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Ensayo de «La fuerza del destino» de Giuseppe Verdi, uno de los eventos más importantes de la cultura italiana, con el que La Scala de Milán estrena su temporada operísticaLa Scala de Milán / EFE

Crítica musical

La Scala baila en el alambre con su «Fuerza del destino»

Los históricos tenores españoles Plácido Domingo y José Carreras fueron los invitados especiales del principal teatro de ópera en su día más señalado, el de la inauguración de su nueva temporada

En Notre-Dame no hubo representación española, ni siquiera en ese concierto-batiburillo de «todo a cien» que ofició Gustavo Dudamel, el gran propagandista cultural de Hugo Chávez que nunca se ha enfrentado del todo a las atrocidades de la dictadura caribeña. En lugar de ofrecer alguna de las maravillosas creaciones que en el terreno de la música espiritual legaron los mejores compositores franceses (y tenían donde elegir: Charpentier, Gounod, Berlioz, Faurè, Messiaen, …), se prefirió una suma de retazos para no «aburrir» al personal.

En cambio, en la apertura de La Scala se debieron de acordar que para la ópera escogida esta vez, La forza del destino, su autor, Giuseppe Verdi, gran admirador de Calderón como Wagner, se había inspirado en una de las joyas del romanticismo ibérico, la misma obra del duque de Rivas que Menéndez Pelayo juzgaba a la altura de un Shakespeare. No le faltaban argumentos: el compositor italiano, con tan rico material de partida, elaboró quizá la más shakespeariana de sus óperas, él, que precisamente se encargó de adaptar Macbeth, Otello y supo ensalzar todas las aristas del personaje más completo del bardo inglés, sir John Falstaff, en su mayor creación lírica. Quizá por eso los dos invitados especiales a la inauguración, por san Ambrosio, fueron sendas leyendas españolas, los tenores Plácido Domingo y José Carreras.

Dos tenores españoles en horario de máxima audiencia

Carreras (que en cambio no acudió al homenaje que el Teatro Real le brindó en su propia, intrascendente premiere de este año) recordó que él mismo había encarnado a Don Álvaro en el templo milanés, con bastante mayor fortuna que ahora el tenor elegido para la ocasión, un mediocre Brian Jadge. Y Domingo, vetado en los teatros de su propio país, pero figura venerada también en Milán, aprovechó para meter una puya de su cosecha que no deja de ser cierta. El de hoy», declaró en su entrevista para la RAI, «es el acontecimiento más relevante de la ópera en el mundo», refiriéndose a la categoría excepcional que mantiene, al carácter solemne de una inauguración de temporada cuya retransmisión televisiva, en horario de máxima audiencia y por la primera cadena del país (tomen nota los artífices de Sálvame que ahora dirigen la nuestra), llega a casi todo el mundo.

La forza del destino de Giuseppe VerdiLa Scala de Milán / EFE

Hay estos días como una «fiebre» de La forza, que en los últimos tiempos cobra sorprendente vigencia como uno de los títulos más representados de Verdi: recientemente se han visto producciones de este título en el Met neoyorquino, en Covent Garden, en el Liceo barcelonés y, mientras tanto, ya aguardan su propio turno Madrid y Bilbao, que la acogerán durante sus próximas temporadas.

Parece que el título ha superado su fama de gafe (promovida por varias muertes ilustres de artistas que actuaban en el mismo), y vuelve a imponerse ahora mismo pese a la enorme dificultad de ofrecer una versión, cuando menos digna, de un monumento que contiene buena parte de la mejor música de su autor para la escena, hasta propiciar un desarrollo dramático sin fisuras pese a las contrarias opiniones de algunos intelectuales de barra de bar que la tildarían de irregular y mastodóntica, vamos, un peñazo. Todo lo contrario, pero es necesario remangarse y ver un poco más allá de las apariencias, de sus «rataplanes» y reiterados lamentos desesperados envueltos en querellas de honores vejados.

Verdi se basó en las ideas del duque de Rivas para su obra

La impaciencia, teñida de estulta soberbia de sus doctos detractores, parece definitivamente reñida con la inagotable capacidad de Verdi para sugerir atmósferas y deslizar ideas, combinando lo culto con lo popular como ya procuraba el duque de Rivas, que surgen desde la fundamental confrontación entre la posibilidad (casi siempre negada por Verdi por la actuación de fuerzas oscuras que se opondrían a cualquier intento de felicidad en la tierra) de ejercer el libre albedrío, o la resignación de someterse al plan que el «destino» tiene ya diseñado para el hombre, sin posibilidad alguna de enmienda.

