En Bayreuth no tienen claro lo que quieren, tampoco los políticos
Triunfo en lo musical para el nuevo Tristán e Isolda, con las mayores aclamaciones para Semyon Bychkov y algunos abucheos a la minimalista puesta en escena, en la inauguración de la gran cita de Wagner
Ruido de sables, más bien de urnas, en Bayreuth. Los Verdes de la coalición que mal gobierna en Berlín han debido enterarse recientemente de que existía un compositor llamado Wagner, y cuyas obras se representan cada verano, como parte de un certamen centrado exclusivamente en su obra, en esa localidad bávara. Y quizá, como el festival se celebra en la llamada «Colina Verde», los radicales con mando en el Reichstag han decidido que por fin ha llegado la hora de tomar cartas en el asunto. Tienen una buenísima idea para el evento, lo cual ya es para echarse a temblar. Afirman que hay que abrirlo a otros compositores: quizá piensan que debería representarse allí algo de Villa-Lobos, cuyas óperas casi no se montan hoy, por su conexión con el paisaje y los habitantes de la Amazonía.
Puede que Katharina, la bisnieta del autor de 'Lohengrin', no tenga muy claro cómo hacer que la obra de su pariente mantenga su vigencia en tiempos de TikTok y Karol G
Y no estaría nada mal que se hiciera, de hecho Tenerife planea representar la ópera que este mismo autor brasileño escribió sobre la Yerma de García-Lorca. Pero los wagnerianos (muchos de ellos peregrinaron hasta Manaos cuando allí se programó, hace unos años, el primer «Anillo» completo en Sudamérica, gracias a la audacia de Luiz-Fernando Malheiro) desearían que les dejasen tranquilos.
Puede que Katharina, la bisnieta del autor de Lohengrin, no tenga muy claro cómo hacer que la obra de su pariente mantenga su vigencia en tiempos de TikTok y Karol G, y por eso sus apuestas resulten a menudo disparatadas, balbuceos infantiles destinados a epatar a un público que a estas alturas ya ha visto de todo, pero Bayreuth perdería toda su esencia si se convirtiese en otro certamen europeo más, esos donde la última genialidad destinada a permanecer en el olvido tras cuatro funciones convive con una «Traviata» cuya puesta en escena recrea las orgías celebradas en la mansión isleña de Berlusconi a través de cantantes que, en algunos casos, no hubieran pasado de interpretar roles secundarios hace treinta años, eso sí, todos monísimos.
Acuerdo entre las autoridades bávaras y los Verdes del Gobierno
Por suerte, parece que la sangre finalmente no ha llegado al río porque las autoridades federales de Baviera ya les habían dicho antes a los Verdes que sacasen sus manos de Wagner. En lugar de liarse a navajazos, tal que aquí, parece que incluso ¡han llegado a un acuerdo positivo para la cita!: no solo el planteamiento artístico de Bayreuth no se toca, si no que tanto el gobierno estatal como el federal pondrán cada uno 85 millones de euros (hasta 170) para mejorar las infraestructuras que en su día ideó el propio Wagner, y que se corresponden con el ideal de todos los teatros de ópera modernos (casi nunca alcanzado: Bayreuth fue, hace casi 150 años, mucho más allá que el resto gracias a su inspirador y al que puso el dinero, el visionario monarca Luis II; buena ocasión para volver a ver estos días la película que le dedicó Visconti, con Helmut Berger).
Y de ese modo, Bayreuth ha vuelto a abrir las puertas este jueves con menos estrépito que durante los últimos años, aunque de nuevo los únicos dardos fueron para la puesta en escena. Quizá la consigna era no escandalizar demasiado esta vez, no ocurriera que las autoridades Verdes fuesen a creerse que las protestas del público debían exigir su intervención. En cualquier caso, la responsable ministerial que asistió al evento seguro que no logró ver mucho: el desolador «Tristán» del islandés Thörleifur Örn Arnarsson, cultivado en el teatro de prosa, ahorra en iluminación. Todo ocurre entre pálidas sombras y algún destello ocre, como se corresponde con esta ópera de las sombras. Pero si la política se atuvo únicamente a los que expresan los protagonistas en su singular alemán, seguramente entendería menos, porque el «Tristán» es quizá la creación más metafísica de su autor.
Lo que sucede cuando caen las máscaras
Todo lo verdaderamente importante sucede bajo el peso de las máscaras, como apunta el director de escena para justificar el estatismo de su propuesta; aunque en realidad un analista despierto y con gran capacidad de síntesis pueda resumir sus cuatro horas de reclamos sobre deudas del pasado, apelaciones al poder sugestivo de la noche, anhelos insatisfechos y dúos exaltados que acaban en muerte, como lo siguiente: el proceso mismo de un orgasmo, desde la exaltación incontenible que busca una pronta salida disfrazado de deseo hasta su casi siempre descorazonador desenlace, eso que los franceses denominan con toda propiedad como «la pequeña muerte».
Pero por encima de todo, en «Tristán» subyuga esa música narcotizante, que todo lo envuelve, sumergiendo al espectador en una suerte de trance que a veces conlleva fatales consecuencias: el director Joseph Keillberth falleció de un infarto durante el intenso intercambio erótico del segundo acto («aquí huele a sexo», apuntaba James Joyce), una suerte solo equiparable a la de quien recibe la última visita en pleno fragor amoroso. Y en Bayreuth, el prodigio suele estar garantizado gracias a esa orquesta invisible, pero cuyos subterráneos fulgores se entremezclan de un modo ideal con las voces, logrando una íntima fusión como no se opera en ningún otro lugar.
