La ONE celebra los 200 años de la obra que Beethoven consideraba su mayor logro
La Orquesta y Coro nacionales, tras su final de temporada en Madrid, visitan el Festival de Granada para ofrecer la monumental Missa Solemnis, la preferida, y quizá la más enigmática, de las creaciones sinfónico-corales del compositor alemán
El resplandor popular de su «Novena Sinfonía», con su entusiasta cántico final a la confraternidad universal que tanto ha inspirado a algunos bardos menores (Miguel Ríos cosechó el mayor éxito de su rockera trayectoria apropiándoselo en una versión de bolsillo, como un complemento de moderados efectos lisérgicos, en versión hispana, al ‘Imagine’ de Lennon), ha opacado la otra gran efeméride beethoveniana de este 2024.
Un par de meses antes del estreno de la «Novena», es decir, hace también 200 años, se presentó por primera vez al público la obra que el propio compositor consideraba la más importante de su generoso catálogo, pródigo en contribuciones maestras, sobre todo durante esos decisivos años finales en los que el genio, liberado de cualquier corsé, pareció aventurarse por novedosos senderos expresivos que iban incluso más allá del romanticismo que comenzaba a imponerse en salas y salones.
Es más, como si pretendiera suscitar la curiosidad sobre esa otra partitura recién alumbrada, durante el mismo concierto en el que el autor puso de largo su última sinfonía ante sus seguidores vieneses, incluyó tres de las cinco partes que integran la «Missa Solemnis», que nunca ha gozado del mismo unánime y generalizado aprecio, quizá por tratarse de una partitura más compleja, hermética, inefable (el beethoveniano Wilhelm Furtwängler rechazó siempre interpretarla al no comprenderla del todo).
La Nacional recala en la cita musical veraniega de Granada
Por eso ha resultado todo un acierto que la ONE, en lugar de dejarse arrastrar por las modas, haya escogido ahora la «Missa Solemnis» tanto para clausurar su magnífica temporada, el pasado fin de semana, como para presentarse este miércoles en el Festival de Granada. Desde luego, a buen seguro su interpretación de esta cumbre inmarcesible de toda la música sacra no causará entre algunos los «desmayos» que ha provocado la Filarmónica de Viena a su paso, tocando allí mismo el «Capricho Español» de Rimski-Korsakov o la «Danza Húngara número uno» de Brahms, pero la interpretación de la catedral sonora de Beethoven dejará flotando sobre el despejado cielo granadino más dudas que certidumbres, como corresponde con la propia naturaleza frágil e indescifrable del hombre.
Porque quien espere encontrar en esta magna obra respuestas a sus cuitas más íntimas y profundas, o simplemente sosiego para su espíritu, es difícil que pueda llegar a alcanzarlos. Ni siquiera una interpretación más bien epidérmica, ilustrativa, bien aquilatada de estos desconcertantes pentagramas como la que en estos días pasados se nos ha ofrecido, en Madrid, bajo la batuta siempre esclarecedora de David Afkham, habrá servido para limar sus irregulares perfiles, tornándola más próxima y comprensible. En algún apunte anterior ya habíamos anotado, aquí mismo, que al gran Riccardo Muti le había tomado nada menos que medio siglo de profundo estudio acercarse a un plausible entendimiento de sus esencias, y por eso solo al término de su periodo como titular de la Sinfónica de Chicago, un punto y aparte (casi final) en su prolífica y distinguida carrera, se decidió a programarla por primera y única vez.
Afkham es aún joven, y aunque domina a fondo la técnica, seguramente tendrá tiempo de profundizar aún más en una obra que al propio Beethoven le llevó concebirla casi una vida de experiencias de todo tipo (sufrió, sí, pero no tanto como a veces se afirma), y varios años de dedicación intermitente darle su forma definitiva. ¿Qué perseguía en verdad el compositor? Eso solo lo saben él y los musicólogos que se ocupan de dar palos de ciego entre la sombras. «¿Por qué hacer tan grandes proyectos si la vida es tan breve?», se cuestionaba Horacio. Pero Beethoven pensaba con las luces largas puestas en el futuro sobre su propia imagen en el curso de la historia («¿quién no cambia gustosamente salud, reposo y vida por reputación y gloria?», se interrogaba Montaigne).
