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Historias de la músicaCésar Wonenburger

Puccini contra el progresismo

Hoy mismo, cuando se cumplen cien años de la desaparición del creador de 'Madama Butterfly' y 'Tosca', regresan los ecos de una polémica nunca disipada del todo: ¿puede ser considerado entre los fundamentales compositores del siglo XX?

El compositor Giacomo Puccini al piano de su casa en Torre del LagoGTRES

Hay compositores que necesitan desesperadamente de una efeméride para que se vuelva a hablar de ellos. Para no permanecer para siempre sepultados en un discreto olvido, materia primordial de musicólogos y conferenciantes. No es el caso de Giacomo Puccini, cuyas óperas constituyen aún hoy, en todo momento, un eficaz bálsamo para la taquilla.

Está muy bien que estos días el Metropolitan de Nueva York vuelva, por fin, a agotar todas las localidades con una Tosca que suma al título el reclamo de una de las escasas auténticas estrellas actuales de la ópera, la soprano Lise Davidsen (aunque ella pueda brillar más y mejor en otros repertorios más afines).

O que Tenerife, Málaga y Barcelona, en España, programen ahora casi al unísono Madama Butterfly, mientras La Scala se apresura a calmar los ánimos de quienes aguardaban ver a los divos actuales, Anna Netrebko y Jonas Kaufmann, en la inminente inauguración de su nueva temporada, y al final se han tenido que conformar con escucharlos juntos, únicamente, en el concierto del próximo día 29, concebido como homenaje al autor de Turandot.

No hay día en que no se represente alguna de sus óperas

No, incluso si hoy mismo no se conmemorase el primer siglo transcurrido desde el fallecimiento del último gran compositor italiano de ópera, tampoco sería preciso ningún aniversario para que, semana tras semana, cada día de cada año, en uno o varios teatros de ópera de los repartidos por todo el mundo, se programe alguno de los de los doce títulos que integran el repertorio lírico del músico nacido en 1858, en Lucca.

Es lo que sus detractores, que los ha tenido siempre, muchos y de lo más variopinto, jamás le perdonarán: su inmensa popularidad, capaz de traspasar cualquier barrera temporal manteniendo siempre igual de vivo, prácticamente intacto, el interés de la gente por sus obras.

Ya desde el momento en que empezó a asomar la cabeza como posible heredero de Verdi en el escalafón de los principales creadores líricos de Italia, cuando la patria de Dante se consolidaba como nación precisando de símbolos culturales vertebradores, capaces de reafirmar los rasgos de una identidad común, espejos fiables en los que poder reconocerse más allá de la diversidad de los territorios, Puccini recibió ataques de toda índole.

Su música llegó a considerarse incluso afeminada, como aquel excéntrico Torrefranca que cuestionaba su virilidad asimilando el interés de su «sentimentaloide» música al atractivo efímero de la moda o la frivolidad de las columnas de cotilleo.

Poco o excesivo melodismo, ¿en qué quedamos?

Cuando La Bohème parecía dispuesta ya a establecer su sólida reputación entre el público, aparecieron las primeras voces contrarias, que prácticamente le perseguirían incluso más allá de su muerte (Turandot, su obra maestra postrera, llegó a estrenarse a los dos años de su fallecimiento).

Del romance entre el aspirante a poeta y la joven costurera tísica se dijeron cosas tan absurdas como que contenía «poca melodía» o todo lo contrario. Para los primeros, esa escasa melodía era además «insípida».

En el lado opuesto, los segundos detestaban su excesiva fertilidad, equiparándola con la facilidad melódica de un Schubert, al que consideraban un compositor «débil» (sobre todo cuando lo comparaban con Beethoven, el modelo preferido).

Esa supuesta fragilidad pucciniana, su presunto excesivo sentimentalismo, encarnaba para algunos el sinónimo de una burda concesión a las pasiones más bajas, un hábil y escasamente sutil sonajero concebido para satisfacer las ansias de entretenimiento, vacuo y placentero, de inteligencias poco cultivadas.

A Ildebrando Pizetti, cuyas obras hoy ya casi nadie recuerda (alguna rara vez se representa su interesante Asesinato en la catedral, basada en la obra de T.S. Elliot), le parecía que «sus motivos no expresaban emociones profundas, sino más bien impresiones superficiales, fugaces y olvidables».

A Puccini se le exigía convertirse en el esperado continuador de la gran tradición lírica italiana del siglo XIX. Pero a él le tocó desarrollar gran parte de su carrera en el posterior XX, en el que las fuerzas del progresismo militante, con su afán aleccionador y excluyente, pronto comenzaron a repartir carnés sobre lo que se podía crear y lo que no.

