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El compositor Georges Bizet en 1860

Cinco obras (que no son 'Carmen') de Bizet, el desdichado Van Gogh de la música

En el principio ganó premios y obtuvo becas prestigiosas, destapándose como un virtuoso compositor de operetas al que comparaban con el joven Mozart

Cuando se habla de un artista desgraciado que a pesar de sus esfuerzos no conoció el éxito que sí llegó de forma póstuma e impresionante, siempre se habla del pintor Vincent Van Gogh. El holandés es el paradigma del descubrimiento tardío, de la infelicidad y la vida trágica que bien podría haber sido distinta si hubiera obtenido algún reconocimiento.

Podría decirse que, más allá de su obra prolija y extraordinaria y valiosísima, el mundo conoce a Van Gogh por sus circunstancias personales. Mayormente, un buen número de personas es capaz de identificar Los Girasoles con su nombre o sus autorretratos con o sin oreja (la oreja es otro de los impepinables motivos de su fama) o incluso puede que La noche estrellada.

Quizá también no sepan los nombres de sus obras, pero sí las relacionen en su mayoría por su estética diferencial, por su personalidad absoluta. Algo similar ocurre con el compositor Georges Bizet y su Carmen. Dos genios sin eco en vida. El gran éxito de Bizet, su ópera Carmen, fue lo último que produjo y el motivo final de su esquivo reconocimiento, que como en el caso de su par en desdichas, llegó varias décadas después de su desaparición.

El genio que se ocultaba

El niño Georges, hijo de profesor de canto y de pianista, fue un prodigio musical que fue aceptado en el conservatorio de París como tal. Si bien fue un profesional sin suerte, sus inicios fueron los de una estrella en ciernes. Ganó premios y obtuvo becas prestigiosas, destapándose como un virtuoso compositor de operetas al que comparaban con el joven Mozart.

Pero sucedió que no fue tomado en serio. Le acusaron de no buscar la grandeza de los clásicos. Se avergonzaba de que le gustase su contemporáneo Verdi y lo ocultaba, como ocultaba su grandeza como pianista. Pronto empezó a confirmarse la tragedia de que había nacido en un tiempo que no era el suyo. Sus gustos no eran los del público, y en el intento de adaptarse a aquellos su talento se trastocó, de algún modo se perdió en algún lugar entre su agudeza y su confusión ante la visión del fracaso que no pudo preverse, pero que era cierto.

El genio futuro tuvo que componérselas como profesor y arreglista para sobrevivir. Ni siquiera un éxito como La bella muchacha de Perth pudo darse debido a problemas de financiación. Era apreciado por colegas de gran prestigio, como Liszt (extraordinario pianista como él) o su maestro Gounod, pero no por los tiempos. Su obra iba a quedar sembrada, sin cosecha, incluida la madurez personal y artística de Carmen que fue un escándalo incomprendido y que terminó de agravar, en la decepción, su estado físico maltrecho por una dolencia de garganta que le perseguía desde hacía años.

Se murió sin que nadie lo esperase por un ataque a los 37 años, la misma edad que su vate compatriota Rimbaud, después de una corta vida de frustraciones que la posteridad borró, como si el famosísimo autor de Carmen hubiese sido perfectamente feliz, o al menos no tan desgraciado como Van Gogh.