Con tal ambición, y debiendo adecuarse a las reglas propias de un encargo (la obra original surgiría de una petición llegada desde San Petersburgo), en una época en la que la dependencia del móvil ni siquiera se intuía, se entiende que Verdi pudiera explayarse a sus anchas: su fama, además, se lo permitía.

Por eso dio forma a un fresco de gran formato que, bajo las escenas de cuarteles, mercados y monasterios (casi por primera vez, el músico ofrece aquí una imagen positiva de lo religioso frente a las efímeras batallas humanas), representa un verosímil retrato de la íntima desesperación de unos personajes atrapados en sus propias contradicciones, desde la sed natural de justicia (que convertida en venganza nubla cualquier entendimiento), al anhelo de la identidad perdida que hace imposible cualquier intento de insertarse en una sociedad sometida al imperativo de las clases sociales, y que en ese sentido tampoco concede espacio a la libertad en el amor (si los dioses no permiten escoger, los hombres tampoco).

En fin, son tantos los temas que hacen de esta obra maestra un inagotable muestrario de las flaquezas humanas, que resulta preciso acudir de vez en cuando a ella para volver a apreciar, y descubrir, siempre nuevos detalles, apuntes del más puro genio verdiano en absoluta madurez como revela una partitura de inagotable hermosura y variedad, a veces ocultos tras el diseño de unas situaciones fácilmente juzgadas como improbables desde nuestra superioridad, concebidas para dar impulso a la acción, motor de la emociones que a menudo impiden, u obnubilan, el pensamiento.

Riccardo Chailly, intensidad y coherencia a falta de mayor refinamiento

Todo ese compendio de sutilezas requiere de hábiles e inteligentes comunicadores, empezando por el propio director musical. No disponiendo ya del mayor de los verdianos actuales, Riccardo Muti, la Scala se encomienda ahora a Riccardo Chailly, más que competente pero no a la altura del maestro napolitano porque lo que ofrece en intensidad dramática lo pierde en refinamiento y libertad rítmica, en fantasía.

Baste un único ejemplo: el acompañamiento en Madre, pietosa vergine carece con él de esa urgencia, la angustia teñida de melancolía que se halla como en ninguna otra parte en la versión referencial de Gino Marinuzzi, de ese modo obstinado que parece evocar al lied Margarita en la rueca de Schubert.

Riccardo ChaillyTeatro alla Scala

Por lo demás, Chailly es un maestro sereno y aplicado, que concede fluidez y coherencia a la narración, plasmándola más que otorgándole auténtico relieve. Acompaña con conocimiento a los cantantes y se beneficia de contar con los mejores coros y orquesta posibles para la ópera verdiana, imbatibles las fuerzas del principal teatro italiano en este su repertorio.

La grandeza de La Forza exige seis protagonistas fuera de serie, aunque en la actualidad ya sería bastante con poder ofrecer, al menos, dos. ¿Los hay ahora mismo? Seguramente, si se abandonase la pereza de fiarlo todo a los «agentes de cámara». De entre el reparto aquí escogido, el más adecuado a las necesidades del compositor resultó el estupendo barítono francés Ludovic Tezier, de noble y aquilatado fraseo, que se apoya además en un instrumento relevante, homogéneo y de incuestionable atractivo tímbrico.

El tenor Brian Jadge salió como antaño los toros por San Fermín, desbocado, sin ningún matiz y una dicción en italiano francamente mejorable. Lástima porque posee una voz importante, pero como tantas, desperdiciada por falta de buenos consejos y estudio: hoy intentan aprender sobre la marcha, en La Scala, un templo de la cultura al que hay que llegar a servir con humildad, esa es la diferencia. El «burlador del Liceo» mejoró algo su prestación durante el transcurso de la función, al calmarse un poco. Pero lo que no tuvo remedio fue esa sensación de canto desprovisto de esfumaturas, como si la palabra no significara gran cosa, siendo esencial desde Monteverdi.

El tenor Brian Jadge en La Forza del destino en el Teatro de La ScalaTeatro alla Scala

El bajo Vinogradov procura decir algo mejor, pero no es la voz profunda que demandaba Verdi, como aquellos imponentes padres Guardianos italianos, los Pasero, Neri, Gaiotti, … que imprimían nobleza y autoridad y aún podían mostrarse tiernos sin que la voz les abandonase por el camino. Discreto el Melitone de Marco Filipo Romano, que logró sustraerle parte de esa exagerada bufonería con la que a veces se recarga el personaje, pero exhibió una voz que se queda algo corta en el extremo agudo.