La ciencia musical siempre por encima del público

Si aspirabas a ser considerado moderno, vehículo de las máximas aspiraciones artísticas, había que olvidarse de componer para la masa. Era preciso escribir teniendo como principal objetivo la ciencia musical y no tanto al público.

Haciéndolo así, los más acérrimos guardianes de la vanguardia se quedaron muy pronto sin clientela de pago, refugiándose en universidades y fundaciones y conduciendo a la composición a un lúgubre callejón sin salida; un dilema que aún hoy no se ha cerrado del todo, lo que Richard Taruskin atribuye a la separación entre «repertorio y canon».

Siguiendo esa estricta clasificación, existirían unas obras, las sancionadas como idóneas por el sanedrín, que, al atenerse a los férreos postulados del estilo moderno, son las únicas consideradas como la verdadera música del siglo XX.

Y luego estarían esas otras, como las óperas de Puccini (Tosca, Madama Butterfly, Il Trittico, La fanciulla del West, Turandot), antiguallas elaboradas para el disfrute de la clase media.

Su popularidad jamás avalaría la calidad por cuanto con ellas se persigue solamente el efecto, «artificio en lugar de arte». Por el contrario, como también se ha visto en los casos de Rachmaninov e incluso de Richard Strauss, para los celosos guardianes de las más puras esencias musicales, cualquier señal de interés masivo suele llevar inmediatamente implícito el sello de la mediocridad.

Incluso hasta cuando Puccini, que nunca fue sordo ni contrario a la música que hacían los colegas de su tiempo (no solo a través del estudio de sus partituras, viajaba cada vez que tenía la necesidad de asistir a una representación o a un concierto para conocer de primera mano lo que de estrenaba en otros lugares), incorporó algunos de los recursos y procedimientos de los nuevos creadores, los supuestamente más avanzados, se llegó a afirmar, como Cecil Gray a propósito de Turandot, que lo hacía «con un espíritu de ingrata necesidad». Vaya…, nunca por convencimiento, sino porque no le quedaba otra para intentar preservar una cierta imagen de «puesta al día».

No hay más que leer el interesante libro que estos días publica Acantilado, El ‘problema’ Puccini de Alexandra Wilson, donde se escudriñan los distintos juicios a los que dieron lugar los estrenos de sus obras, en su país y en el extranjero, para comprobar hasta qué punto la figura del compositor ha sido (y es) objeto de un debate más teórico que real, que, de cualquier manera, no parece que vaya a modificar en modo alguno el juicio mayoritario que los aficionados aplican a sus obras.

Un autor que supera las más rígidas clasificaciones

El ‘problema’ si existe, como llega a sugerir la autora en el epílogo, citando a otro estudioso pucciniano, Claudio Sartori, «no se refiere tanto a la vida y la obra del maestro como al método crítico que se ha utilizado para evaluar su obra».

Si Puccini nunca fue lo suficientemente «moderno», quizá la culpa la hayan tenido quienes establecieron las rígidas fronteras del progresismo musical, unos cauces demasiado estrechos para albergar entre sus confines una obra destinada a perdurar a través del tiempo, sin atenerse a más consignas que las que le dictaba su propia inspiración.

Su inquebrantable voluntad e infinito talento, unidos al deseo de una nueva nación necesitada de referentes sólidos que la encarnasen, le convirtió en el máximo exponente, después de Verdi, de aquello que el imaginario colectivo entiende por ópera italiana: «melodiosa, apasionada y emocionalmente directa», como señala Wilson.

Entre los más conspicuos recelosos del arte pucciniano se han encontrado batutas italianas tan ilustres como la de Claudio Abbado (o el humanista Carlo María Giulini), que nunca dirigía sus obras.

Alberto Zedda, colaborador y gran amigo de Abbado, centró casi toda su biografía musical en el estudio y difusión de la obra de Rossini, aunque también dirigió muchas obras de autores diversos. Pero acaso en el tiempo en que lo traté y tuve la fortuna de cultivar su estrecha amistad, nunca abordamos el asunto de Puccini.

Imaginaba yo que quizá por la afinidad, sobre todo intelectual, con Abbado no sería santo de su devoción. Hasta que descubrí que, en cierta ocasión, en sus primeros años, Zedda había tenido ocasión de dirigir en Estados Unidos la maravillosa Manon Lescaut, y nada menos que con el «tenor de la Callas», Giuseppe Di Stefano (creo recordar).

Así que una vez, repasando distintas posibilidades, le dije: «Alberto, ¿y si un día te plantease dirigir la Manon de Puccini?». La brillante, pícara mirada de aquel genial lombardo en pocas ocasiones había refulgido, para mí, de una manera tan expansiva, nítida y elocuente como en aquel preciso momento. Caso cerrado.