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César Wonenburger
Historias de la músicaCésar Wonenburger

Mozart y sus conciertos para piano, un hallazgo del siglo XX

El conjunto de obras que el genial compositor concibió para su instrumento favorito, a la altura de sus grandes óperas, no gozó siempre del unánime aprecio que se le dispensa hoy

Actualizada 04:30

El joven Mozart al piano por Gustave Boulanger

El joven Mozart al piano por Gustave Boulanger

Ha vuelto Andràs Schiff. Con su aspecto de banquero suizo de otro tiempo, el pelo levemente ondulado ya completamente cano, traje oscuro de tres piezas, infalible reloj de cadena en el chaleco, sonrisa franca pero discreta y sus maneras exquisitas, se ha dejado ver estos días por Madrid. Y en su nueva visita, opacada por los otros acontecimientos musicales de estos intensos días, nos ha dejado unas versiones refinadas y sentidas de dos de los últimos conciertos para piano de Mozart.

András Schiff

El pianista András Schiff

Ya lo decía su insigne colega, Alfred Brendel, conviene huir del Mozart poético las veinticuatro horas del día. Y hasta aquí ha venido Schiff, para ofrecer dos caras distintas de la misma moneda: el compositor olímpico, heroico, anticipándose al Beethoven del «Emperador», que se muestra en el K.503. Y el otro, más ceñido a la introspección, a un dramatismo urgente y misterioso aunque se tiña, al serenarse, de una cierta sensualidad, que ofrece el más largo de estos conciertos, el K.491.

Hoy ya queda poco por descubrir, gracias sobre todo a los avances tecnológicos capaces de convertir las fortalezas privadas de los melómanos en abadías repletas de durmiente sabiduría, donde reposa, al alcance del mando a distancia, toda la riqueza acumulada durante siglos. Pero hubo otro tiempo en el que este segmento fundamental de la obra mozartiana permanecía en un reservado segundo plano.

Liszt solo tocaba uno, hasta que llegó una amiga de Chaplin

Liszt, con todo lo que fue, apenas tocaba en público solo el K.491. Y no fue casi hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando en buena medida la atención de Edwin Fischer, Geza Anda y Clara Haskil (aquella judía sefardí amiga de Chaplin que pasó toda una delicada operación, mientras con sus dedos interpretaba sobre la mesa del quirófano su favorito, el Jeunehomme), contribuiría a difundir la relevancia de esta parte imprescindible de la ingente producción mozartiana, a la altura de su maravillosas óperas.

Brendel, por ejemplo, asegura que «una clave importante» para la interpretación de este autor «está en el canto operístico». Y el propio Schiff, en alguna entrevista, ha afirmado que no se puede aspirar a tocarlo bien sin conocer a fondo sus mayores creaciones líricas. Su «cantabilidad» resulta evidente y cobra especial relevancia y atractivo en esos segundos movimientos que en ocasiones parecen traslucir la misma íntima melancolía de la condesa Rosina en Las bodas de Fígaro, como su resignado «Porgi amor».

El K.503 lo compuso Mozart más o menos en la época durante la cual ya trabajaba en la primera parte de la trilogía que concibió sobre libretos de Lorenzo Da Ponte. Por eso, quizá ahora, Schiff, durante su interpretación del otro día, intercalase inesperadamente el inicio del «Non più andrai», célebre aria del otrora barbero al final del primer acto de Las bodas de Fígaro, como parte de la cadencia al final del primer movimiento de esta obra.

Aunque lo cierto, como indica el escritor británico Cuthbert Girdlestone, es que la relación entre este concierto en particular y las óperas del portento salzburgués se establece más claramente con el Idomeneo. El rondó final incluye una alusión directa a las danzas de la obra lírica que esta misma semana acaba de ofrecerse, también, en Madrid.

