El Brujo: «Si no hubiera encontrado el teatro, estaría loco, haciendo Hamlet desde el manicomio»
El actor y dramaturgo Rafael Álvarez El Brujo, carismático bululú del teatro y experto en desvelar el alma de los clásicos, estrena con la CNTC El viaje del monstruo fiero, una travesía espiritual por la mística y la literatura del Siglo de Oro salpicada de genialidad
En el escenario, una alfombra rojo carmesí rodeada de telas en azul eléctrico. Los colores del arlequín, del bufón. También del bululú, del juglar, del trovador, del rapsoda. Se oye su voz grave, como cuando personifica al Quijote divisando a lo lejos las lumbres en los campos castellanos: «¿Qué toca ahora?». Sube ligero a las tablas del Teatro de la Comedia, toca la mesa detrás de la que en pocos minutos se convertirá en Lope y en Quevedo, en Cervantes y en todos los místicos, en Shakespeare y en Calderón: «Sobre el yunque de los textos yo le di golpes al fuego, como Vulcano, y me los gané para mí, con el sudor de mi frente, como Adán».
Rafael Álvarez 'El Brujo' (Lucena, Córdoba, 1950) se encuentra en su escenario, cedido por unas semanas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, representando El viaje del monstruo fiero, una travesía convertida en «plegaria», en sus palabras. Lobo solitario del teatro, su método creador consiste en encerrarse con sus autores, estudiarlos hasta llegar a su esencia, sacarles todo el jugo y destilarlo en espectáculos con una fuerte impronta personal. En eso radica el verdadero respeto a los clásicos, en «captar su espíritu y saber transmitirlo», no en repetir el texto original. El Brujo no es un actor, sino «el actor», que puede transformarse en todos los personajes que menciona Lope de Vega en la loa que inspira el título de esta función: hombre, mujer, niño, gigante, mozo galán, viejo, paje, loco, portugués, borracho o estudiante.
–Dicen que es usted «un médium entre los autores clásicos y el público de hoy, un asceta que baja de la montaña para compartir con el resto del pueblo sus revelaciones».
–Los clásicos son como las grandes escrituras, las escrituras sagradas de las diferentes tradiciones religiosas de la humanidad, el Corán, la Biblia y sobre todo en la India, los Puranas, el Mahabharata, o La Odisea, el Poema de Gilgamesh o la La Ilíada. Todas necesitan ser interpretadas a través no sólo de la erudición, de la técnica y del conocimiento de los filólogos, sino de la inspiración de los lectores o de los artistas: necesitan ser comprendidas, pero a través de la intuición; necesitan ser reveladas.
–¿No puede un hombre hoy enfrentarse a esos textos y hacer uso de su propia intuición para desvelarlos?
–Es cierto que tienen que revelarse en tu interior, te tienen que decir algo a ti, personal. Y eso es lo que yo hago con los clásicos: los he paseado por los escenarios, los he recitado en los festivales de teatro clásico, son como plegarias que se me revelan a través de mi biografía. A los clásicos me los invento, los rompo, los reconstruyo, los vuelvo a romper, los presento al público, los comento. Si no, esos textos están muertos. Tienen una vida muy restringida, que es la vida que le dan los eruditos y los filólogos, que no dice mucho al alma.
–Y lo mismo sucede con los textos sagrados.
–Si no se viven, están muertos. ¿Qué significa que Jesucristo diga: «Es mi Padre»? ¿Qué tiene que ver contigo? Tú debes hacerlo nacer en ti, decía el psicoanalista Carlos Gustavo Jung. Los cristianos celebran la Navidad, el nacimiento de Cristo. Pero muy pocos iluminados son los que pueden celebrar el nacimiento de Cristo en su corazón. Esto es totalmente personal y al mismo tiempo, totalmente universal. Los grandes textos son un vehículo para que eso nazca en ti. Si no, el teatro clásico sería un museo: sólo tendría el valor documental histórico de que lo hizo un señor que murió hace cinco siglos y quedaron para la posteridad como cultura. Pero una cultura muerta.
