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El mejor coliseo lírico de Europa, un título que tiene que ver sobre todo con la riqueza y variedad de su completa oferta

Cultura

Múnich ofrece al mundo el mejor teatro de ópera

La Bayerische Staatsoper de Múnich merece encabezar la clasificación de los coliseos líricos por su riqueza, amplitud y variedad de propuestas y por la calidad de su orquesta y coro

El último de los sabios, George Steiner, tenía muy clara cuál era su particular idea del paraíso en la Tierra: sentado en uno de los cafés de la célebre galería Vittorio Emanuele milanesa, con una selección de los principales diarios europeos dispuestos sobre la mesa y en el bolsillo un par de entradas para acudir a La Scala. La quintaesencia de la felicidad para el recordado humanista pasaba imprescindiblemente por coronar su jornada acudiendo al que aún hoy, para los más nostálgicos, continúa siendo el gran templo operístico por excelencia.

Claro que Steiner seguramente se refería a la última era dorada del Piermarini, cuando en sus temporadas aún se alternaban en el foso de sus noches mágicas Claudio Abbado, Lorin Maazel, Zubin Mehta y el mejor de todos, Carlos Kleiber, para dirigir elencos en los que por entonces figuraban Plácido Domingo, Luciano Pavarotti, Mirella Freni, Shirley Verrret, Piero Capuccilli o Nicolai Ghiaurov, auténticos colosos, aunque también contestados en su tiempo por esa facción de los operófilos para los que todo pasado fue siempre mejor. Ahora vivimos otros tiempos, de ambiciones y resultados artísticos mucho más modestos, y las clasificaciones antaño inmutables han tenido por fuerza que adaptarse a las nuevas realidades.

La Scala no atraviesa por su etapa más brillante, con espectáculos que, en algunas ocasiones, poco tendrían que envidiarles los melómanos de las provincias, donde en ocasiones es posible disfrutar de propuestas de una enjundia mucho mayor, con cantantes quizá menos famosos pero sin duda mejor habilitados para hacerle justicia a los requerimientos de las piezas del repertorio italiano más canónico, esas obras maestras de Bellini, Donizetti, Verdi, Puccini, Leoncavallo o Giordano, el más complicado para seducir a un público que a veces dispensa a sus melodramas más interés y respeto que a muchos de sus parientes próximos.

Hoy si uno quiere degustar los placeres más exquisitos, dejarse cautivar por la plenitud de las emociones genuinas o llegar a experimentar una honda sensación existencial, debe dirigir sus pasos un poco más hacia el norte, concretamente a la capital de Baviera, la rica, cosmopolita y algo estirada Múnich. Allí tiene su sede la Bayerische Staatsoper, sin duda el mejor coliseo lírico de Europa, un título que tiene que ver sobre todo con la riqueza y variedad de su completa oferta, en la que tradición y modernidad se dan la mano sea a través de la equilibrada selección de los títulos programados; mediante la elaboración de atractivos repartos que intentan reunir a algunos de los principales intérpretes actuales, y la calidad superior de sus cuerpos estables, coro y orquesta, fruto en gran medida de la pulcritud en la elección del director musical, un puesto clave que históricamente han ocupado personalidades tan relevantes y dispares como Felix Mottl, Hans Knappertbusch, Clemens Krauss, Ferenc Fricsay, Rudolf Kempe, Georg Solti y, hasta el año pasado, el flamante actual director de la Filarmónica de Berlín, Kirill Petrenko.

Retrato de la soprano Anja Harteros en la Bayerische

Para disputarle su lugar privilegiado podría alegarse que París o Viena ofrecen a priori posibilidades similares (y aún habría un sinfín de otros teatros que permiten disfrutar de fantásticas representaciones operísticas, aunque de manera aislada). La ciudad francesa, gran capital cultural de Europa, quizá muestre una oferta muy parecida a la de Múnich, pero repartida entre sus cinco teatros musicales: la moderna Bastilla (demasiado grande, con una acústica terrible), el histórico Palais Garnier (antigua sede de la Academia Royale de la Música, y aún representada por su célebre cuerpo de baile), la Opèra Comique (con sus soberbias recreaciones del chispeante Offenbach, por ejemplo), el Châtelet (más concentrado últimamente en espectáculos musicales, como West side story) y esa maravilla Art-Dèco del Champs Elysées (donde tuvo su tumultuoso estreno «La consagración de la primavera», que acoge desde ópera barroca a títulos poco habituales, casi siempre en concierto, con repartos muy interesantes).

Pero, con todo, lo fascinante que pueda parecernos la diversificada oferta lírica de una ciudad que además cuenta con varios de los mejores museos del mundo, como el Louvre, la Bayerische Staatsoper logra hacer eso mismo pero concentrándola casi exclusivamente en un único establecimiento que desarrolla una actividad prácticamente diaria. El Teatro del Príncipe o la Casa de Cultura, que también acogen varios espectáculos de su temporada, se ofrecen como espacios alternativos, complementarios, sin una programación lírica propia.

