la expedición tuviese que remontar hasta un promontorio.

A la imaginación de Herzog le bastó aquel relato para transformar la proeza en otra aún más descabellada, una nueva vuelta de tuerca. Su idea para el filme partiría de una imagen, la de un barco de vapor ascendiendo por la ladera de una montaña mientras se escucha la voz del tenor Enrico Caruso. Dicho y hecho, aunque el proceso resultó tan arduo y pleno de obstáculos como por otra parte era imaginable al trasladarse a rodar hasta los confines del territorio amazónico: accidentes aéreos, problemas de financiación, deserciones, ….

Lo primero era encontrar un héroe a la medida del protagonista, convertido en Fitzcarraldo para la ocasión, un excéntrico y soñador alemán movido por un único deseo fantasioso: construir un teatro de ópera en una ciudad colindante con la región selvática. Su primera opción fue el actor Warren Oates, de facciones rudas, y después pensó hasta en el presidente de Argelia, algo inasumible. Luego le tocó el turno a Jack Nicholson, que seguramente habría bordado el personaje si su codicia no se hubiera interpuesto: los cinco millones de dólares exigidos como caché suponían un escollo insalvable para una producción europea.

Entra en juego el líder de los Rolling Stones

Así que Herzog tuvo que conformarse con Jason Robards, al que acompañaría en un papel de camarada y compañero de fatigas el mismísimo Mick Jagger. El rodaje se inició con ambos, y circulan por ahí algunas imágenes de las primeras tomas, como una muy lírica del líder de los Rolling contemplando el arco iris desde la embarcación mientras se oye a Caruso interpretar Una furtiva lágrima, de El elixir de amor de Donizetti. Pero entonces Robards, que arrastraba algún problema cardíaco, cayó enfermo y tuvo que abandonar el rodaje. Al poco le seguiría su co-estrella, que no podía esperar eternamente al sustituto de su colega mientras la banda le aguardaba para iniciar una gira musical. El director lamentó sobre todo su marcha. En Jagger había encontrado «una intensidad extraña y loca» que le fascinaba.

Durante aquellos años, una suerte de lazo fatal se conjuraba de vez en cuando para unir los destinos de Herzog y Klaus Kinski, protagonista de algunos de sus filmes mayores, como el propio «Aguirre» o «Nosferatu». Sus trabajos conjuntos siempre habían logrado el éxito, pero las consecuencias de rodar con el insoportable padre de Nastassja eran apenas asumibles. Kinski apareció como caído del cielo para salvar aquella película, encantado de reconocer que nadie en el mundo podía clavar a aquel lunático mejor que él mismo.

Las semanas de filmación fueron un horror por sus desplantes, insultos y ataques de egocentrismo. Pero no hay discusión posible: si Fitzcarraldo es una obra maestra imperecedera del séptimo arte se debe en gran medida al maravilloso trabajo del actor, cuya personalidad magnética, naturaleza caótica y gestualidad desmesurada casan perfectamente con el temperamento y los anhelos del personaje al que presta vida en el filme (con la complicidad, por supuesto, de la divina Claudia Cardinale, aquí en el apogeo de su espléndida madurez).

Hasta Caruso pudo haber cantado allí

El éxito internacional de Fitzcarraldo, la mejor película de 1982, serviría además para rescatar otro sueño, muy parecido al de su protagonista. De hecho, la primera escena se rodó en el teatro de ópera que durante unos años había ejercido como exponente del esplendor alcanzado por la industria del caucho en Brasil. Hasta se afirmaba que los ricos comerciantes de Manaos, a principios del siglo XX, habían logrado enrolar a Enrico Caruso para su hermoso coliseo lírico, símbolo de la ciudad amazónica.

Con el tiempo, y seguramente bajo la influencia del filme, las autoridades de Manaos llegaron a creer oportuno volver a apostar por la restauración, reapertura y puesta en marcha de ese teatro. Con notable visión, la inteligente apuesta cultural tenía como propósito añadir atractivo a las posibilidades turísticas de la zona. Para quienes conozcan la ciudad, que no se encuentra ni entre las más célebres ni visitadas de Brasil, su embrujo primordial reside en la proximidad de la selva amazónica y poder ver de cerca «el encuentro de las aguas», ese momento en el que el río Solimoes, como en ese tramo se conoce al Amazonas, de color arcilloso, y el río Negro, mucho más oscuro, parecen caminar hermanados, en paralelo, durante varios kilómetros («Vê como se separan duas águas/ que se querem reunir, más visualmente; / É un coraçao o que quer reunir as mágoas/ De un passado, ás venturas de um presente», según el poeta Quintino Cunha).