Los clásicos son como las escrituras sagradas: necesitan ser comprendidas, pero a través de la intuición; necesitan ser reveladas
–¿Siempre se ha necesitado una figura como la suya, o quien leía a san Juan de la Cruz hace cuatro siglos lo podía interpretar porque lo vivía?
–Sospecho que muy pocos lo leían y lo entendían, quizá santa Teresa y Ana de Jesús. Sin embargo, sus textos son universales, hablan del alma y van más allá de los límites de la propia religión: es un místico que está más allá de las fronteras del cristianismo católico.
–Ahora representa El viaje del monstruo fiero, título tomado de una loa de Lope de Vega. ¿Quién es ese «monstruo fiero»?
–Lope de Vega propone un acertijo, un enigma a descifrar. «Es blanco y a veces negro, es humilde y arrogante, es muy flaco y animoso es de poco ser, y es grave. Aquí es hombre, allí mujer; aquí niño, allí gigante; aquí habla, allí está mudo; aquí es clérigo, allí fraile; aquí se hace mil pedazos, ya está entero en un instante; ya está vivo, ya está muerto; ya es de piedra, ya es de carne». Su esencia es la metamorfosis, y para Lope de Vega este monstruo es el actor. Es una muy bonita metáfora, porque el actor es un universo entero que constantemente cambia. No hay nada que esté quieto, como en la naturaleza, que es una una permanente performance.
–Propone en esta obra «un viaje a ninguna parte, heroico y quijotesco». Si no conocemos el destino, ¿qué posadas visitamos?
–Además de Lope, la obra se basa en la película de Fernán Gómez Viaje a ninguna parte, porque la vida es realmente ese viaje, una experiencia de movimiento, de traslado a través de un espacio-tiempo. Los lugares que se visitan son lugares de la mente, las emociones o la percepción. En otro texto de Agustín de Rojas Villandrando, Viaje entretenido, se relata el viaje de tres cómicos que van de Sevilla a Burgos y no llegan nunca porque no quieren llegar. La viuda de mi amigo, el gran actor Paco Rabal, Asunción Balaguer, me contaba que cuando él tenía que hacer un viaje de Murcia a Madrid tampoco llegaba nunca: se iba desviando por el camino en diferentes menesteres . De eso se trata el viaje, de eso se trata la comedia: de disfrutar de la vida, saber que es una una aventura pasajera y al mismo tiempo una lucha, pasajera también, pero que hay que pelear.
–En una época en que estamos saturados de imagen, El Brujo sigue llenando con un teatro de la palabra. ¿Por qué siguen llenándose los teatros?
–Están llenos aquí, en la capital, y aquí, en la sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Porque venir aquí es un placer; es un gran teatro, como los grandes teatros europeos, con una gran institución detrás. Tengo mucha fortuna. Creo que la gente está valorando más lo presencial, precisamente por contraste a la tecnología: lo visual es siempre distante, frío. Requiere menos de ti, y a la vez te da menos: la vibración de la pantalla es lumínica, eléctrica y magnética, pero la vibración de la persona que está delante de ti es siempre distinta.
–El tipo de teatro que usted hace es el de ir recitando por los pueblos, como los bululúes. ¿Cómo es representar aquí, en la cuna de la CNTC?
–Como dicen los artistas, «una gran alegría y una gran responsabilidad». Es una maravilla. Cada día, el técnico me dice: «Ya queda un día menos». ¡Pero disfruta de este templo, hombre! Ya volveremos a los caminos. Todos los que trabajan aquí son estupendos, y estoy muy agradecido por el gran respeto, admiración y apoyo que he recibido de la dirección, de Lluís Homar.
A los clásicos me los invento, los rompo, los reconstruyo, los vuelvo a romper, los presento al público, los comento. Si no, esos textos están muertos
–¿Qué le ha dado a usted el Siglo de Oro? ¿Qué respuestas ha hallado?