La celebración de espectáculos musicales (entre ópera y danza) en el calendario del Nationaltheater bávaro deja en lo meramente anecdótico a otros teatros como el Real madrileño, este sí, ocupado durante todo el año, pero sobre todo gracias a las actividades accesorias que suele acoger, cada vez más presentes, y que van desde celebraciones privadas de grandes empresas y galas comerciales de todo tipo hasta conciertos de artistas populares, pasando por el sorteo navideño de la Lotería Nacional.

El auténtico «Gordo lírico» recae este diciembre en la institución germana. Mientras el visitante que acuda a Madrid durante este próximo acueducto de festivos empalmados tendrá que quedarse con las ganas de disfrutar con alguna ópera (aún habrá que esperar hasta el próximo día 15 para que se estrene La Sonámbula, único título en cartel hasta finalizar el año), los turistas que decidan trasladarse hasta la sede del Bayern, a lo largo de este último mes del año, tendrán la posibilidad de escoger entre La Flauta Mágica, Lohengrin, Hänsel y Gretel, La Bohème, La novia vendida, Die Fledermaus y la ópera para niños Spring Doch, además de los ballets La Cenicienta y Chaicovski Ouvertures.

Podrá afirmarse que no parece una selección muy audaz, pero es que ahí reside una de las grandes virtudes de este coliseo sobre el resto: su inteligente capacidad de adaptación a las distintas épocas del calendario. La Navidad, una época propicia para disfrutar de la música en familia, se sirve de títulos con probado gancho para seducir a las nuevas generaciones. Si se trata de acercarse por primera vez a este género, qué mejor que hacerlo con la maravillosa música de Puccini para su «Bohème», o a través de la más popular de las óperas de Mozart, en producciones servidas además con el verdadero amor hacia el teatro que caracterizaba los esmerados trabajos de directores conocedores de su oficio como Otto Schenk o August Everding, cuya reiterada permanencia en cartel a través de varias décadas es la mejor muestra de sus inmarcesibles aciertos.

Representación en la Bayerische

Más allá de esta hábil operación con la que la Ópera Estatal de Múnich siembra para su propio futuro, el teatro ofrece en la temporada de su quinto centenario una decena de nuevas producciones, algo poco habitual en otros coliseos, entre las que puede encontrarse de todo: títulos tradicionales como Aida, Lohengrin y Così fan tutte; perlas del barroco, la Semele de Händel; recuperaciones de grandes autores del siglo XX, rara vez representadas, tal que Krieg und frieden de Prokofiev; audaces y muy atractivos emparejamientos: el programa doble que enfrenta el Dido y Eneas, de Purcell al Erwartung, de Schönberg, y un par de piezas de autores contemporáneos, Hanjo de Toshio Hosokawa y Hamlet, de Brett Dean.

Sin olvidar el estreno de tres nuevas producciones de su renombrado ballet, otra de las piezas fundamentales del engranaje: al ya citado Chaicovsky Overtures, con música del compositor ruso, se suman esta vez Schmetterling, que mezcla a Max Richter con Philip Glass, y Spheres.01, un espacio concebido como plataforma de lanzamiento para nuevos coreógrafos.

Todo teatro de ópera que se precie aspira hoy a «programar con un discurso propio», lo que veces no resulta más que otra bobería para justificar la singular relevancia de un género que, tradicionalmente, ha ocupado la primacía entre las artes escénicas en una época en la que debe competir no solo con la oferta de otros establecimientos similares, a veces hasta en la misma ciudad o en localidades muy próximas (los medios de transporte modernos han borrado esas distancias que Stendhal o Charles Burney debían recorrer en largos y fatigosos viajes para disfrutar de sus ídolos), sino con la cada vez más abundante oferta cultural plagada de manifestaciones de todo tipo, desde conciertos de música urbana hasta la última «gran exposición inmersiva».

De ahí que las programaciones se suelan aderezar con pomposas apelaciones a la vigencia de una vigorosa forma artística que nunca ha necesitado de tales justificaciones para establecer su carácter atemporal y universal, su vinculación con las grandes cuestiones humanas. Pero así suele hacerse ahora y tampoco está tan mal que en tiempos de pereza intelectual, desde los propios teatros, se fomente el establecimiento de toda suerte de asociaciones y nexos que a través de la cultura y la imaginación de cada uno promuevan e iluminen el pensamiento crítico.

Tradición y modernidad se dan la mano sea a través de la equilibrada selección de los títulos programados

La Bayerische Staatsoper titula su presente programación como Canciones de guerra y amor en un llamado a la situación actual «que oscila entre una normalidad que se desvanece y el surgimiento de un nuevo orden mundial». Y añade que las óperas de esta temporada «ponen sobre la mesa diferentes estados de expectación, articulados, a su vez, en torno al anhelo del amor y la congoja de la guerra». Para adornarlo aún más se recurre a una cita de Bertolt Brecht: «La guerra es como el amor, siempre encuentra un camino».

