El hórreo de Valle-Inclán y la playa de Lloret
Esta próxima semana «Marina» regresará al Teatro de la Zarzuela en una nueva producción de la obra que tuvo dos estrenos distintos, hasta conquistar al público de varias generaciones posteriores
En los jardines de la Academia de España en Roma hay un hórreo. En una ocasión en que visité a un amigo compositor en el magnífico edificio que alberga la institución, el antiguo monasterio de San Pietro in Montorio, muy cerca del Janículo, la colina que aloja un templo consagrado al dios Jano según retrata Ottorino Respighi en el episodio impresionista de sus célebres Pinos de Roma, creí que el emplazamiento en ese lugar de la típica construcción agrícola, como las que aún pueden verse en algunas fincas del rural gallego y asturiano, se debería a Valle-Inclán. El escritor había dirigido la Academia hasta poco antes del 36, encargándose además él mismo de decorar algunas de sus estancias (y no se le debió dar mal, porque algunos muebles aún continúan obstinadamente prestando sus servicios en el mismo sitio donde fueron colocados).
Pero no, la historia del hórreo es ciertamente valle-inclanesca, aunque nada tuviese que ver con el autor de Luces de Bohemia (obra que por cierto está de aniversario, y con alguna zarzuela de nueva creación sobre la misma pendiente aún de oportuno estreno). Resulta que algún avispado anticuario italiano pretendió, en su momento, venderle el hórreo a un millonario estadounidense por una suma importante para decorar alguna de sus mansiones, haciéndola pasar sin remilgos por una reliquia de los tiempos de Augusto. El ansia del cliente por adornar sus posesiones con algo de arte milenario europeo no debió de generarle dudas y el engaño a punto estuvo de prosperar.
La residencia del célebre Templete de Bramante
El negocio parecía ya consumado, pero a la hora de embarcar aquel vestigio de la antigua arquitectura romana, en el último minuto, las autoridades aduaneras italianas se apresuraron a deshacer la transacción, requisando la mercancía. Y cómo no sabían muy bien dónde ubicar el granero pétreo, no se les ocurrió nada mejor que enviárselo a la Academia de España, donde quizá permanezca aún para sorpresa de los visitantes del magnífico albergue histórico, cuyo encanto primordial (más allá de sus impresionantes vistas, que desde el promontorio permiten apreciar una amplia panorámica de la Ciudad Eterna) reside en el célebre Templete de Bramante.
Si los creadores musicales de hoy también pueden encontrar en este remanso de paz y belleza, ubicado en el Trastevere, un refugio gratuito para la creación, junto a escritores y otros artistas, en el que inspirarse, deben saber que en gran medida el responsable de su suerte fue Emilio Arrieta. Sí, el creador de Marina, que también resultó uno de los directores más activos del Real Conservatorio de Madrid, puso su granito de arena para que, a partir de 1873, la música ocupara un lugar relevante en la Academia española de la capital italiana.
Aquel niño parecía tener talento para la música
La iniciativa del compositor, académico, crítico e impulsor (con escasa fortuna) de la ópera española seguramente tuvo mucho que ver con las penurias por las que él mismo tuvo que atravesar durante sus años de formación en Italia. Arrieta, nacido como Pascual el 20 de octubre de 1821, en Puente de la Reina (Navarra), se quedó huérfano muy pronto. De él se hizo cargo una hermana que se vino a Madrid, y tuvo la certera intuición de que aquel niño, en lugar de encomendarse a las labores agrícolas en su tierra, podía aspirar a labrarse un futuro distinto, quizá más promisorio, como músico.
Al demostrar un precoz talento para las notas se pensó en enviarlo a Italia. Le embarcaron en un navío de contrabandistas (el pasaje debía resultar más económico) que alcanzó las costas de Génova, y de ahí por tierra ya hasta a Milán. En el conservatorio de la ciudad lombarda tuvo entre sus maestros a Nicola Vaccai, autor de un célebre Método práctico vocal que desde 1832 aún se emplea por quienes desean iniciarse en los enigmas del «canto legato». Allí mismo entabló amistad con otro aún más joven alumno, Amilcare Ponchielli, el autor de una de las fundamentales óperas del repertorio verista, La Gioconda. Arrieta las debió pasar canutas durante ese periodo. Teniendo que elegir en qué emplear sus magros recursos, en varias ocasiones llegó a desmayarse durante las clases por su severo régimen alimenticio.
Pero como le ocurriría en los momentos más importantes de su vida, logró cobijarse bajo el regazo de un protector: en esta etapa sería el conde Julio de Litta, que le concedió un estipendio para que pudiera completar sus estudios; más adelante, Isabel II, a la que acabaría traicionando; Alfonso XII y el político Adelardo López de Ayala, su mayor benefactor desde sus distintos, influyentes cargos, como el de ministro, hasta la muerte.
Un primer triunfo en Milán, con Temistocle Solera
A través de los conocimientos perfeccionados en Italia, y su innegable valía, compuso una primera ópera que gozó de cierta estima cuando se estrenó en el teatro del propio conservatorio milanés, Ildegonda (hoy más que olvidada). Aquel temprano éxito, y sin duda los consejos de su libretista, el inefable aventurero Temistocle Solera, animaron a Arrieta (ya reconvertido en Emilio, que debía parecerle más apropiado para la carrera internacional) a regresar a España dispuesto a llevar a cabo la empresa de su vida: fundar la ópera española, capaz de medirse en originalidad, vigor e influencia con las obras de los autores italianos de su tiempo, los preferidos, hasta ahora mismo, de la afición lírica española.
