Crítica de ópera
El realismo sucio de la «Madama Butterfly» del Real desactiva las emociones
Bronca en los saludos para el equipo escénico, que traslada la historia de amor de la geisha a los sórdidos arrabales de una urbe asiática de hoy. Triunfa Saioa Hernández en su debut en el rol
Damiano Micheletto nunca engaña, otra cosa es que su mercancía sea del agrado de todos. El director italiano se ha ganado ese sólido prestigio en la escena lírica que hoy se logra, sobre todo, siguiendo el mismo libro de instrucciones que a fuerza de repetirse también empieza a mostrar ya signos de un cierto agotamiento: los trucos del prestidigitador se vuelven ya demasiado obvios, obsoletos. Y así se ha apreciado ahora en la versión escénica de una de las obras líricas preferidas del público: en cuanto se regresa al repertorio, el Real vuelve a ocupar su aforo al completo, como sucedió este domingo. Nadie quiere perderse una «Butterfly», aunque esta de hoy, por fuerza, nada tenga que ver con aquella versión estrenada en este mismo teatro, en 1907, con la presencia de Rosina Storchio, la soprano que ya había participado en la «première» de la ópera en Milán, y una fastuosa escenografía presidida por un telón corto japonés que realizó para la ocasión el artista Joaquín Xaudaró, muy apreciado por entonces.
Si la protagonista de la ópera de Puccini era una geisha adolescente destruida por las falsas promesas de amor de un veleta oficial de la marina norteamericana (lo cual servía además como contrapunto para mostrar las contradicciones entre las costumbres y modos de vida de Oriente y Occidente, y de paso recrearse en un exotismo con mucho de postal), para conectar la historia con el presente, que es la coartada de la que se valen estos directores modificando a su antojo los libretos, nada más oportuno, a su parecer, que esquivar la poesía entre las líneas del drama original de David Velasco, luego potenciada por la rica paleta del compositor, para ofrecer algo más próximo a lo que podrían servir un Bukowski o, también, por qué no, Raymond Carver… es decir, unas gotas de realismo sucio.
Una premisa de partida incongruente
La premisa de partida resulta aquí tan incongruente como para lastrar todo su desarrollo posterior. Quien haya visto, por ejemplo, los capítulos de «Expats», la estupenda serie que protagoniza Nicole Kidman, situada en Hong Kong, apreciará fácilmente que las chicas ahí retratadas se encuentran a años luz en todo, pero mayormente en sus actitudes hacia los hombres, del «moderno» retrato que pretende ofrecernos Micheletto. Pero vamos a ver, en nuestros tiempos, ¿alguien puede creerse que una profesional del sexo taiwanesa, por ejemplo, va a quedarse colgada de un maduro ejecutivo norteamericano hasta el punto de tener un hijo suyo y aguardar pacientemente su retorno, sin tener una sola noticia de su vida (en plena época de IG y Facebook) durante siete años, según la nueva variante de la historia?
Pero es que además, esa primera idea se da de bruces contra otro aspecto esencial, aquí sencillamente orillado: toda la escena de la boda, convertida en grotesca carnavalada en la que los familiares de Cio-Cio-San se juntan con los compañeras de oficio de la chica, entre otros estrafalarios asistentes, para aportarle más colores estridentes a la inevitable foto y llenando de paso el escenario. Ese enlace, fingido solo para la acomodaticia moral del descreído esposo, tiene un propósito reiterado una y otra vez en las declaraciones del marino: prestarse a esta ceremonia es lo que finalmente le permitirá yacer con su juguete, como él la llama. De otro modo, sin matrimonio no habría acceso carnal. ¿Cómo se explica, según la versión de Micheletto, que un asiduo a los lupanares tenga que casarse con la prestadora del servicio como paso previo para acostarse con ella? Sencillamente ridículo.
Las contradicciones se suceden una tras otra y no es cuestión de elaborar ahora un catálogo con los dislates. Seguramente se opondrá que el teatro tiene sus propias convenciones, en las que resulta preciso creer. Y efectivamente, así es. Pero puestos a elegir, permitan que nos quedemos con las que ya propusieron Puccini y sus estupendos libretistas. Resulta más convincente que dejarnos embaucar por una supuesta «puesta al día» que, como ya se ha dicho, se encuentra ampliamente superada no ya por esa misma realidad que aquí se pretende evocar, si no por su propio reflejo en obras de ficción actuales, como la referida serie televisiva. Incluso en lo que atañe a la propia escenografía, aquí parecen haberse inspirado en un producto tan conocido, ya a estas alturas, como el musical «Miss Saigón», cuyo montaje londinense permite apreciar alguna escena prostibularia, con más y mejores efectos.
En esta, en buena medida, fallida adaptación del drama pucciniano, el más logrado de todos en la plasmación de la psicología del personaje principal (por algo era la criatura favorita de su autor), los protagonistas deambulan un poco perdidos, aunque Micheletto resulte casi siempre un eficaz director de actores. La evolución de Cio-Cio-San se refleja primordialmente a través de la voz, siguiendo las propias indicaciones de Puccini, más que fruto de una caracterización que poco aporta a ese trágico periplo vital que le impone madurar a marchas forzadas: el horrendo vestuario, que en nada favorece a Saioa Hernández, tampoco ayuda en ese sentido.