Nombres bien conocidos entre la crítica, y tantas veces detestados por los aficionados que consideran que sus puestas en escena traicionan el verdadero espíritu de los compositores, como Claus Guth, Dmitry Tcherniakov, Kryzystof Warlikowski, Lotte van de Berg o Damiano Micheletto serán los encargados de establecer sobre el escenario ese delicado diálogo entre tradición y modernidad, fuente de notables tensiones para quienes aspiran a la renovación del género y los celosos guardianes de sus más puras esencias.

En la conservadora Múnich hay suficiente espacio para la confrontación, pero también para apreciar algunas de las voces más destacadas del panorama internacional. Y cuando en otros lugares los teatros ya se apresuran a cerrar las puertas con la llegada del verano, la casa alemana amplía aún las suyas reservándose para esa época una última traca. A todo lo largo de julio, allí se celebra su célebre festival, un catálogo opulento de títulos que se ofrecen a diario y suele reunir a los principales cantantes del momento, contribuyendo así a aumentar el turismo durante esos días de éxtasis musical que puede y hasta debe combinarse con la peregrinación hasta la cercana localidad de Bayreuth, donde Wagner sigue congregando cada año a su nutrida legión de fieles.

Por si fuera poco, como un galardón añadido, la ciudad se beneficia además de contar entre sus más ilustres vecinos a una pareja que solo se reúne para actuar allí, lo que en los últimos años ha sido motivo de desplazamiento obligatorio para los melómanos más acreditados de todos los países. El tenor Jonas Kauffmann y la soprano Anja Harteros, para algunos el mejor tenor y la soprano más destacada de la actualidad, han protagonizado juntos grandes noches de gloria, de esas grabadas a fuego en la memoria de todos los asistentes.

Sus celebradas actuaciones en las colosales cimas de Verdi, y en debuts históricos como el del año pasado, cuando ambos protagonizaron Tristán e Isolda de Wagner para delirio de los asistentes, adquieren un relieve aún más significativo porque la Harteros, apenas se desplaza para cantar en otros lugares que no sean el coliseo muniqués. Y el propio Kauffmann, como en su día el compositor Richard Strauss, reserva sus primicias para el vehículo de sus mayores afectos, el lugar donde se le venera y le garantizan las mejores condiciones para hacer realidad sus deseados proyectos, como cuando ofreció allí su primer Peter Grimes, hace tan solo unos meses.

Ya fuera en compañía de esta pareja de divos o al frente de otros repartos consolidados de no menor interés, hasta el año pasado, la otra gran baza que elevaba el nivel de la Bayerische hasta el podio de la Champions lírica era el titular musical de la casa, Kirill Petrenko (Omsk, Siberia, 1972), quizá el más importante director de orquesta de su generación, y el único que parece capaz de seguirle los pasos a los Riccardo Muti o Zubin Mehta, últimos bastiones junto a Herbert Blombstedt, de la gran tradición.

Durante ocho años, su implicación en el foso de la Bayerische hizo subir aún mas la calidad y prestigio de la ya maravillosa orquesta, hasta disputarle el cetro a las otras dos agrupaciones reinantes en este apartado, la Filarmónica de Viena y la Orquesta del Metropolitan de Nueva York (al menos en tiempos del gran James Levine). Fichado por la Filarmónica berlinesa, Petrenko ha cedido ahora el puesto a otro apreciable maestro de su misma edad, Vladimir Jurowski, del que también se esperan grandes resultados por la extraordinaria intensidad que suele imprimirle a sus interpretaciones.

Fundada en 1653, la Bayerische Staatsoper continúa ejerciendo aún hoy como eficaz faro de cultura, un modelo para el mundo que muestra el poder civilizador de las instituciones cuando se acierta a cuidarlas, valorarlas y sostenerlas como es debido. El teatro se encuentra firmemente insertado en una sociedad como la alemana, orgullosa de lo mejor de su pasado pero capaz a la vez de manejarse en las coordenadas de su tiempo, aunándolos mejores valores tradicionales con la adaptación a los usos y demandas de la contemporaneidad.

En los días de asueto por venir, Múnich constituye una plaza de enorme atractivo por la ampliamente reconocida calidad de su actividad musical (también es preciso acudir a los conciertos de su Filarmónica, aunque ya no esté Celibidache). Pero dispone a la vez de otros numerosos encantos, entre los que no debe desdeñarse la posibilidad de disfrutar de unas suculentas weisswurst o el popular hämsche en lugares tan típicos como la Hofbräuhaus, con sus bancos corridos y un bullicio más propio de los países del sur, ideales para saciar los paladares más agradecidos.