Solera, siempre a la caza de las mejores oportunidades de negocio y faldas, y Arrieta parece que llegaron a competir (o crearon entente cordial) por lograr los favores de Isabel II. Se dice que ambos, pero sobre todo el autor del texto de Nabucco, fueron sus amantes, por orden o no. El primero logró la gracia de convertirse en el empresario del Teatro del Real Palacio, aportación de la monarca a la vida musical madrileña. El segundo, además de estrenar allí mismo Ildegonda, y casi inmediatamente después una segunda colaboración con su amigo libretista, La conquista di Granata, fue nombrado Real Maestro de la Real Cámara y Teatro, y profesor particular de música de la reina (de ahí, quizá, provengan los salaces comentarios de algunas lenguas viperinas).
A la búsqueda del éxito de la ópera española
Convertido en ilusorio «rey de la pomada» (a otra suerte de regencia no podía aspirar), Arrieta llegó a creerse que había un filón cierto para la ópera española, forjada, cómo no, bajo las formas de la italiana, pero sobre asuntos históricos propios y una música que, si bien podría hundir sus raíces en el rico patrimonio de nuestro país, debía tender un puente directo con las creaciones de sus contemporáneos de la patria de Monteverdi y Dante.
Su suerte le permitía, en aquella primera etapa, despreciar los intentos de otros de sus colegas coterráneos, como el gran Barbieri, que en otros teatros más proclives al encuentro con audiencias menos cortesanas estaban llevando a cabo, por otros medios, la progresiva, vigorosa consolidación del auténtico género lírico español, la zarzuela, que Arrieta consideraba demasiado vulgar: había que aspirar, en todo caso, a algo «más elevado».
Llegó el día en que Arrieta, tras perder el favor de la monarca, tuvo que tragarse el orgullo, arremangarse y comenzar a colaborar con aquellos otrora denostados estajonovistas del teatro musical español
Pero como suele ocurrir durante el transcurso de una vida larga, más cuando se refiere a los creadores, sujeta al caprichoso albur de los patrocinadores, públicos o privados, llegó el día en que Arrieta, tras perder el favor de la monarca, tuvo que tragarse el orgullo, arremangarse y comenzar a colaborar con aquellos otrora denostados estajonovistas del teatro musical español.
Ahí ya comenzó a interesarle la más plebeya zarzuela, según sus opiniones, llegando a contribuir a engrosar su repertorio con un número considerable, hoy en su mayoría títulos despreciados (por la desidia de los programadores, que apuestan a caballo ganador, lo mismo de siempre). Obras como El dominó azul, El motín contra Esquilache o El potosí submarino, por citar solo tres de su nutrido catálogo, merecerían sin duda una mayor atención en los teatros españoles: cómo se va a pretender que un género en el que lamentablemente no parecen creer ni los de aquí pueda resultar algún día Patrimonio de la Humanidad.
Creador del himno «¡Abajo los Borbones!»
Arrieta, que tras la precipitada marcha de Isabel II se dio prisa en componer un himno, «¡Abajo los Borbones!», con letra de Antonio García Gutiérrez (autor de El Trovador, que le inspiraría a Verdi una de sus óperas más populares), fue en buena medida víctima del mayor éxito de su carrera, casi el único que le ha sobrevivido plenamente. Con la colaboración del escritor, abogado y político Francisco Camprodón compuso su célebre Marina, que como una suerte de reflejo de sus propias contradicciones o ansias artísticas, vio la luz primero como zarzuela, en 1855, estrenándose en el Teatro Circo madrileño, y luego, tres lustros más tarde, reconvertida en ópera para el inicio de su exitosa segunda vida a partir de la aparición en el Teatro Real (1871).
Curiosamente no fue su autor, que siempre suspiró por convertirse en respetado autor de óperas, quien propuso rehacer su zarzuela más popular. El tenor Enrico Tamberlick, uno de los favoritos de las audiencias del Real, parece haber sido el instigador de la transformación, en la que intervendría el escritor Miguel Ramos Carrión aportando los versos adicionales que propiciaron la nueva propuesta en tres actos (no ya los dos iniciales) como era habitual para las óperas. En cualquiera de sus dos versiones, Marina constituye una de las cimas populares del teatro musical español, cuyos números principales se han convertido en temas asumidos naturalmente por la colectividad durante varias generaciones, incluso por personas que desconocían su procedencia.
Pérez Galdós y la truculencia en la ópera
Es cierto que como propugnaba irónicamente Pérez Galdós a la ópera española quizá le haya faltado truculencia, esas tramas hechas de giros imposibles, pero de enorme efecto dramático para inspirar a los compositores músicas plenas de brío, ensoñación y plasticidad que tantas veces encontramos en varios de los títulos canónicos del repertorio italiano, por ejemplo. Pero precisamente la ingenuidad del argumento de Marina, su simpleza, realzada por los versos de sus autores, adquiere en la música de Arrieta, en su principal virtud, esa facilidad melódica por la que otros autores se habría dejado cortar un dedo o hasta la mano entera si de ese modo se les garantizara, todo su innegable encanto.
Cuando se escuchan sus principales temas en voces privilegiadas como las de los tenores Alfredo Kraus o Jaime Aragall, por citar sólo a los dos principales representantes modernos en grabaciones del decisivo rol de Jorge, esa ternura cautivadora, que por un momento sacia los corazones con emociones insospechadas, nos sitúa en un paraíso común, el de una misma lengua compartida; lo que podría llegar a expresarse de otro modo, pero entonces nunca nos conmovería de la misma manera.