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Foto de la ópera de AidaTeatro del Real | Javier del Real

El Real mira al pasado para salvar su futuro con 'Aida'

El teatro madrileño recupera la tradicional puesta en escena de la obra del director Hugo de Ana, con un reparto cohesionado en el que se espera a Anna Netrebko

Los teatros se encuentran estos días instalados en la incertidumbre. La tendencia ya se había constatado antes de la pandemia, y el confinamiento no hizo más que ahondar en lo que parece, más que un contratiempo puntual, un problema muy serio, un auténtico quebradero de cabeza para los intendentes, sobre todo de las instituciones que dependen cada vez en mayor medida de la taquilla para su sostenimiento.

Su espada de Damocles es la pérdida de público, algo evidente a ambos lados del Atlántico, y para lo que existen razones variadas y profundas. Pero entre todas parece haber una esencial: durante demasiado tiempo se ha maltratado a esa parte de los aficionados considerados «conservadores», personas cuyos «extravagantes» gustos suelen mostrar una clara preferencia por los títulos de repertorio, esos que el paso del tiempo ha consagrado como imprescindibles; servidos además por artistas con voces capaces de hacer justicia a los requerimientos de las partituras, y en producciones al menos coherentes con el espíritu de las obras de compositores que, como el propio Verdi en Aida sin ir más lejos, dejaron por escrito constancia, de manera muy precisa y detallada, de sus intenciones a la hora de llevarlas a la escena.

Por supuesto que la ópera no puede quedarse solo en eso, es necesario enriquecer las propuestas con títulos recientes y otros rescatados del pasado que muchas veces merecen una nueva oportunidad, al menos, para poder comprobar con conocimiento de causa por qué no lograron superar el filtro de la historia. Y siempre serán bienvenidos los directores cuyas lecturas, basadas en el estudio concienzudo y no en meros caprichos personales, puedan valer para arrojar nueva luz sobre aspectos que a veces habían pasado desapercibidos: las obras de arte ofrecen terreno abonado para apreciar en cada distinta aproximación destellos inesperados, significados ocultos. Por tratar de los mismos asuntos que desde el principio de los tiempos han preocupado al ser humano, precisamente, casi todas esas piezas admiten enfoques contemporáneos, porque si hay algo «moderno» es descubrir que, en lo esencial, no hemos cambiado tanto. Pero esa condición no debe servir como coartada para los desmanes que a menudo se perpetran en aras de su supuesta «puesta al día».

En su corta pero aleccionadora historia reciente, el Teatro Real ha atravesado varias fases, pero la penúltima, que tiene mucho que ver con esa suerte de desprecio o animadversión hacia las preferencias del núcleo más «tradicional», seguramente la facción mayoritaria de sus aficionados, lo situó en un trance muy complicado. La apuesta del fallecido Gerard Mortier por crear un «nuevo público madrileño» y llegar a situar al Real en la vanguardia de los teatros europeos a punto estuvo de hacer zozobrar la nave con resultados funestos para su economía: hubo una auténtica estampida de esos recalcitrantes espectadores «de toda la vida» que, en ningún caso, se saldó con el reemplazo de legiones de otros más instruidos, cosmopolitas y sensibles que habrían tomado las calles para reclamar un cambio de rumbo a la espera de una señal de su salvador que les permitiera ocupar las vaciadas butacas. Como es lógico, esto último es una ficción.

Así que haciendo de la necesidad virtud, y sólo reconociendo con la boca pequeña el dislate anterior, el teatro capitalino ha dado en los últimos tiempos un volantazo y parece que ya no renuncia ni a los estrenos con obligadas piezas de repertorio, ni a esas grandes producciones de su propio fondo de armario con las que al inicio de su reapertura buscaba conscientemente volver a crear afición en la ciudad. Ni siquiera reniega ya de los divos… Al contrario, ahora se les persigue casi a lazo y ya solo se aspira a contratar a las «estrellas» del momento para los primeros repartos; y si es posible, también hasta para los alternativos. Big names es la nueva consigna para los años venideros, como ocurre en París, Viena, Munich o Londres.

