Fundado en 1910

Escena del musical de Los Pilares de la TierraSmedia

El sonido atronador sepulta parte del mensaje de 'Los Pilares de la Tierra'

La adaptación al musical de la popular novela del escritor británico Ken Follet conquista al público en sus primeras funciones, a pesar de una pésima amplificación que lastra el trabajo de los cantantes e interfiere en su apreciación

Peter Gelb, el mánager del Met, escribió un interesante artículo, hace un par de domingos, en The New York Times. Básicamente, sus reflexiones se centraban en la necesidad de que la ópera emprenda nuevos caminos para enfrentarse con el imparable torrente de entretenimiento que le disputa su posible clientela, cada día más reacia a comprar entradas para los espectáculos que él mismo programa en el mastodóntico teatro de Lincoln Center, con más de cuatro mil localidades que ya rara vez se agotan.

Para Gelb, solo existen dos caminos: ofrecer novedosas producciones de los títulos más conocidos del repertorio (las «Traviatas» y «Toscas») pero, sobre todo, apostar a medio plazo por la nueva creación mediante el estreno de óperas confiadas a compositores que no muestren remilgos ni complejos a la hora de crear, sin atenerse más a los rígidos postulados de una supuesta vanguardia que ya se ha quedado obsoleta con sus recetas experimentales, matemáticas sin entrañas, tan alejadas de los gustos y la sensibilidad del hombre común.

Me temo que llega algo tarde. En el primer caso porque esas puestas al día de las obras de siempre, confiadas tantas veces a personas que ni siquiera conocen ni aprecian el género, solo han demostrado tener un efecto contrario al deseado. El público maduro se queda en el fortín tecnológico de su hogar, harto de tonterías, mientras el más joven, cuando acude, parece muchas veces sorprendido (en el peor sentido) por el trueque: en lugar de experimentar las posibilidades de un espectáculo distinto, con sus propios códigos, que le permita establecer conexiones con el pasado (el hombre es básicamente el mismo), se suele encontrar con un intento pueril por recrear el universo que mejor conoce, el de las series de las plataformas, los videojuegos y hasta TikTok, reflejado torpemente para intentar conquistarle por los ojos, a la manera de esos viejos que se visten de adolescentes.

Musicales, en lugar de óperas

Y si se trata de ofrecer obras actuales, mientras se apostaba todo a la modernidad proponiendo como novedades creaciones que solo interesaban (y no siempre) a una reducida élite de supuestos eruditos, los llamados musicales ya vinieron a ocupar sin complejos ese espacio tradicional que la ópera, aún durante los inicios del siglo XX, servía a las clases medias: espectáculos «en vivo» con los que asegurarse un buen rato para mitigar soledades, proporcionándole de paso un par de melodías, nostálgicas o alegres, para silbar durante el regreso a casa, susceptibles además de animar futuras reuniones festivas.

Las colas de público que en esta última semana se aprecian ante el Teatro EDP Gran Vía, para asistir a las funciones diarias de Los pilares de la tierra, el reciente musical estrenado en Madrid y en español, basado en la popular novela de Ken Follet, no hace más que constatar esta tendencia. Ese público, quizá no tan sofisticado pero mayoritario, al que Gelb pretende cautivar mediante nuevas óperas, seguramente más «melodiosas» (como él mismo sugiere en su texto), hace tiempo que encontró su propio refugio amable en el género que surgió en Broadway, y poco a poco ha ido extendiendo sus redes desde el West-End londinense hasta las marquesinas de la populosa arteria madrileña, entre surtidores de churros, bocatas de calamares y las tiendas de Amancio.

No soy yo experto en el género, por más que adore la música de la gran edad de oro norteamericana, esa que surgía del talento de aquellos genios llamados Irving Berlin, George e Ira Gershwin, Rodgers & Hart, Cole Porter y por ahí, a los que Woody Allen ha rendido siempre merecido tributo en todos sus filmes, pero fundamentalmente uno, Radio Days. No me encuentro entre los rendidos admiradores de Sondheim (por más que aprecie un par de sus canciones) ni del aclamado Lloyd-Weber. El último musical que realmente me resulta interesante va camino de cumplir un siglo, West side story, la obra maestra de Bernstein. De Sondheim, precisamente, vi en Londres su Sweeney Todd, al que acudí mayormente porque allí actuaba mi buen amigo Bryn Terfel, y con él, una actriz que casi siempre me ha gustado, Emma Thompson. Me dejó bastante frío.

