Yuya Wang enciende a sus admiradores en Madrid
La estrella mundial china del piano convoca a todos los públicos, niños y mayores, y logra un gran triunfo con la música de Ravel y sus cambios de vestuario
En 2019, China importó pianos, fundamentalmente adquiridos a empresas estadounidenses y alemanas, por valor de 280 millones de euros. Cinco años más tarde, la cifra ha caído drásticamente hasta los 93 millones.
Cuando la crisis económica parece comenzar a apretar en el gigante asiático, sus clases medias prescinden de lo que se considera superfluo: el instrumento del niño o la niña puede que luzca muy bien en el salón para las visitas, pero cuando la ruina acecha detrás de la puerta, no solo el amor se precipita por la ventana, también la música se marcha a otra parte.
Quizá esta nueva tendencia, si la depresión económica se acentúa por aquellos lares, acabe pronto con la nueva ola de pianistas chinos surgidos aún en tiempos de bonanza.
Cuando el amigo Lang Lang empezó a despuntar como el último fenómeno del piano, con sus ágiles dedos, la sonrisa perenne, el tupé a lo Tintín y aquellas festivas chaquetas con purpurina, más parecidas a las que solía lucir Liberace que a los rígidos fracs de muchos de sus colegas, se dijo que había un millón de niños, en la patria de Mao, estudiando para emularle.
De China a Estados Unidos en busca del sueño de gloria
Tampoco debieron ser tantos (aunque unos cuantos acaparen los premios mayores en concursos provinciales), o el mercado no da para más, porque entre toda aquella legión solo una chica ha logrado alcanzar el auténtico estatus de estrella mundial de Lang, su compatriota, la pequinesa Yuya Wang, que abandonó su país a los catorce años (como esas tenistas infantiles que persiguen el sueño de triunfar lo antes posible), para perfeccionar el talento adquirido, en Norteamérica, junto a su maestro a Gary Graffmann.
Alcanzada pronto la gloria de los últimos contratos discográficos verdaderamente sustanciosos, con el apoyo de la legendaria Deutsche Grammophon (quizá ahí fue cuando decidió ponerse a estudiar alemán), Yuya Wang aparece hoy en todas partes: las grandes orquestas, los programadores más hábiles, las casas de cosméticos se la disputan porque tiene algo que, como acaba de verse en esta tercera cita del nuevo ciclo Impacta, celebrada ahora en el Teatro Real, parece encandilar por igual a los niños (nunca se habían visto tantos, recientemente, en un concierto de música clásica con entradas caras) y a sus padres.
A jóvenes y mayores, celebridades, empresarios e incluso amantes de la música los une una suerte de inédito encuentro generacional que remite inmediatamente a fenómenos como los de Miley Cyrus o Taylor Swift, en otros ámbitos.
A través de sus poses desenfadadas y minimalistas atuendos con los que suele revelar estratégicamente partes de su bien trabajada anatomía; los torpes andares que recuerdan a una bamboleante Marilyn tropezando por los tacones antes de sujetarse a una farola (en este caso, la banqueta del piano), y esa robótica gestualidad de muñeca prefabricada parece infundir una cierta inesperada frescura al acartonado universo clásico, despojándolo por un día de severidad, ritual y pompa.
El cambio de vestuario multiplicó las muestras de admiración
Posiblemente su enfoque parezca en el fondo tan artificioso, perfectamente calibrado hasta en sus más mínimos detalles como el rígido ceremonial de este tipo de manifestaciones artísticas, pero el conjunto irradia una cercanía teñida de complicidad que resulta arrolladora para algunos.
Primero comparece con un vestido largo y ceñido, ligero como un camisón, que no despierta tan seguras pasiones; pero luego, al salir tras el descanso con una mínima tela roja que le permite lucir ya su cuerpo sin complejos, a su paso, se desencadena un torrente de «wows» y silbidos como si se tratara de una «starlette» desfilando en algún concurso barrial de misses.
Resulta como si de pronto descubrieran que la hija de la vecina que viste como le da la gana, sin complejos ni sutilezas, o sea, plenamente consciente de su atractivo, además, es una virtuosa del piano.
Puede que este último detalle, por sí solo, nunca reclamase su atención. El gancho se encuentra en la combinación de ambos. La idea de que una pianista aún joven, consagrada por buena parte de la crítica, se presente ante el mundo como una chica de su tiempo, lista para una fiesta adolescente o encuentro con amistades, parece tener tirón.
Y lo cierto es que el programa elegido también ha contribuido, en esta ocasión, a animar esta esperada comparecencia de Yuya Wang ante el público madrileño y su variopinta legión de fans, que reúne desde la aristocracia del «papel-couché» a los presentadores de televisión, una amplia representación asiática y esos pequeños (tanto que alguno dormitaba plácidamente en el entreacto) mencionados.
Vino la artista china junto a la Mahler Chamber Orchestra, que no tiene director. En las obras escogidas para ella, la propia Wang realizó indicaciones, marcando algunas entradas, desde el teclado, con evidente soltura e intención además de un natural desparpajo
El tono festivo también lo propició la elección de las obras
El ambiente festivo lo marcaron mayormente dos piezas que encierran algo de circense entre sus coloristas pentagramas. En el popular Concierto en sol menor de Ravel y en la Suite para piano y orquesta del compositor ruso Alexander Tsfasman palpitan sin reparos las influencias del jazz, que en tantas otras obras del siglo XX propició esa suerte de mezcolanza, de diálogo como resultado de la naturaleza esencialmente híbrida de la música: si Mahler podía recrear una canción infantil, un vals popular, ¿por qué no iban Ravel o Tsfasman a buscar inspiración en Duke Ellington o George Gershwin?