Su majestuoso teatro, la auténtica joya situada en lugar predominante, el más elevado de la zona noble

La urbe en sí misma, azotada por una humedad inmisericorde que incrementa la sensación de calor asfixiante, limita sus encantos a la posibilidad de visitar su modernista mercado, donde se exhiben a la vista de la clientela los sabrosos pescados de la zona, y sobre todo poder coronar la cuesta que conduce directamente hasta su majestuoso teatro, la auténtica joya situada en lugar predominante, el más elevado de la zona noble. ¿Y qué mejor que poder concluir una jornada de visita a la mágica selva pudiendo disfrutar en su interior de alguna de las óperas de Antonio Carlos Gómes, el compositor brasileño de Il Guarany, tras cuyo estreno en La Scala milanesa, en 1870, se le llegó a comparar con Rossini y Verdi, y de Lo Schiavo, inspirada en la lucha de liberación de los esclavos negros en su país; o de Heitor Villa-Lobos, que entre sus contribuciones líricas compuso una «Yerma», además de coloristas ballets como «Amazonas».

Un festival que logró poner a Manaos en el mapa

De ese impulso nacería el Festival Amazonas de Ópera, que ha sido hasta su cancelación, anunciada repentinamente estos últimos días, una de las escasas y más relevantes citas líricas de toda Latinoamérica por la ambición, imaginación y el rigor de sus programaciones, siempre equilibradas, que no solo se han limitado a ofrecer lo principal del repertorio, con hitos como haber presentado el primer ciclo completo del «Anillo» wagneriano en Sudamérica. Su inquieto director artístico y musical, Luiz-Fernando Malheiro, una de las principales batutas brasileñas, se había esforzado siempre por ofrecer también propuestas más arriesgadas, como se corresponde con la naturaleza de un festival, incorporando desde el Peter Grimes de Britten, Lulu de Berg o Lady Macbeth de Shostakovich hasta títulos recientes de compositores brasileños de hoy como Joao Guilherme Ripper («Piedade»).

Y justo ahora, cuando la programación para este mismo año ya estaba aprobada y a punto de empezar a desplegarse (además del anuncio para los próximos años de «Los maestros cantores» de Wagner y Guillaume Tell de Rossini), de un día para otro, las autoridades brasileñas han comunicado que no habrá festival, obligando a cancelar los compromisos adquiridos y dejando helados a los miles de turistas (mayormente europeos) que cada año se desplazaban hasta la zona, en parte, deseando revivir algo del filme de Herzog.

Ahora hay otras prioridades, según los políticos

Quien tiene la sartén por el mango no precisa ofrecer demasiados argumentos. Las autoridades han dicho que la edición prevista del Festival Amazonas de Ópera no se celebrará porque existen otras prioridades económicas más urgentes que atender. Ante esa explicación solo puede apuntarse aquello que decía Esquilo, «todo lo que existe es justo e injusto, y en los dos casos igualmente justificable». Hay argumentos de sobra que explican la idoneidad de mantener una cita como el certamen carioca, incluso desde el punto de vista económico: la apuesta por el empleo (no solo de artistas, sino de todo el personal técnico implicado), el turismo, la proyección de la cultura brasileña, … A los que seguramente los políticos opondrán otros igualmente razonables: quizá la necesidad de apuntalar los servicios públicos de sanidad, educación, etc. No estaría de más que la iniciativa privada aportase su granito de arena: los ricos latinoamericanos presumen de sus abonos al Met y la visita veraniega a Salzburgo, pero luego no suelen hacer nada por la música en sus países.

Aunque el gran Vinicius de Moraes (no confundir con el otro) nos diga que «solo la poesía puede salvar al mundo de mañana», hay quien opina que lo más urgente es atender, aquí y ahora, a los que más lo necesitan. Pero no por ello deja de ser una auténtica lástima que una hermosa iniciativa que parecía tan consolidada desaparezca así, como si nada, sin que nadie se proponga desarrollar un esfuerzo de imaginación administrativa para hacer todo posible. Al menos en eso consistiría la política, algo que también tiene que mucho ver con el cumplimiento de los sueños, como el de Fitzcarraldo, ahora sometido a la cruda realidad.

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