Así que ahora me he enfrentado sin gran entusiasmo a la tarea de acudir a ver estos Pilares de la tierra con un pecado añadido: de Ken Follet solo sé que debe ser un escritor con mucho éxito, porque en las pocas fotos que he visto suyas siempre aparece con trajes de buen paño, como los que solían cortar en las estupendas sastrerías de Savile Row. Pero no soy lo suficientemente idiota como para no poder apreciar que allí debería haber algo que sin duda interesa a la gente, para que acuda de ese modo a presenciarlo. Y seguramente la inmensa popularidad de la obra literaria del escritor británico ejerza como infalible imán, al menos siempre ha ocurrido así en el teatro musical (como cuando Verdi adaptaba a Víctor Hugo o Puccini recurría a David Belasco); pero más allá de eso, algo en la recreación, a través de la música, de la novela habrá que justifique el tirón.

Una de las escenas del musicalSmedia

Una deficiente amplificación

La música… es difícil formarse una idea cabal de lo que el compositor, Iván Macías, pretendió cuando el sonido te avasalla de una manera tan obscena: la amplificación, desatada como si tratara de intentar devolverle el sentido a una convención de sordos, resulta de lo más inadecuado para intentar captar cualquier detalle revelador.

Por algún lado creo haber leído que el compositor intenta recuperar algo del encanto de las músicas medievales (la acción se desarrolla en torno al siglo XII), pero no se aprecian aquí las sutilezas de Hildegarda von Bingen, Guido D’Arezzo o Moniot D’Arras, sino más bien algo que suena más bien a esas impersonales bandas sonoras de las películas de acción contemporáneas, como la saga de Piratas del Caribe, con el máximo estruendo de poderosos ritmos marciales perpetrado en las escenas de batallas y clímax varios.

Tampoco, en una partitura que supera generosamente las dos horas y media, hay más que un par de canciones de esas que el espectador se pueda llevar quizá a casa, con la intención de concederles una segunda oportunidad. Las principales destinatarias de esos instantes más próximos a la genuina emoción son los personajes femeninos, donde por cierto se aprecian las voces más destacadas. Pero es que la amplificación resulta tan nefasta en su inexplicable afán por reventarles los oídos a los presentes, que tampoco esos aislados momentos de intimidad resultan plenamente apreciables. Se intuyen, aquí y allí, determinados apuntes melódicos, se juega con las dinámicas (forzándolas) en busca del efecto y los arreglos resultan envoltorios recargados que suelen apelar a la baza de una vacua grandilocuencia o un sentimentalismo algo rancio.

No se aprecian en las letras del libreto que ha concebido Félix Amador grandes alardes poéticos, imágenes cautivadoras o sugerentes, sino la intención por ofrecer en apretada síntesis, que al final resulta todo lo contrario, un montón de palabras, todo lo que deben contener las más de mil páginas del original. Sobran seguramente personajes y tramas, quizá indispensables en el texto de Follet, pero que aquí entorpecen el desarrollo, pudiendo confundir a quienes no estén muy puestos en el universo que despliega este autor en su novela (aunque seguramente en eso resida el verdadero encanto para los seguidores de estos «Pilares», en reconocer, en carne y hueso, a todos y cada uno de los protagonistas y sus tramas adyacentes).

Demasiados vericuetos argumentales se oponen al desarrollo de una auténtica sustancia dramática y propician la identificación esquemática, sin lugar para la esfumatura. Con tantos posibles retratos los matices escasean hasta propiciar ese fácil maniqueísmo que se resuelve básicamente, un poco al modo de Disney, asignando roles tan previsibles como el del oscuro obispo, vestido de negro (como su alma, diríase), que conspira siempre en su propio beneficio; los nobles zascandiles empeñados en perpetuas conspiraciones, y el pueblo llano, cuya humana simpleza, asaltada por la codicia y el capricho de los poderosos, alberga casi siempre la razón natural.

