Declan Donellan se abrió camino en la dramaturgia a través de Shakespeare, y del bardo a casi todos los clásicos: Pushkin o Chéjov y ahora, o entonces, Calderón. Una versión divertida y resuelta, casi rítmica, coreográfica, donde desaparece el suelo filosófico como si por momentos, y casi en general, el director no hubiera sabido encontrar la esencia española de su arriesgada apuesta extranjera.