Un libro, en 1948, contribuyó al rescate de estas obras

Al hablar de Girdlestone, educado entre Cambridge y la Sorbona, conviene establecer que la aparición de la primera edición, originalmente en francés, de su libro «Mozart & his piano concertos», en 1948, contribuyó mucho a la divulgación de los veintisiete conciertos que W.A. Mozart realizó para piano. Luego ya vendrían, también, las contribuciones literarias de otro espléndido pianista, con apellido de vehículo, Paul Badura Skoda, que escribía casi tan bien como interpretaba.

Quizá hasta ese tiempo, el mercado musical había estado más empeñado en celebrar el virtuosismo que los solistas más conocidos de la época exhibían con todos sus fulgores en partituras más propicias a los fuegos artificiales, como pueden resultar los tan conocidos conciertos de Chaicovski o Prokofiev. Pero una vez reiteradas hasta la saciedad las mismas fórmulas, convenía explorar comercialmente esos nuevos filones que prometían los intérpretes antes mencionados (a los que habría que añadir a Casadesus, Landowska, Gieseking, …).

A todos estos pronto se les unirían, además, una nueva generación de solistas que, empleados por las discográficas para servir productos nuevos de calidad, aportarían la necesaria frescura al renovado repertorio. Al citado Brendel, junto a sir Neville Marriner y su Academy of Saint-Martin-in the fields (otro descubrimiento de aquella época), habrían de sumárseles un joven Daniel Barenboim y el quizá no tan célebre (pero siempre excelente) Murray Perahia, con aquellos tempranos discos para la Columbia en cuyas míticas portadas lucía dentadura y flequillo.

Una película con historia de amor

En la creciente consideración de estos conciertos, que Girdlestone sitúa incluso por encima de sus óperas (ni siquiera en estas, Mozart «trabajó el contraste de tonos con tanta habilidad», refiere), el compositor también hallaría un sorprendente aliado en el cine. En 1967, se dio a conocer una película danesa, Elvira Madigan, muy popular en su época, basada en los trágicos amores entre un soldado desertor y la hermosa acróbata, casi adolescente, de un circo. Una historia real. Ambos amantes se escaparon juntos hasta suicidarse, al final de su azaroso periplo, en un bosque.

Las imágenes del idilio de la pareja en la solitaria campiña, entrelazados mientras intercambian miradas de deseo mecidos por el ardiente sol de mediodía, la vegetación y la brisa (claro anticipo de las posteriores de Días de gloria de Terrence Malick), se encuentran justamente realzadas por el sonido de la plácida cantilena, un nocturno chopiniano, que Mozart compuso como movimiento central de su, a partir de ahí, más conocido «Concierto K. 467».

El mayor grupo de obras maestras entre los conciertos

La banda sonora de aquel filme se basaba en la versión grabada por Geza Anda de la pieza, que cosechó nuevos adeptos. Más próximo ya a nuestro tiempo, Ida, un filme seguramente superior del realizador polaco Pawel Pawlikowski, ha empleado también como parte sustancial de la columna sonora de su metraje otro modelo de lo que Girdlestone consideraba la auténtica voz del dolor del compositor, la siciliana del «K. 488».

Compatriota del cultivado escritor, el crítico Neville Cardus creía sobre esta pieza que «si algunos de nosotros tuviera que morir para luego despertar oyéndolo sabríamos de inmediato que habíamos llegado al lugar indicado».

Con su nueva comparecencia española, sir Schiff nos ha permitido ahora volver a evocar, a través de sus pulcros, briosos dedos y la exquisita sensibilidad, vigorosa y delicada, la grandeza de este conjunto de conciertos de Mozart, «el mayor grupo reunido de obras maestras entre sus semejantes», a juicio de Girdlestone.

No cabe duda de que como resultado de «la lucha entre dos fuerzas, una simple, la otra compleja», estas composiciones se sitúan en un plano de igualdad con respecto a la sonata, el cuarteto o la sinfonía. Y en su propia variedad y extensión temporal, representan probablemente el testigo más fiel de la vida artística de su creador.

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