Los Pilares de la TierraSmedia

Varias concesiones al omnipresente universo «concienciado»

Curiosamente, ese guiño al universo Disney ha debido de algún modo alcanzar hasta al propio desarrollo de la historia limitando su alcance espiritual: solo al final, cuando el rosetón de la catedral invade en toda su magnificencia el escenario, y los personajes se rinden ante la intuida presencia de alguna fuerza superior que parece simbolizar la propia edificación, revelándoles su propia irrelevancia, la futilidad de sus ambiciones, la idea de una divinidad benefactora parece imponerse.

En cambio, a través de distintas situaciones aluden insistentemente a varios de los asuntos primordiales de estos tiempos «concienciados». El prior Philip, al que habría que situar en el ámbito de los buenos y justos, opuesto a los tejemanejes de su superior jerárquico en la Iglesia, tuvo un episodio homosexual en el pasado que, de algún modo, marcó su existencia: su amante murió como consecuencia de que los descubrieran.

Casi todas las féminas protagonistas se reúnen, en varios números de conjunto y por solitario, para denunciar reiteradamente los tratos vejatorios a los que les someten sus parejas masculinas, la sempiterna crueldad de los hombres: en algún momento podría parecer que el escenario va a convertirse en una improvisada manifestación del 8 de marzo. Si estas cosas ya aparecían así reflejadas en la nueva de Follet es algo que se me escapa: desde luego aquí no pierden la oportunidad de subirse al último carro. Y, ojo, nadie niega que existan y siempre hayan existido ese tipo de intolerables conductas, pero parece como si ahora cualquier obra de ficción tuviera que asumirlas como parte esencial, y casi obligatoria, de su núcleo narrativo.

Adaptación a musical del libro de Ken FolletSmedia

Ágiles cambios de escena para sugerir distintos ambientes

La escenografía de Sánchez Cuerda, que sugiere el interior de la catedral ya desde el propio patio de butacas (donde se observan algunas de esas pasarelas metálicas «marca de la casa»), va dando forma a los distintos espacios sugeridos (mercado, interior de los palacios, …) con ágiles cambios. Se sirve para ello de elementos corpóreos y la ayuda de unas proyecciones no siempre logradas, apoyándose también en la eficaz iluminación de Felipe Ramos para captar la meramente intuida esencia de la vida medieval. Las distintas ubicaciones en una obra que transcurre entre Inglaterra, Francia y España resultan lo menos conseguido.

El vestuario luce, en conjunto, pobretón, salvo en algunos casos y detalles puntuales. En el inicio, la aparición del rey recuerda a los que se suelen ver, por fechas muy próximas, en las cabalgatas municipales o centros comerciales. Y lo del sonido envolvente estaría muy bien de no consistir en procurar la sordera de la concurrencia. En la escena final de la primera parte, la de la hecatombe catedralicia, el desplome se pretende sugerir mediante el efecto de hacer que las butacas se agiten levemente, como ocurría en los tiempos remotos del «sense-surround», cuando el cine pretendía imitar a la realidad con inventos de escaso recorrido (recúerdese aquel filme, «Terromoto»).

Entre el largo elenco (fluctuante según los días), hay uno poco de todo, pero en conjunto resulta digno, más por las prestaciones vocales, en muchas ocasiones, que por su adecuación actoral, algo primaria. En las voces, como se ha apuntado, destacan sobre todo las de ellas, y por encima del resto, seguramente, Cristina Picos como una aguerrida Aliena de Shiring, de instrumento bello y poderoso, dúctil y muy expresivo, a pesar de la desafortunada amplificación.

Julio Morales, el gran triunfador como Tom

Pero quizá el gran triunfador (y me alegro particularmente por ello) haya sido el cantante que interpreta al personaje que mejor conecta con el público, por su integridad, nobleza y simpatía, el constructor Tom. Al tenor Julio Morales le conozco desde que colaboramos juntos, en varias óperas, hace más de veinte años. Además de que sigue casi igual, su buena disposición, su talento vocal y su carisma parece que le hubiesen regalado una merecida nueva oportunidad, en este otro género. Se le veía exultante al recoger personalmente el triunfo mayoritario que le otorgó el público, puesto en pie al final de la representación.

Las reiteradas aclamaciones durante los saludos finales y las sonrisas que iluminaban los rostros al regresar al apreciable bullicio nocturno de la Gran Vía, ya recién iluminada con las luces navideñas, no dejan lugar a dudas. Más allá de las opiniones personales (y del ruido), la fuerza del musical parece imponerse con su ausencia de grandes pretensiones; seguramente por eso mismo.