El ansiado reconocimiento local a la gran soprano madrileña
La soprano madrileña, que por fin empieza a ser reconocida como una figura por el teatro de su ciudad (después de haber triunfado en medio mundo), no parece sentirse del todo cómoda en el arranque, cuando debe conferir a la adolescente esa mezcla de ingenuidad, dulzura y la amorosa entrega de quien aguarda crear con su amado un mundo exclusivo que satisfaga y agote en sí mismo todos los anhelos de la pareja.
Pero a medida que el drama avanza, provocando su indeseado despertar a la crueldad de la vida, el peso de una voz importante, caudalosa, apoyada en un centro de considerable riqueza, que se expande sin problemas por todo el recinto, otorga su justo sentido a ese tránsito hacia el sacrificio final. Aún debe encontrar más matices para situarse al nivel de las dos grandes Butterfly españolas, Victoria de los Ángeles y Pilar Lorengar. Tiene tiempo por delante, talento e inteligencia de sobra.
A partir de Con onor muore (aunque ante ya había ofrecido oportunos destellos en el Che tua madre) la densidad vocal y emocional que la Hernández confiere a la protagonista confluyen en ese final conmovedor, capaz de clavar al espectador a la butaca con toda su intensidad. El Un bel dí vedremo se vio lastrado por una cierta morosidad del tiempo escogido, que en algunos momentos, como ocurre últimamente con Nicola Luisotti, resultó ciertamente letárgico, haciendo que se perdiera buena parte de la tensión. Por lo demás, el director italiano se mostró como un eficaz concertador, recreándose en los clímax aunque dejando escapar algo de la fantasía que aportan esos momentos en los que Puccini parece apuntar hacia el impresionismo, como el llamado «sueño de Butterfly».
El tenor Matthew Polenzani posee una voz más bien fea, y a veces muestra un vibrato de resonancias caprinas, poco agradable. Pero a cambio es un intérprete seguro, con un buen ascenso al agudo, y procura siempre frasear con elegancia, lo cual no se sabe si conviene aquí al dibujo que Micheletto pretende trazar de Pinkerton como un tipo sin escrúpulos, cobarde y finalmente pusilánime. Sus orígenes belcantistas, y una cierta debilidad del instrumento (que no llega ni de lejos al «spinto»), le permiten aportar algo de dulzura a algunas frases que tendrían más que ver con la idea, generalmente más ambigua, que el propio compositor tenía de este personaje, sembrándolo de inesperadas aristas: ¿llegaría en el fondo a enamorarse un poco de la geisha? Ese abandono a veces parece sugerirlo, lo cual no casa bien (pero lo mejora, los cantantes pueden permitirse estas licencias si son inteligentes) con el retrato unidimensional del director de escena.
Muy destacado el Goro del tenor vasco Mikeldi Atxandalabaso
Entre el resto de los protagonistas (y el casamentero, aquí proxeneta, lo es de sobra en esta ópera), destaca sobre todo el Goro de Mikeldi Atxandalabaso, un tenor empeñado siempre en roles característicos, porque él quiere y porque de ese modo se ha convertido en figura indispensable cuando se desea dar el justo realce a cierto tipo de roles considerados, a veces erróneamente, menores. Estuvo espléndido, como suele ser habitual, con una voz que a menudo corre mejor que las de los tenores protagonistas, y muy metido en la parte: quizá sea la suya la más lograda entre las caracterizaciones que ofrece Micheletto, pero claro, el artista vasco es además un soberbio actor, un lujo para cualquier ocasión, como ya ha demostrado, por ejemplo, en Salzburgo o más recientemente en Covent Garden.
De relativo menor interés la Suzuki simplemente cumplidora de la mezzo Silvia Beltrami y el Sharpless rudo, sin pizca de nobleza, de Lucas Meachem (se aguarda más, cuando lo encarne, del barítono español Gerardo Bullón, que acaba de obtener un resonante triunfo como Scarpia en la prestigiosa Ópera de Stuttgart). Hay en esta ópera un buen número de pequeños papeles, ahora servidos con decoro. Buena prestación del Coro Intermezzo (uno de los momentos escénicos más logrados fue durante su esperada intervención al final del segundo acto) y de la Sinfónica de Madrid, sin momentos de especial destello.
Abucheos para el equipo escénico durante los saludos
Pareciera como si parte de la poesía que se echa en falta en la despojada lectura de Micheletto, y que no conviene confundir con sentimentalismo, lastrara también, de alguna manera, el fundamento musical de esta ópera en la que las emociones deben fluir naturalmente genuinamente desde el escenario, elevadas por el foso, ante el apasionado retrato que Puccini supo trazar de su heroína preferida. Si no hay lágrimas, mal asunto. Y en el Real, a falta de pañuelos, arreciaron las protestas cuando salió a saludar el equipo escénico, lo que para ellos representa siempre un triunfo. Triunfo, de verdad, solo quizá el de Saioa Hernández, reconocida finalmente como «la diva de casa».