En el foso se encontraba, además, un director excepcional que ha tenido tiempo de madurar su conocimiento del compositor a lo largo de una carrera amplia, fructífera y prestigiosa (recuerdo que su primer Lohengrin, como él mismo me dijo, fue aquel que logramos ofrecer en el festival lírico coruñés, en 2005, con el recordado Johan Botha: luego incluso lo llevarían al disco). Sobre su labor al frente de la lectura musical de este «Tristán», lo más apreciado y aplaudido de todo, solo cabe apuntar lo que no hace tanto ya dije, aquí mismo, cuando Bychkov dirigió esta misma obra en Madrid. Desde el inicio mismo del preludio, envuelto en imágenes de brumosas olas atlánticas, como las que un día surcó Breogán, impone esa serenidad a partir de la cual va tejiendo, sin prisas, un sinuoso tapiz pleno de colores sobre el que se insertan sin grandes agobios las voces.
Bychckov, gran conocedor de la obra, destapó el tarro de las esencias
Hay directores que se precipitan al «Tristán» como quien se zambulle en el mar, sin pensárselo más, para iniciar el nado como un frenesí sin otro objetivo que llegar sanos y salvos a la otra orilla, al final de su enorme travesía. Bychkov no parece tener prisa por destapar el tarro de las esencias; mima el sonido en todo momento, demorándose en cada detalle, paladeándolo sin perder de vista el pulsado de la acción. El maravilloso coro se sumó a sus exigencias, cumpliendo en todo momento su breve pero fundamental cometido, añadiendo emoción al final del primer acto.
En «Tristán» se requiere el milagro de aunar una voces resistentes y al mismo tiempo expresivas, capaces de sortear los mil escollos en los que las encierra la imposible escritura wagneriana, siempre al límite. Al concluir la función inaugural, jaleados por el publico como auténticos héroes, Christian Shagger y Camilla Nylund no dejaban de abrazarse emocionados: el tenor incluso hizo un intento por levantar a su compañera en el aire, como si ambos hubiesen conquistado Roland Garros. Ambos estuvieron impecables, aunque en el caso de él, en su tremendo monólogo del final, asomaran algunas dificultades, con durezas apreciables, pero que para nada empañaron su cometido, pleno de arrojo y seguridad, a lo largo de los tres actos: fue un Tristán plenamente creíble, lo que ya es bastante, y el público lo ovacionó largamente, con todo tipo de expresiones.
Dibuja la soprano Camilla Nylund, como su aquí ideal compañero, todos los perfiles de Isolda, desde los más fieros (donde quizá sufre un poco) hasta los íntimos, apasionados y soñadores
Lo mismo puede decirse decirse de su compañera, la Nylund, intérprete siempre sensible, a veces algo distante, incapaz de forzar jamás unos medios algo limitados para la parte, y con alguna dificultad en el extremo más grave. Su dúo en el acto segundo ha sido quizá el momento de mayor emoción, el instante en el que ambos intérpretes supieron dibujar la esencia misma de esa pasión incontrolable que se nutre y se desborda desvelando nuestra disimulada naturaleza, fruto de esos pactos y convenciones que aseguran la sociabilidad. Dibuja la soprano, como su aquí ideal compañero, todos los perfiles de Isolda, desde los más fieros (donde quizá sufre un poco) hasta los íntimos, apasionados y soñadores.
En un peldaño más abajo se situaron el resto de los artistas convocados: Christina Mayer tuvo que acudir a cumplir con una sustitución de último momento: resolvió la papeleta, aunque para los cruciales avisos se pudiera demandar algo más de abandono. Günther Groissböck, como Marke, es un intérprete siempre sólido, con esa expresión noble a veces lastrada por su casi grotesca gestualidad que le impele a mover frecuentemente la boca nerviosamente de un lado hacia el otro, en busca quizá de la posición más adecuada. Tampoco su registro agudo se encuentra del todo liberado. El Kurwenal de Olafur Sigurdarson, de voz tan firme como impersonal, se mostró una veces impreciso y otras desdibujado en la mayor parte de sus intervenciones, que en muchos casos, sobre todo hacia el final, requieren de una mayor empatía con la dramática situación de su amo.
Abucheos para el equipo escénico, difícilmente comprensibles
Menos escandalosos que otras veces, pero los abucheos resonaron otra vez durante los saludos conclusivos para el equipo escénico. A veces resulta complicado ponerse en la mente de los guardianes más puros de la esencias wagnerianas, porque nada hay en esta puesta en escena (salvo un par de detalles insignificantes) que desborde los límites de la obra original. Cierto que si de algo peca es de un cierto estatismo, pero eso es algo intrínseco a «Tristán», donde las acciones se suceden mayormente en el interior de los personajes. Esta es una ópera casi Bergmaniana, y así parece entenderlo este hombre del norte forjado en el drama de prosa, como el islandés Arnarsson, más proclive al simbolismo oculto tras las páginas de un Strindberg que a lo que algunos nuevos públicos parecen demandar también en Bayreuth: acción sin límite, como en una película de Sergio Leone, aunque «la íntima armonía de las almas fundida en una sola» reclame a todas luces algo más sosegado. ¿Sabrán, en el fondo, lo que quieren?