Un reflejo de todo lo anterior lo ha constituido esta segunda inauguración de la temporada (en septiembre ya había habido otra con el Orphée de Philip Glass ofrecido en los Teatros del Canal), ahora sí con todo el boato destinado a este tipo de inauguraciones a las que suelen asistir desde los Reyes hasta un nutrido rosario de invitados entre los que abundan rostros habituales de la prensa rosa, presentadores de televisión, políticos, miembros del Ibex35 y aristócratas mezclados con los abonados de las localidades superiores, ese gallinero donde se han cocido hasta conspiraciones para derrocar a cantantes más o menos famosos y a veces se escuchan las invectivas más punzantes, como aquel «¡Pobre Verdi!» lanzado con calculada indolencia sobre la actuación de un célebre barítono ruso, ya fallecido.

Para esta nueva rentrée se ha programado el título que más veces se escuchó en este mismo teatro durante el siglo XIX, Aida de Giuseppe Verdi, que regresa en una producción ya bien conocida en el Real, pues se dio por primera vez en 1998 y se repuso casi una década más tarde, debida al reconocible talento decorador de Hugo de Ana, más escenógrafo y figurinista propiamente dicho que director, un poco como el reconocido Pier Luigi Pizzi, del que parece haber seguido en su propia carrera el infalible sentido para las simetrías y los cromatismos: nadie combina como ellos los colores de sus vestuarios, siempre elegantes y detallistas, como recién salidos del mejor atelier, acompañados además de los complementos precisos.

Menos es más

Con ambos, los movimientos del coro, de la abundante figuración (esa inclinación por resaltar la esbeltez de los cuerpos, cumpliendo solo aquí la máxima minimalista del «menos es más» para sus atavíos), del cuerpo de baile y, finalmente, de todos los cantantes del elenco suelen tener la precisión milimétrica de una coreografía muy bien ensayada e iluminada, aunque en muchas ocasiones el efecto no pase de ahí, la obtención de una cierta plasticidad como objetivo per se.

En cualquier caso, frente a la ignorancia teñida de soberbia de tanto chisgarabís metido a director como hoy abunda sobre los escenarios, se aprecia un trabajo previo que parte de un profundo conocimiento del espacio escénico y sus posibilidades, y un escrupuloso respeto por la ambientación que, realista o no, en ningún caso resulta estridente o desfasada, si no fruto también de una concienzuda labor previa de estudio. Para su Don Carlo, otra producción concebida para el Real que debía haber sido preservada (desde luego mucho más adecuada que aquella cosa horrenda de hace un par de temporadas), De Ana se pasó horas entre El Prado y El Escorial en una espléndida labor de reconstrucción, pocas veces valorada.

El Egipto imaginario de Verdi

Seguramente que en esta reconstrucción idealizada de un Egipto imaginario que Verdi propuso para su ópera, Hugo de Ana habrá empleado también largo tiempo de investigación, no menos que el que el propio compositor dedicó a recorrer museos en los que poder hallar muestras de instrumentos antiguos que pudieran proporcionarle una idea acerca de los sonidos que aspiraba a evocar, si quiera lejanamente, en este título emblemático de un cierto exotismo musical.

Solo por ello ya hay que mostrar un respeto por esta tarea que, en general, y si se exceptúan algunas muestras de una grandilocuencia que bien pudieran remitir a los filmes de Cecil B. Demille (el inicio del primer acto, que ahora redobla su apuesta por la espectacularidad con unas imágenes en 3D bien insertadas), resulta en una producción para ofrecerse sin titubeos ni complejos como una referencia del título de Verdi en su digna aspiración de llegar a todos los públicos, incluidos los turistas que vienen a Madrid y deseen ver una Aida fiel al espíritu de lo que el compositor propuso. Por sus características especiales no es esta una pieza que pueda ser fácilmente sujeto de una trasposición temporal (los intentos que se han hecho en este sentido resultan casi todos fallidos). Con eliminar a los sufridos elefantes y caballos de otras épocas, ya se sale ganando.