Se aguardaba con interés la Preziosilla de Vasilisa Berzhanskaya, que tan buenos réditos ha ofrecido en el repertorio más belcantista. Su incursión verdiana resultó esperanzadora más por lo que apunta hacia el futuro que por su inmediata actuación. Se mostró algo vulgar, lo que no le viene mal del todo al personaje, aunque a veces cargara demasiado las tintas. Pero su auténtico instrumento de mezzo, con cuerpo y presencia sobre todo en el centro, permite hacer pensar en una adecuada intérprete de los grandes roles que este compositor le regaló a su cuerda. Posee interesante material para ello.

Algunas protestas contra la actuación de Anna Netrebko

A pesar de algunas protestas que pudieron escucharse nítidamente, provenientes de las localidades donde aún tienen refugio los célebres «loggionisti», otrora encargados de preservar la pureza de los fundamentos del canto (hoy ya bastante domesticados, por cierto; aunque ya solo se les encuentre en Italia, en el resto del mundo suele valer todo), la gran triunfadora de la velada resultó Anna Netrebko, en su séptima comparecencia para inaugurar la temporada milanesa.

Los aplausos y vítores que cosechó durante la velada así lo certificaron. No constituyeron una dádiva, a pesar de que el público quizá olvide demasiado rápido cuáles han sido las referencias: la comparación con Renata Teabaldi a estas alturas, como se ha propuesto, resulta inaceptable por inoportuna. La Leonora de la soprano favorita de Putin convence sobre todo por el magnífico estado en el que conserva unos medios rutilantes: esos agudos como saetas, la innegable belleza opulenta del timbre, la pertinencia de los acentos en los que basa un fraseo cálido, aunque no siempre sutil ni variado, algo crispado.

Anna Netrebko en La Forza del destinoLa Scala de Milán/EFE

Llegamos al quid de la cuestión. Netrebko se parece cada vez más a Netrebko. Por el camino nos hace olvidarnos de que estamos en una ópera, no en un concierto concebido para la mera exhibición vocal. La expresión hay que adecuarla a las intenciones. Y en el retrato que esta artista ofrece de esa casi adolescente atormentada, que debe madurar a marchas forzadas ante la inevitabilidad de los trágicos acontecimientos que precipitan sus decisiones, nos falta la delicadeza, la fragilidad, el desamparo y la desesperación no concebida únicamente de manera salvaje, incontrolada, la íntima melancolía…

Matices que es necesario aportar al personaje para hacerlo creíble. En la rueda de prensa de presentación del espectáculo, Netrebko parece ser que dijo que no lograba entender a Leonora. Y se nota. Aunque todas las notas están ahí, magníficamente desplegadas, falta casi todo lo demás, que no es poco.

Un montaje concebido para intentar convencer a todos

El director de escena, Leo Muscato, pareció seguir la regla de estas últimas inauguraciones: volver a una cierta ortodoxia que reconcilie la tradición con una puesta al día de los conceptos dramatúrgicos. Lograr ese equilibrio bailando en el filo del alambre resulta complicado, porque la manera más sencilla de equivocarse resulta siempre intentar complacer a todos. En cualquier caso, su intento por no provocar sin que le tachen de «viejuno» dejó buen sabor. Su idea de escenario circular, en forma de plataforma que permite mantener la idea de una acción incesante obtuvo en buena medida su cometido. El punto de partida recuerda a La Ronda, aquella joya de Max Ophüls. Pero de tanto girar, el «tiovivo» acaba mareándonos un poco.

La «genialidad» con la que Moscato ha intentando zafarse de las acusaciones de cutre (los decorados corpóreos, que precisan las localizaciones, no lo son; pero la acumulación de personajes, cuando está todo el coro en la plataforma, a veces resulta abigarrada) consiste en cambiar cada acto de época, con el esencial motivo conductor de la guerra. De ese modo, se juega la baza de variar de vestuario (del siglo XVIII al presente) otorgándole mayor vistosidad, y se propicia el apunte pretendidamente intelectual.

Como en todos los siglos ha habido guerras, también ahora mismo, parece claro que el hombre no tiene remedio. Verdi eso lo sabía de sobra. Por eso no necesitó ambientar su Forza en los tiempos del Risorgimento, respetando lo que escribió el duque de Rivas. El compositor, que además era de pueblo, conocía perfectamente cómo se las gasta el personal.