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Crítica musicalCésar Wonenburger

Piotr Beczala revalida en Madrid su condición de gran tenor actual

El público del Teatro Real aclamó a dos de las más relevantes voces líricas de hoy, aunque la soprano Sondra Radvanovsky actuase notoriamente indispuesta

Piotr Beczala en el Teatro RealTeatro Real

Últimamente las estrellas de la lírica actúan, en España, como los toreros. Viajan de plaza en plaza, presentándose en los auditorios, teatros y hasta en hoteles de las principales ciudades y balnearios, donde cada vez con mayor asiduidad ofrecen conciertos a lo largo de la temporada.

El aficionado se resigna y acude ilusionado al encuentro casi mitológico producto de la rentable gira; pero en el fondo, lo que le gustaría es poder disfrutar de sus ídolos en su auténtica salsa, protagonizando los títulos de ópera que periódicamente ya solo parecen dispuestos a protagonizar en lugares privilegiados como Viena, Nueva York, Milán o Londres, a donde suelen acudir para forjar sus leyendas estos «primus inter pares», aunque allí no les paguen tanto.

Las Netrebko, Radvanovsky, Grigorian, Beczala, Davidsen, Kaufmann y por ahí hacen la carrera en los cuatro teatros de siempre, y el resto de sus seguidores deben contentarse con apreciarlos en las migajas de los conciertos, alguna ópera también en concierto y, si se tercia, de tarde en tarde, hasta puede caer alguna representación, cada vez más escasa.

En España parece que ya no solo nos apreciarían como un destino de segunda clase en el que hacer buen dinero, como ocurre con este tipo de actuaciones programadas en serie, recorriendo la geografía ibérica.

Una práctica que permite ahorrarse ensayos y resulta más lucrativa

Desde luego, mediante este procedimiento, los protagonistas se ahorran los ensayos de una producción operística (a veces absurdamente alargados para ofrecerle el tiempo necesario a los nuevos genios de la escena, de modo que estos puedan inventar sobre la marcha y, en algunos casos, llegar a conocer las obras que no se habían tomado el tiempo ni la paciencia de estudiarse a fondo, ya en el escenario) y hasta pueden exigir cachés más altos.

No vamos a culpar a los artistas, que lógicamente velan por sus propios intereses; aunque lo cierto es que, por el camino, cada vez más, vamos perdiendo oportunidades de crear, también aquí, auténticos acontecimientos como solo surgen al calor de las grandes representaciones (mientras, nos conformamos con sucedáneos elevados a la falsa categoría de funciones históricas).

Convendría seguir lo que está ocurriendo verdaderamente estos días en La Scala con ese Rosenkavalier confiado a la batuta de Petrenko, al que algunos han llegado a comparar incluso con lo logrado por el mítico Carlos Kleiber en este título de Strauss.

Esta vez, Sondra Radvanovsky no cuajó su mejor actuación

Escuchando ahora en el Teatro Real a Sondra Radvanovsky y a Piotr Beczala, y a pesar de que la soprano no cuajase esta vez su mejor actuación, en los dúos escogidos de Tosca, Rusalka y Andrea Chènier, por unos momentos, deseamos secretamente que el escenario se hundiera, solamente para que la orquesta quedase esta vez instalada en el foso, su lugar natural en un teatro lírico.

Sobre las tablas inmediatamente cicatrizadas por arte de magia, permanecerían los dos artistas y así casi podríamos disfrutar de la ilusión de las óperas completas, en lugar de unos fragmentos.

La escena, entonces, permanecería vacía, sin decorados ni atrezzo, al albur de los movimientos que estos intérpretes han interiorizado en la práctica a través de sus propios conocimientos del repertorio… A veces no hace falta más, si no que se lo pregunten a Peter Brook.

Dos auténticos cantantes de raza, como los que por aquí acaban de pasar, se bastan y se sobran en ocasiones para suscitar las genuinas emociones, el sentido del drama propiciados por Puccini, Dvorak y Giordano.

Y si llamaran en el último momento a algún director teatral de guardia para que le diera sentido a aquello, seguramente sería para situar algún un retrete o cama de hospital en lugar bien visible, de modo que la humana sordidez, la referencia a nuestros instintos más bajos se interpusieran en el intercambio amoroso entre Cavaradossi y Tosca, porque, claro, las miserias de la vida se conjuran contra cualquier posibilidad de felicidad en este mundo hostil (algo que Verdi ya se encargó muy bien de explicar con su música y textos bien escogidos) y es preciso subrayarlo con alguna intervención visible y desagradable.

No fue el caso. Sin ese deux-ex-machina que en el último momento transformara el concierto en representación, hubimos de conformarnos con este generoso piscolabis hecho de retazos, que tanto recuerdan a los programas de los discos de otras épocas.

La primera parte íntegramente consagrada a Puccini, como toca por lo del centenario (este mes se cumplen cien años de su fallecimiento), y una segunda con las obras antes citadas de Dvorak y Giordano. Una cita interesante, sobre todo tras el descanso.

Piezas escuchadas hace poco y un tenor en estado de gracia

Como últimamente casi siempre vienen a lo mismo, hubo coincidencia con algunas de las piezas ya ofrecidas en los conciertos que tanto Radvanovsky y Beczala ofrecieron, respectivamente por su cuenta, durante los últimos dos veranos en la magra cita musical del Escorial.