Necesidad de atraer al público

Así que la apuesta del Teatro Real por hacerse con un buen fondo de armario (lástima que en cambio se cargaran La Bohème de Giancarlo Del Monaco), funciona, mantiene vivo su interés. Y seguramente ejercerá como reclamo cuando vuelva a ofrecerse en próximas temporadas. Sobre todo enganchará a quienes vayan a ver la ópera por primera vez, ese público que es necesario atraer hoy más que nunca y que, se pongan como se pongan algunos, no va a volver si le reciben con Licht de Stockhausen.

Otra cosa es el aspecto musical, que habrá que cuidar en cada momento. Las óperas verdianas, las pequeñas y las más grandes, se resienten de un modo especial cuando no se cuenta con los intérpretes adecuados. Pero en Aida, como también en La forza del destino, es aún más fundamental contar con los mejores cantantes disponibles para lograr extraer toda su grandiosa belleza. El Real ha hecho un buen esfuerzo por lograr, esta vez, repartos ajustados, aunque quizá habría sido deseable combinar a los artistas de otro modo. Por todo Madrid se ha corrido la voz de que las mejores funciones serán las que cantará la diva de hoy, Anna Netrebko, que tan poco se ha prodigado en este teatro y que ahora, quizá, dispone de más tiempo puesto que algunos lugares (Londres, Nueva York, …) le mantienen el veto por su pasada vinculación con el odioso Putin.

La primera «víctima» de la inesperada presencia madrileña de la Netrebko en más funciones de las inicialmente anunciadas ha sido Krassimira Stoyanova, que ha pasado discretamente la prueba de su debut en este coliseo, al menos para el público que la ha acogido con bastante frialdad. Frente al temperamento abrasivo de la soprano rusa, la búlgara, mucho menos conocida pero muy respetada por los auténticos catadores del buen cantar, opone una expresividad más interiorizada: la suya resulta una Aida sumisa o sometida, dulce y algo angelical, como apuntaba Verdi. Su concepción es de una musicalidad sin tacha, como un regate de Modric, pero resulta algo apagada en los momentos de mayor intensidad y los agudos, en ocasiones, suenan algo forzados. Lo mejor fueron las arias, especialmente la segunda, durante el acto del Nilo, por su capacidad para colorear y aquilatar el sonido en las frases más largas y bellas, con pianos de buena ley y un canto intimista pero falto de acentos más incisivos.

Más victorioso, quizá el más aplaudido junto a la mezzo, resultó Piotr Beczala, quien a priori tampoco gozaría de las armas más acreditadas para ofrecer un retrato del líder aguerrido, por su instrumento idealmente de tenor lírico. En cambio, él sí supo recurrir al acento para suplir esa anchura característica del heroico Radamés. Dijo con propiedad, con cierta elegancia incluso en su salida, el célebre Celeste Aida, se mostró valiente en el agudo y proyectó su voz con suficiencia, sin abrumar, por toda la sala. La mayor conexión con la soprano se produjo justamente en ese sublime adiós a la vida que el Hans Castorp de La Montaña Mágica atesoraba entre sus grabaciones, un emocionante O terra addio.

Para encarnar al personaje más fascinante de toda la ópera, esa Amneris que bebe en las fuentes de la Azucena, también el rol central en Il trovatore, el Real volvió a echar mano de Jamie Barton, que tan buenos resultados brindó en aquella Favorite donde llegó a eclipsar a Camarena. Resultó la vencedora, o empató merecidamente con Beczala, en los aplausos finales. Comenzó algo fría, quizá contagiada por el pulso faltó de brío y auténtico acento verdiano que el concertador, Nicola Luisotti, imprimió desde el principio a su pesada lectura. Algunos ataques al agudo resultaron estridentes, pero todo se resolvió felizmente para ella en su célebre escena del cuarto acto, que dominó con plena seguridad y acentos, aquí sí, vibrantes. Desde luego no es Dolora Zajick, que al concluir esta escena organizaba un interminable alboroto cada vez que la interpretaba en el Met, pero posee un material de buena ley que aún puede y debe pulir para extraer matices más hondos.