Beethoven buscaba afirmarse también como gran autor en la música sacra
Un autor que había ampliado los cauces de la música de su tiempo, señalando nuevos procedimientos, otros caminos posibles, no podía ignorar la relevancia del repertorio sacro en la historia del arte occidental: algo tenía que poder decir él mismo al respecto, y lo que había hecho hasta el momento, en ese sentido, no le hacía justicia a su propia grandeza. Así que seguramente, en los últimos años, decidió labrarse su propio lugar entre los Palestrina, Victoria, Bach, Händel Mozart…
De estos cinco, al menos había estudiado a fondo las señeras contribuciones al género de todos excepto del español (aunque también habría que añadir a Haydn). Pero además, siguiendo el dictado de Cicerón, para quien «filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte», Beethoven quizá sintiese la necesidad, viendo que la única cita impostergable se aproximaba cada vez más en su horizonte, de expresar algo de su propia cosecha sobre algo trascendental como la fe.
Solo que a fuerza de ser sincero, las personales reflexiones de Beethoven resultan mucho más crispadas, en forma y fondo, que el dulce consuelo, la efusividad que resplandece en general, la calma que nos proporciona la «Misa en si menor» de Bach. El rebelde compositor de Bonn interpela al altísimo con una fuerza y un vigor inusitados, a veces hasta con cierta violencia: las resolutivas apelaciones del coro, por más que se encaminen hacia las regiones más altas en busca de paz y misericordia, rezuman inquietud. Hay que aguardar hasta bien transcurrida la obra para hallar algún tipo de consuelo, una luz que se imponga sobre su ambigüedad, como esas sublimes melodías beethovenianas que nos alejan parcialmente de la zozobra: el sonido del oboe que se cuela en el segundo movimiento de la «Séptima», todo el remanso lírico de la «Novena» tras el violento Scherzo, el evocador Adagio del «Emperador»,…
El caos como último destino del hombre
Aquí es el sonido etéreo del violín, que remite a sus grandes sonatas para el instrumento (o incluso al movimiento lento de su concierto), el que parece restablecer una cierta serenidad a partir de su aparición en el «Sanctus». Pero todo se resuelve como en espejismo. En el concluyente «Agnus Dei», que en principio parece seguir esa misma senda conciliadora que permita albergar una cierta esperanza, resuenan de la manera más sorpresiva (aunque el efecto ya estuviera apuntado en Haydn) los ecos de tambores y trompetas, precursores de la guerra. El caos es siempre el último destino del hombre. Y no hay más que fijarse en sus actuales circunstancias: cuando los conflictos bélicos parecían para siempre desterrados de Europa, la invasión de Ucrania vuelve a situarnos ante la posibilidad de nuestra aniquilación como especie, algo a lo que se han sumado ataques tan salvajes como el perpetrado por Hamás en Israel, con las conocidas consecuencias. «No hay paz para los malvados», rezaba el título de un interesante filme español; pero en medio de la refriega también parecen caer los justos, buenos y nobles.
Tampoco hay posible respuesta frente a las súplicas humanas, o Beethoven se la ahorra con ese final abrupto, abierto, que desconcierta o descorazona. Asegura Jan Swafford, en su magnífico ensayo sobre este autor, que la «Missa Solemnis» concluye así porque el compositor ya tenía esbozada su continuación, una enmienda a la totalidad. Precisamente esa «Novena» que apunta hacia el hombre como esencial, auténtico artífice de su propio destino, en el caso ideal de que este renunciara a sus egoístas pretensiones para hermanarse con el prójimo, algo que seguramente le satisfacía como el librepensador que era, solo al final del viaje más volcado hacia una inclasificable religiosidad, pero que también se encuentra reflejado en el centro del pensamiento cristiano.
Un final de temporada ambicioso, lleno de ideas
En cualquier caso, que una interpretación relativamente memorable, pero en conjunto interesante, de la «Missa Solemnis», con apreciables solistas; un coro que dio lo mejor de sus posibilidades (hubo tiranteces sobre todo entre las mujeres, ¡cómo no en una obra que las empuja sin concesiones hasta el mismo límite!); una orquesta magnífica en todas sus secciones e intervenciones individuales (soberbia la concertino), y un director que si bien no arriesgó hasta desentrañar los secretos más profundos de una obra con tantas aristas ejerció el máximo control para que el singular edificio jamás se tambaleara, sirva para hacernos reflexionar sobre nuestra humilde, compleja condición a través del pensamiento de un coloso como Beethoven, justifica de sobra la existencia de unos conjuntos tan sólidos, en un gran momento artístico, como los de la Orquesta y el Coro Nacionales. Así se concluye una temporada, con ambición y sembrando ideas.