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Teresa Berganza, genio y figura, pocos han hecho tanto por la música española

La mezzosoprano madrileña de fama internacional, con una extensa carrera musical y docente, ha fallecido a los 89 años

A propósito de unas muy recientes representaciones de Las bodas de Fígaro en Madrid, conversaba el otro día con un amigo, conocido crítico, e íntimo de Teresa, acerca de esa manía que parece haberse impuesto hoy en casi todos los teatros de confiar los roles mozartianos a voces –diríase– anémicas, poco formadas, de intérpretes la mayoría de las veces aun por cocer, sin auténtica personalidad ni relevancia. «¿Te imaginas lo que sería hoy un Cherubino cantado por Teresa?», le dije.

Afortunadamente los suyos fueron otros tiempos: los de Karajan, con el que no dudó en discutir durante un ensayo por cuestiones musicales; los de aquel Klemperer que en las pausas mojaba pastitas en el té y se las posaba directamente en los labios con la ternura de un abuelito; los de Ponelle que, conocedor al dedillo de las obras que dirigía, poseía la virtud de no considerarse más que Rossini para ponerse a su servicio iluminando sus ideas en lugar de intentar suplantarlo; o los de un Don Giovanni con voz de tal como el de su admirado Cesare Siepi («¡qué hombre tan guapo, y qué voz!», me dijo en una ocasión sobre el aristocrático bajo italiano con el que compartió escenario en varias ocasiones).

Genio y figura, madrileña (se ha ido antes de conmemorar San Isidro) y española por los cuatro costados, pocos artistas han hecho tanto por la música de su país como ella que, a pesar de unos cuantos honores –baratijas para una diosa–, nunca recibió de su propia patria los que de verdad merecía, pero sobre todo uno: el auténtico y unánime reconocimiento de su lugar privilegiado en el mundo de la música (algo por otra parte casi imposible teniendo en cuenta el poco aprecio que aquí se cultiva por todo aquello que escape del chismorreo de todo género, la política en sus lances más chuscos y las grandes gestas deportivas).

Auditorios rendidos a su voz

La Berganza no solo contribuyó a divulgar la música española, explorando el rico y menospreciado patrimonio histórico (de Manuel García a la zarzuela) o poniéndose al servicio de compositores de su tiempo como García–Abril (del que estrenó sus Canciones Xacobeas), elevó el nivel de la profesión hasta las más altas cotas de excelencia abriéndole la puerta de los grandes circuitos internacionales a otros artistas españoles que vendrían después. En una ocasión, le pregunté a Elina Garanca de donde le veía su conocimiento y aprecio de la zarzuela. «De los discos que mi madre, profesora de música, me hacía escuchar de ella. Es maravillosa». Sí, de entre todas las mezzos que en el mundo hay ahora mismo, quizá solo la artista letona se aproxime a la Berganza en distinción, musicalidad y servicio de la partitura.

Guiada por la mano maestra de su profesora, Lola Rodríguez de Aragón, cultivó el «lied», uno de los más elevados signos de civilización, hasta el punto de que los auditorios más exigentes tuvieron que rendirse antes sus impecables interpretaciones de Schumann o Brahms. Y su citado Mozart podía equipararse sin mácula al de los principales intérpretes del momento, como era costumbre aún entonces (Della Casa, Jurinac, Dermota, Fischer-Dieskau y por ahí…) al asignar los principales roles del creador de La Flauta Mágica. De hecho, cuando Jospeh Losey se decidió a filmar su estilizada versión cinematográfica de Don Giovanni, con dirección musical de Lorin Maazel y un estupendo reparto que reunía a Raimondi, Van Damm, Moser, .., se recurrió a ella para el juvenil papel de Zerlina, aún cuando ya para esa época se hubiera impuesto en los escenarios internacionales como la Carmen de referencia.

Anécdotas sin fin

El encuentro con el personaje de Carmen constituye precisamente un hito esencial en su biografía, a partir de aquellas recordadas representaciones de la ópera de Bizet en el Festival de Edimburgo bajo la batuta de Claudio Abbado y con Plácido Domingo («mi mejor Don José, el que te besaba de verdad, con lengua», me confesó ella misma en una ocasión), en 1977. De allí salió como una renovada Teresa, empoderada que dicen ahora los cursis, y decidida a coger el toro por los cuernos de su vida. El estudio profundo del personaje de la célebre gitana, que ella supo interpretar como nadie llegando hasta su misma esencia y despojándola de clichés y folclorismo, le abrió incluso una nueva época sentimental, con algún episodio dramático si no fuera por la guasa que Teresa ponía al contar sin pelos en la lengua todos los detalles de su existencia, incluso los más íntimos. Se divorció de su marido y mentor musical en algunos aspectos muy importantes de su labor (sobre todo en la profundización en el repertorio español más antiguo), el pianista Félix Lavilla, padre de sus hijos. Liberada de inútiles corsés decidió dar rienda suelta a sus impulsos, sobre todo a la hora de demandar lo que quería, de elegir el rumbo de su carrera, de establecer prioridades y de no callarse ante nada ni nadie, exponiendo siempre sus opiniones de la manera más educada pero a la vez directa. Como aquella vez en que, ya retirada, visitó la Scala de Milán para asistir a una representación y el célebre director musical que oficiaba en el foso ese día le mandó recado con un acomodador: «Dice el maestro que en el descanso puede acudir usted a saludarlo a su camerino». A lo que ella respondió: «Pues dígale que soy una señora, y que si quiere saludarme que venga él hasta aquí».

Tantas y tantas anécdotas memorables, para atesorar, como después de aquellas clases veraniegas que impartía en el bellísimo palacio portugués de nuestro común y queridísimo amigo el conde de Vila Real, Fernando Alburquerque, fallecido también hace unas semanas, cuando abría su corazón y su alma con confesiones personales que despertaban admiración, ternura y sobre todo muchas carcajadas… su mordacidad, sus afilados retratos de la gente de la profesión, no tenían precio. Parecía un milagro que aquella mujer que solo unos minutos antes nos había emocionado recitando (ya casi no cantaba, pero qué importaba, aún podía expresar, decir como los elegidos) la célebre «escena de las cartas» de Carmen para una alumna que seguramente jamás podría captar todos los matices, la hondura, la humanidad que encerraba aquella interpretación, estuviera después allí, bajo la sombra de un árbol, narrando con absoluto desparpajo y sin ahorrar detalles los episodios más hilarantes de su vida, dentro y fuera del escenario. Maravillosa, Teresa.