Actuaciones soberbias

Amonasro no ofrece el papel más interesante de la literatura verdiana, aunque Juan Pons supo hacer una soberbia recreación del fiero rey etíope mientras aún permanecía en activo. Aquí lo encarnó otro gran barítono español, entre los más grandes de hoy, Carlos Álvarez, y lo hizo con convicción y el estilo más plenamente apegado a Verdi de todo el reparto. Fue aparecer él y en sus breves pero sustanciosas intervenciones asomó ya el carácter noble, la frase bien delineada, el acento preciso… Quizá el intérprete más comprometido en la delineación de su personaje mereciese seguramente un reconocimiento mayor, pero el público de estreno es así.

De los dos bajos, Vinogradov, como Ramfis, fue el más adecuado por recursos y matices, aunque también comenzó algo apagado. Todas sus frases fueron dichas con esa elegancia, ese empaque que suplen la falta de un instrumento más rotundo. Difícilmente aceptable en un teatro que se quiere de primera resultó el Rey de Deyan Vatchkov, salvo que padeciera una indisposición que no se anunció. No puede calificarse su actuación, seguramente le pasaba alguna cosa. Habrá que aguardar a que se recupere porque le quedan unas cuantas funciones por delante. Bien el resto, con un Fabián Lara como mensajero que debiera pelear por lograr mejores empeños. Un par de frases bastaron para acreditarle como un tenor de mayor enjundia, destinado a otro tipo de papeles.

Una lectura plúmbea y letárgica

La mácula mayor de esta Aida ha sido la plúmbea lectura, carente de toda tensión, que Nicola Luisotti nos ha ofrecido ahora, después de haber clausurado la temporada anterior con un vibrante Nabucco. Cierto que puede haber mayor refinamiento en esta ópera muy posterior, en la que Verdi sentía ya además en su cogote el aliento de la revolución wagneriana. Pero esa búsqueda intrínseca de colores más variados, de una más honda expresividad ha devenido en este caso en una lectura más que solemne, letárgica, de tempi alargados en extremo.

Recuerda a alguna de las propuestas que hizo Karajan, pero claro, sin aquella opulencia orquestal que compensaba tanta morosidad, o a las indagaciones de Muti, que a cambio también es capaz de destapar el tarro de las esencias para desvelar algo de esa belleza despojada, casi camerística, que Verdi parecía ocultar entre tanto conjunto desaforado. En esos primeros dos actos a los que Verdi destinó lo que él mismo, con cierto tono despectivo, denominó como «bataclan», los grandes números corales, Luisotti parece estar dirigiendo el Te Deum de Bruckner de acuerdo con Celibidache. Si lo hace así en su país, le silban en el entreacto. El compositor italiano casi no se reconocía para nada.

Foto de los actores de la ópera de Aida despidiéndoseTeatro del Real | Javier del Real

En cambio, en los últimos dos actos, de un mayor intimismo, donde el viaje hasta la oscuridad del final se torna más sombrío, emergió un Luisotti algo más brioso, sobre todo a partir del primer dúo entre Aida y Radamés, aunque no acertara a sugerir todo el dramatismo de la central escena de Amneris. Habrá que esperar quizá a las funciones que dirigirá Daniel Oren para apreciar, por ejemplo, el cataclismo de máxima tensión que este maestro, consumado intérprete del título, logra desatar en ese instante clave de la obra. Claro que para ello deberá contar con la implicación de la orquesta titular, algo pobre en la creación de atmósferas bien diferenciadas, con una cuerda demasiado débil. Más en forma apareció el coro en todas sus intervenciones, rindiendo a buen pero no excelente nivel, como sí lo hizo, por ejemplo, en el citado Nabucco.

En esta ópera Verdi hizo suyo aquel célebre dicho de «regresemos al pasado y será un progreso». Progreso o no, con esta Aida el Real logrará buenas taquillas durante muchos años, lo cual no es nada desdeñable teniendo en cuenta los tiempos actuales, con un público que se resiste a regresar a los teatros como hacía antes y mira los títulos con mucha más atención al comprar las entradas. Hacerle un guiño de vez en cuando, aunque sea mirando al pasado, supone una acertada apuesta de cara al futuro.