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Mario de las Heras

Simple Minds, la máquina del tiempo que se llevó las Noches del Botánico a los 80

La banda que fue en sus inicios tan grande como U2 dio un recital de nostalgia con sus canciones invencibles

Madrid Actualizada 11:46

Simple Minds en el BotánicoVíctor Moreno/Noches del Botánico

Waterfront, un himno de un disco, Sparkle in the Rain, lleno de ellos, fue la primera bala de una banda incombustible, y perdón por la palabra tópica, pero es difícil encontrar un grupo con casi medio siglo de edad que suene con semejante frescura. Simple Minds suenan tan maravillosamente como siempre en un mundo que es otro.

En el público se ven los años transcurridos, pero como el sonido es el de entonces se produce un milagro que va creciendo. El repertorio va al grano: la década de los 80 y sus grandes, grandísimos éxitos ahora que se recuerdan, que resuenan en este otro mundo donde lo que se estila es el reguetón y no el punk, la electrónica o el new wave.

La década de Simple Minds

Qué gusto este pequeño reducto de Las Noches del Botánico, un mundo fantástico donde volver a ser un niño como los protagonistas cuando sacaron su nombre de una canción de David Bowie. Ellos soñaron con Bowie y alcanzaron su planeta, vivieron en él en los 80 al lado de U2. En España había fanzines (clubes o peñas, como las de los pueblos, donde se juntaban los fans, se escribían folletos o se compartían recuerdos) a medias entre los escoceses y los irlandeses.

La década maravillosa de los Simple Minds fue yendo y viniendo, de arriba abajo, repasada por unos dueños pletóricos, fuera de un estrellato desde hace mucho tiempo que sin embargo han sabido guardar por dentro para sacarlo de vez en cuando (o a menudo) y protegerlo durante 30 años sin una sola arruga. Un prodigio.

El vocalista de Simple Minds, Jim Kerr, durante el concierto en el Jardín BotánicoVíctor Moreno/Noches del Botánico

La voz de Jim Kerr ya le gustaría conservarla a Bono, cuando ambos, veinteañeros, provocaban el delirio con ese lirismo rockero heredero del punk que el productor Steve Lillywhite hizo reconocible para siempre. El himno como seña de identidad, algo de folclore de la patria, la electrónica, el cóctel único Simple Minds cuyos cubos de hielo se iban derritiendo en el Botánico.

Sanctify your love sonaba y los ¡oooh! también. Era el himno y también la melodía. 1985 y Regreso al futuro. Y luego un viaje a las profundidades del éxito, a la esencia del New Gold Dream de 1982, el disco que cambió todo, del que Bono dijo que se lo llevaría a una isla desierta. Glittering Prize podría haber sonado en cualquier película de la época.

Como Miracle. Hombreras y corbatas finas. Crestas y rayos. Parecía que iba a salir Daryl Hannah con el aspecto de Un, dos tres Splash! en cualquier momento. Qué disfrute. El público ya estaba subido en el cubículo de la montaña rusa y no paraba de gritar y de bailar, un poco con coditos y rodillitas como decían los de Muchachada.

El Botánico parecía una discoteca neoyorquina, una fiesta como a la que iba Cocodrilo Dundee con su enamorada periodista. El pelo rizado y levantado de una chica se recortaba en las luces del escenario y, entre fogonazos, eran los 80. No hacía falta cerrar los ojos, aunque sí fue recomendable al escuchar la flauta irlandesa de Belfast Child, preámbulo de la apoteosis junto a Someone Somewhere in the Summertime.

'El club de los cinco'

Don’t you (Forget About Me), el gran número uno de los escoceses llegó y el delirio y la alegría y la nostalgia se alargaron tanto como Kerr alargó la canción que no quiso Brian Ferry. Era la canción de El club de los cinco, la mejor película del «brat pack» (aquellos jóvenes actores de moda que luego fueron estrellas, la mayoría), el techo comercial y de público de Simple Minds.

Los protagonistas de El club de los cinco (1985) de John Hughes

La canción que vale un concierto a la que siguieron tres bises, el último Alive and Kicking, el segundo mayor éxito de su historia, gloria de la melodía y del lirismo y del recuerdo. Así había que salir la noche calurosa del Botánico, igual de contento que Judd Nelson cuando Molly Ringwald le regaló su pendiente y le dio un beso después de haber pasado el sábado (no importa que fuera miércoles, ya casi jueves) castigados en el instituto.