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Crítica musicalCésar Wonenburger

De Solaun conquista al público del Monumental con un Chaicovski poderoso e intimista

La presencia del aclamado pianista valenciano en la temporada de la Orquesta de la RTVE generó notable expectación, saldada con ovaciones y un par de regalos

El pianista Josu de Solaun con la Sinfónica de RTVEEl Debate

El tradicional caos del tráfico madrileño en su centro, pésimamente organizado por la municipalidad que antepone siempre el privilegio del paseante al derecho del automovilista, hizo que bastantes personas no pudiéramos llegar a tiempo para el inicio del último concierto de la Sinfónica de la RTVE.

En cualquier caso, y sin desdoro de la sinfonía Manfred de Chaicovski que se ofreció durante la primera parte (y que nos perdimos), casi todos los que nos encontrábamos en el foyer, aguardando al descanso para ocupar nuestras localidades, estábamos allí convocados principalmente por la posibilidad única de escuchar a Josu de Solaun en el Primer concierto para piano, en si bemol menor, op. 23 del mismo autor.

Un intérprete que huye de la mera exhibición mecánica

El pianista valenciano es uno de los más interesantes de cuantos se exhiben en la actualidad porque en estos tiempos la extraordinaria formación técnica que se aprecia en tantos destacados solistas, a menudo incluso desde la infancia o adolescencia, rara vez suele correr pareja con el desarrollo de una personalidad propia, apreciándose en estos cierto desprecio por la intuición y la musicalidad, imprescindibles siempre.

El gran Neuhaus, que instruyó a la profesora rusa de Solaun, solía decir que el método mecánico que centraba todo el esfuerzo en la técnica «solía transformar al ser humano en una máquina muerta». Tal cual.

En cambio, Josu de Solaun está muy vivo, tanto que su humanidad llega a desbordar los contornos estrechos de la chaqueta que suele emplear para estas citas, provocándole la prenda, esta vez, alguna visible incomodidad.

Más que con las dificultades que entraña este popular concierto, que en ocasiones parece contener todo el mundo en apretada síntesis, desde el ceremonioso brillo exterior hasta las más secretas penumbras cultivadas en la intimidad, el puro goce infantil, la fanfarronería alternada con las dudas de la adolescencia, el falso brillo de los triunfos efímeros alcanzados en la edad adulta y la serenidad ya despojada de vanidades de la madurez, en algunos instantes, el solista pareció pelearse con los puños de la camisa que pugnaban por asomarse más de la cuenta.

Un detalle, desde luego, sin ninguna relevancia si no fuese por el hecho de que dejó traslucir una cierta incomodidad que por breves instantes se trasladó a la propia lectura, a ratos crispada al principio, singularmente dotada de esa fiereza característica «de acordes amplios en fortissimo, arpegios, escalas endiabladas» (en palabras de Danil Trifonov) que caracteriza a la genuina escuela rusa.

Un arranque muy movido, como en su reciente Rachmaninov

El majestuoso arranque resultó algo más movido que en versiones muy interiorizadas como la casi metafísica lectura grabada por Lazar Berman. Lo mismo ocurre con la luminosa reciente grabación del Tercer concierto de Rachmaninov por De Solaun, mucho más animada la del valenciano que otra de estos días: la que acaba de ofrecer Mikhail Pletnev en un documento para la televisiva Arte, de una morosidad a ratos desconcertante.

Con De Solaun no hay problema. Si la orquesta, aquí dirigida por su nuevo titular, Christoph König, se empeña en desplegar un caudaloso torrente sonoro, extremando las dinámicas, él puede con todo: sus brazos se agitan robustos contra cualquier tormenta sobreponiéndose al improbable intento de boicot para que la poderosa voz del piano llegue nítida hasta el último rincón de la sala. ¡Menudo despliegue!, por momentos me ha recordado a aquel fogoso cubano, Frank Fernández, otro intérprete forjado en el estudio del lenguaje romántico.

Apasionado, brillante, muy emotivo, en ciertos instantes abandonándose a un cierto apresuramiento, apreciable durante la célebre introducción y en la coda del primer movimiento, una vez salvados esos escollos, De Solaun ya pudo centrarse en lo que mejor se le da, ese fraseo sutil que busca la raíz del pensamiento musical sumergiéndose en la hondura de los remansos de un lirismo más atenuado (reflejo de la íntima personalidad atormentada del autor), cuando el piano se escucha en solitario (o con ligeros apuntes de la cuerda y los vientos), durante la parte central y luego, sobre todo, en ese sublime Andantino semplice al que el intérprete supo otorgar todo el encanto de un nocturno, paladeado con delicadeza y exquisitez de auténtico orfebre. El clima logrado aquí por solista y orquesta resultó de una despojada serenidad, un remanso de luz entre el azote de temporales.

Una muestra de virtuosismo exento de artificio

Conquistada la calma, el goce más intimista, el pianista mantuvo el pulso del singular enfrentamiento entre orquesta e intérprete en ese último movimiento al que no le va mal cierta rudeza expresiva, propia de esa violencia que a veces reflejan las danzas eslavas.

Dando cuenta de un virtuosismo exento de artificio, plenamente dueño de una bien conquistada articulación, el artista dio con la atmósfera adecuada y salió justo vencedor de la prueba.

Por más que en este tipo de obras tan conocidas resulte casi imposible luchar contra esa versión referencial que cada aficionado atesora en su interior, a veces asociada a un hecho relevante de la propia existencia, como si fuese ya la única posible.

De Solaun encontró un soberbio colaborador en el ajustado acompañamiento que le proporcionó König al frente de la inspirada Orquesta de la RTVE (mantiene el buen tono de las últimas temporadas), con magníficas contribuciones individuales: excelente el primer chelo al inicio y posteriormente la flauta al arrancar el segundo movimiento; muy acertadas las trompas sobre todo en la siempre expuesta introducción.

Quizá como gesto hacia al director por la exacta compenetración lograda, y correspondiendo con las justas aclamaciones del público, el pianista sumó al propio König a la primera propina, un Brahms a cuatro manos cuya sencillez no está exenta de una musicalidad a flor de piel, notablemente expuesta con evidente complicidad entre ambos (¿a qué esperan las orquestas para ofrecerle a este intérprete los dos conciertos de Brahms?).

El clima intimista de este primer regalo se prolongó inmediatamente con el último, un preludio de Debussy en el que el pianista pudo mostrar otra de sus bazas esenciales, su depurado sentido del color.