–Conozco más a los místicos que el Siglo de Oro. Especialmente Santa Teresa y San Juan de la Cruz, porque hice espectáculos sobre ellos: Teresa o el sol por dentro y La luz oscura de la fe. Además, El Quijote es uno de los textos que más he trabajado, y me ha nutrido muchísimo. También la novela picaresca, El Lazarillo de Tormes, El Buscón... La comedia y los dramas, las novelas de capa y espada, la comedia de Lope y Calderón, los he estudiado menos, aunque El caballero de Olmedo es quizá lo más sublime y lo más hermoso de Lope de Vega.
–Dice que en Calderón de la Barca está todo...
–Calderón tiene la la visión trascendente. Es una teología filosófica, no dogmática, que conecta con la filosofía oriental. La vida es sueño es realmente una versión teatral de un cuento indio. La filosofía india afirma que la realidad es ilusoria: los sueños que contemplamos cuando dormimos son una forma de revelarnos que también este mundo es de una naturaleza onírica. Entonces despiertas a otro plano de la conciencia.
–No quiere ni partenaires ni escuderos en el escenario. ¿No echa de menos el diálogo?
–La verdad es que no, porque lo que yo hago requiere la soledad y el intercambio directo con el público. En cuanto entra otro compañero, ya es una función de teatro, y yo no hago eso. Lo hice una época de mi vida, pero ya estoy en otro trabajo, en otro plano, dedicado a interpretar los textos, a improvisar, hablar. Estoy en esta soledad escénica que para mí es muy eficaz.
Los teatros públicos municipales ya no tienen presupuesto para programar, y se han empezado a explotar desde la perspectiva comercial. Y eso no es legítimo
–¿Qué opina del cotarro escénico nacional?
–El teatro ha bajado mucho de calidad, aunque a veces pienso que me he hecho mayor, y los mayores siempre piensan que lo que hacen los jóvenes es peor. Lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor es un error de percepción. Sin embargo, en esto me dan la razón algunos jóvenes, lo cual ya es un poco más alarmante y sospechoso. ¿Por qué ha bajado mucho de calidad? Porque el apoyo público al teatro se ha reducido muchísimo. Las grandes instituciones como esta, que dependen del Ministerio de Cultura, van bien, pero los teatros públicos municipales ya no tienen presupuesto para programar, y se han empezado a explotar desde la perspectiva comercial. Y eso no es legítimo en las instituciones públicas, porque el teatro tiene que brindar un servicio a la ciudadanía, a los que pagan impuestos. Ahora los teatros públicos se alquilan a cualquiera que pague para hacer cualquier cosa, un evento, un funeral, como si fuera una nave industrial, algo que creo que es hasta ilegal. Las entidades se ahorran tener que programar, las gestiones y tareas, y además lo alquilan por una cantidad exagerada, por lo que ninguna compañía puede permitírselo.
–Más allá de que se lo permitan las instituciones o no, ¿siente que tiene muchos autores y obras pendientes de trabajar?
–Estoy bastante satisfecho, aunque esté feo decirlo. Como dijo un político español, «yo ya triunfé en la vida». Pero estoy aquí cada día, soy un joven que aprende, porque la edad está en la mente. El vigor mental es el que realmente determina la edad que tienes. Y seguiré trabajando hasta que Dios quiera.
–Hay que tomarse este oficio con humildad, pero también es una contienda gloriosa. ¿Cómo se conjugan responsabilidad y despreocupación?
–Yo siempre he trabajado con despreocupación. Cuando era joven era un irresponsable, un poco gamberro en el teatro. Me gustaba subir al escenario y romper la obra. Tenía un don que sigo teniendo, aunque lo he trabajado: nací con una gracia especial llamada vis cómica. Cuando subía al escenario, la gente se reía de cualquier cosa que decía. A veces me mosqueaba. Un día un director, José Luis Alonso de Santo, me dijo: «No te cabrees, porque tienes un don». Cuando aprendí a manejarlo, me di cuenta de que me daría para vivir. Y aquí estamos.
–¿Cómo sería Rafael Álvarez sin el escenario?
–Loco. Si no hubiera encontrado el teatro, estaría loco, haciendo Hamlet desde el manicomio. Sería un día Napoleón, el otro día César Augusto, el otro el príncipe de Dinamarca, el Quijote. el Lazarillo.