Con respecto a la aparición del tenor Beczala en esa localidad madrileña, hace solo unos meses, el artista apareció incluso más en forma, sobre todo en lo que tuvo que ver con la manera de afrontar los agudos, mostrándose seguro, resplandeciente, generoso.

En el resto todo sigue funcionando para este cantante de la misma encomiable manera: el timbre de penetrante belleza, la expresión extrovertida, el carisma seductor, la dicción correcta, la proyección generosa dan forma a interpretaciones de una exquisita brillantez. Todas, en conjunto, llevan implícitas el sello de un auténtico tenor lírico, sin apenas fisuras ni contratiempos, generoso, natural y cálido; casi un ave fénix estos días.

A todo ello solo habría que aplicarle un matiz, no poco relevante, pero es que a un artista con los portentosos medios de Beczala hay que exigirle siempre más, teniendo en cuenta que puede concederlo, como demostró en las escogidas selecciones de Rusalka.

Parece siempre que en la ópera eslava este tenor encuentra una lógica, mayor conexión. Algo singular de la propia naturaleza de los idiomas, del modo de decir, pero también de una implicación que seguramente sitúe sus raíces en la conformación de la propia personalidad: Plácido Domingo fue un notable Siegmund, pero cuando canta Madrileña bonita entramos en otro mundo, el de los afectos y las vivencias que marcan desde la infancia, que se agarran a la voz otorgándole una dimensión casi telúrica.

Está bien exponer todo el ardor juvenil del Des Grieux, irremediablemente cautivado por los encantos de Manon, con ese derroche vocal. Pero tampoco resultaría de más ennoblecer la expresión con algo de ensoñación y fantasía, que el natural impulso de la virilidad en plena efervescencia hormonal se adecuase también a las palabras amorosas («perfumadas» proclama en un momento el propio texto) expuestas con algo más de intimidad y delicadeza.

Del mismo modo, y tras la esmerada intervención del clarinete en el inicio del célebre Adiós a la vida en Tosca, cincelado por la directora Keri Lyon Wilson casi al modo del Karajan más evocador, se agradecería que el inicio de su emotiva versión de E lucevan le stelle sugiriera de un modo más poético la atmósfera del instante, su patetismo. Y casi lo mismo valdría para el comienzo del último, desesperanzado arioso del poeta Chènier.

El recuerdo para las víctimas de la tragedia valenciana

Al final de la velada, antes de las propinas, Sondra Radvanovsky se dirigió al público para expresarle su pesar por la tragedia de Valencia, y de paso pedir disculpar puesto que no se había presentado en las mejores condiciones físicas.

Ese tipo de solicitudes de clemencia no siempre valen. Si uno no se encuentra bien, ante un público que ha pagado un precio muy elevado por las entradas, lo lógico es cancelar. Pero tratándose de una cita compartida, el daño puede mitigarse parcialmente descargando la mayor responsabilidad sobre el otro participante.

La soprano norteamericana no rindió a su mejor nivel, los agudos sonaron forzados y destemplados, próximos al grito en casi todas sus intervenciones. Pero la artista nunca se esconde, dio todo lo que tenía (que no suele ser poco incluso en estas circunstancias) y acabó resultando aclamada, si bien no tanto como su colega.

Del lado de esta intérprete, con su torrente vocal intacto, lo mejor fueron quizá los dúos. Apoyándose en la solidez de su compañero, en su estado de gracia, logró ofrecer momentos de un intenso dramatismo, como en el final de Andrea Chènier, junto a otros apasionados (Rusalka) y extrovertidos (Tosca).

De sus intervenciones en solitario habría que rescatar solo el regalo de un Pace, pace mio dio en el que el acento vibrante, y el reconocible efecto de su proverbial «mesa di voce» al inicio, junto a algunos pianos extraídos de lo más granado de su cosecha, permitieron apreciar a esa artista de extraordinaria clase que tantas veces hemos disfrutado en otras ocasiones más afortunadas.

El público madrileño, que adora a ambos artistas, les prodigó cálidas y reiteradas manifestaciones de un júbilo que, en ocasiones, en lo que respecta a la soprano, apuntaba sobre todo a la memoria más próxima.

También se le rindió justicia a Keri Lynn Wilson, una soberbia concertadora, como pudo apreciarse en los fragmentos vocales, siempre atenta a las necesidades de los cantantes, respirando con ellos y sin renunciar a mostrar algunos instantes de su indudable clase en los dúos, puliendo cada sonido.

Impecable Keri Lynn Wilson al frente de la Sinfónica madrileña

En solitario, al frente de la Sinfónica de Madrid, ofreció el hueco sentimentalismo del Preludio sinfónico y la animada, vivaz Tregenda de Le Villi, un título Puccini que habría podido rescatarse precisamente este año en lugar de recurrir a lo mismo de siempre.

Bajo la impecable guía de la directora canadiense, la orquesta se mostró más implicada, y eficaz, que en otros conciertos de este tipo, con algunas destacadas intervenciones individuales, particularmente en Tosca, Rusalka y Andrea Chènier.

Ya está bien de conciertos (y de óperas concertantes). La próxima vez el público desearía volver a ver a estos dos grandes artistas, como Beczala y Radvanovsky, de nuevo juntos, pero en algún título completo de ópera (¿Chènier?, ¿Forza?…).