El concierto de Ravel ofrece una consistencia mayor, seguramente porque este compositor fue un músico realmente extraordinario, un conocedor de las infinitas posibilidades de la orquesta como pocos.
Logró introducir en un envase conocido como el del concierto, sin desbordar sus limitados contornos, sutiles perfumes de Arabia, marchas militares, el estrépito de Montparnasse un domingo cualquiera y sonidos circenses que se relacionan en un paseo a buena marcha hasta la carrera final.
Y aun le da tiempo a situar, entremedias, el reposado interludio de un poético soliloquio, ese que le permitió ofrecer al mundo una de las melodías más bellas, evocadoras y profundas entre todas las del siglo pasado (el director González Iñárritu, que en sus tiempos fue comentarista de jazz, llegaría a consagrarle toda una película, una de sus más personales, Biutiful).
No es que el resto se toque solo, pero es ahí, en esa página central destinada a la más íntima Meditación (como le ocurre a Mozart en el segundo movimiento de su Concierto número 23) donde los espíritus elevados se distinguen de los meros tañedores.
Yuya Wang se mostró aquí como una intérprete madura y reflexiva, capaz por un instante de servir a la música. Lo hizo con el sonido justo, recreándose en el instante, pero sin abandonarse al fácil sentimentalismo, esa trampa que a veces consiste en dilatar el tiempo en aras de una pretendida profundidad.
En el principio y final, todo transcurrió según el guion previsto. La colaboración entre los miembros de la Mahler, formada por la reunión de excelentes talentos individuales, y la pianista resultó perfecta.
La intérprete casi logró levantar al público de los asientos (lo hizo al final de la velada) en la coda del primer y tercer tiempos. Hubo aplausos ya al final del movimiento inicial ante el despliegue de virtuosismo exhibido: la velocidad en su máximo esplendor, apogeo de revoluciones, siempre logra ese efecto catártico, ya sea en los circuitos de Fórmula Uno como en los auditorios.
La suite de jazz de un músico que se la jugó durante la Guerra Fría
El clima de jovialidad y efervescencia, propiciado casi desde el inicio por la magnética personalidad de la artista china, pero predispuesto también por las músicas elegidas por ella, terminó de desbordarse con la última pieza, la citada suite de Tsfasman, un compositor no tan conocido, pero que se echó casi sobre sus espaldas una responsabilidad que pudo haberle costado muy cara: la de mantener la vigencia del jazz en su país, antes pero sobre todo durante la Guerra Fría.
A pesar de los vetos y las amenazas parece que logró nadar guardando la ropa, lo que realizó a través un método astuto: vincular el estilo procedente de Estados Unidos con la tradición de la gran música de su propia nación.
Por eso esta suite a la que se le ven las costuras muy pronto, con una música quizá almibarada en exceso, presenta el regusto rancio de un potpurrí como los que servían aquellas orquestas «a lo Kostelanetz» en el que parecen mezclarse un charlestón con ese sentimentalismo a veces atribuido a Rachmaninov.
Algo agradable al oído, pero inmediatamente olvidable, que proporciona un vehículo de fácil lucimiento a una Yuya Wang siempre comprometida con aquello en lo que cree, y no es mujer de acomodaticias convicciones, aunque pudiera parecerlo: así, por ejemplo, cuando declara que el Mee Too es el equivalente moderno de la Revolución Cultural China.
Quizá por eso, y por su manera tan franca, natural y espontánea de presentarse, que para muchos raya con la vulgaridad, las feministas más recalcitrantes la odien.
El último movimiento de la suite, titulado Career (Carrera) sin reservas, permitió a la intérprete volver a lanzarse por una de esas empinadas pendientes que le conducen hasta la meta final de enormes ovaciones y rendidas muestras de admiración («¡Qué tía!», se escuchó en algún momento, seguramente con un doble sentido).
Aquel prodigio de agilidad, destreza y control, acogido con tanto entusiasmo, merecía una propina. Tras breve consulta con la orquesta se decidió repetir de nuevo la hazaña, quizá añadiendo un punto más de velocidad casi suicida. Y punto final. Por si alguien pretendía insistir, se encendieron inmediatamente las luces, señal de que los regalos se habían terminado por esta vez.
La Mahler Chamber Orchestra contribuyó al éxito de la cita
No fueron estas las únicas músicas que se escucharon durante la cita. El programa incluía, además, Le tombeau de Couperin del propio Ravel y el concierto Dumbarton Oaks de Stravinsky, a cargo de la magnífica Mahler Chamber Orchestra, que cuenta en su plantilla con dos españoles, como el clarinetista Vicente Alberola, miembro destacado de la Sinfónica de Madrid. Pero me temo que el público allí congregado, aunque aplaudió educadamente cada una de las versiones, había acudido por la estrella, no tanto por ellos.
Cumplieron con su papel en las piezas que ofrecieron junto a ella más allá de la mera profesionalidad, de su condición de comparsas, y en las que protagonizaron en solitario dieron muestras, una vez más (el año pasado ya actuaron en el Real con aquel magnífico programa del Retablo de Falla), de su solidez como conjunto, de la transparencia y delicadeza de su muy cuidado sonido, de su reconocible ductilidad.
Alberola, por cierto, estuvo espléndido, tanto en el Couperin como en el raveliano concierto, especialmente. Aunque sería injusto solo señalarlo a él porque todas las contribuciones individuales resultaron magníficas, como corresponde con un conjunto que siempre apunta a la máxima excelencia. El ciclo de Impacta se apunta un nuevo éxito.