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María Serrano

‘Altsasu’ o la desvergüenza

La obra de María Goiricelaya en el Teatro de la Abadía no es equidistante ni busca serlo

Madrid Actualizada 13:33

Imagen de la obra 'Altsasu'

«La supervivencia de un pueblo está en poder mirarse y saber decir quién es». Esta es la frase con la que termina la polémica nueva obra del Teatro de La Abadía. Altsasu recrea los hechos acontecidos en la localidad navarra de Alsasua en octubre de 2016, cuando dos guardias civiles y sus parejas fueron atacados por un grupo de jóvenes, algunos de ellos encapuchados, al grito de «Alde hemendik!» (¡Fuera de aquí!).

Dice el dramaturgo Juan Mayorga, director del teatro, que se puede criticar la pertinencia de las obras que programa en el Teatro de La Abadía. Y así es, y así se ha hecho. Sin embargo, si bien el derecho internacional protege la libertad de expresión, hay casos en los que, de conformidad con ese mismo derecho, es legítimo limitarla cuando viola los derechos de otras personas o promueve el odio e incita a la discriminación y la violencia.

Lo que hace María Goiricelaya, autora de la dramaturgia, es enmarcar perfectamente la situación en la que se suceden los acontecimientos. Entendemos la pertenencia de los agresores a esa tierra. Vemos sus tradiciones, les escuchamos cantar y hablar en euskera, hacen referencia a sus cuadrillas y a sus aitas. Estamos en su territorio. A lo largo de los 90 minutos de función se nos proporcionan constantemente datos para «entender» lo que ellos viven.

¿Y la Guardia Civil? Durante 42 años de crueles atentados, ETA asesinó a más de 850 ciudadanos entre los que se encuentran civiles, políticos, miembros de la judicatura, ertzainas, policías, militares y 210 guardias civiles. Pero como sí dice la obra, «ETA ha dejado las armas, pero no ha dejado de matar», haciendo referencia a cómo matan el silencio, la persecución, las pintadas, las miradas, el señalamiento. Sabemos cómo viven los agresores en Alsasua, pero no sabemos qué han tenido que vivir los agredidos.

La equidistancia –situar al mismo nivel a víctimas y verdugos– es peligrosa. El posicionamiento disfrazado de equidistancia, retorcido. Cuando se producen las agresiones, los guardias civiles parecen exagerados, casi caricaturizados. Los agresores, que si bien no pertenecían a ningún grupo abertzale sí que participaban en el Ospa Eguna, se asemejan en cambio a pobres chavales atrapados en una pelea de bar. «Tengo un examen importante dentro de tres días», llega a decir uno de ellos con voz lastimera mientras le interrogan.

«Putos pikoletos»

La obra es fiel cuando reproduce el insulto que les proferían a los miembros de la Benemérita: «putos pikoletos», se escuchaba a menudo, muy especialmente en los pueblos y ciudades con cuartel, como era Alsasua. La figura de un guardia civil torturando a una persona, un tricornio devorado por las llamas en medio de la plaza, carteles de agentes representados con forma de cerdo… Todavía hoy, los Ospa Eguna, apoyados por la izquierda abertzale contra las fuerzas de seguridad del Estado en el País Vasco y Navarra, gritan: «¡Que se vayan!». Se trata de un mensaje recogido desde hace décadas por ETA en sus comunicados, tanto públicos como privados.

En los zutabes, los boletines internos de la banda, se elaboraba un detallado mapa sobre la ubicación de todos los cuarteles y comisarías del País Vasco, Navarra y el sur de Francia. ETA animaba a hostigar a las fuerzas de seguridad del «Estado opresor». Esa era la situación que se respiraba en Alsasua y ese es el caldo de cultivo que precipitó que, cuando se produjeron las agresiones de 2016, fuera la Audiencia Nacional quien juzgara el caso. Las ocho personas fueron condenadas por este tribunal a penas de entre dos y 13 años por las lesiones causadas con el agravante de odio hacia el Instituto Armado.

Cartel de la obra 'Altsasu', en el Teatro de la Abadía

La clave está en esto último: una condena en firme y un agravante, el odio. Sin embargo, la obra de La Abadía no solo cuestiona la sentencia, sino también la existencia de una animadversión manifiesta hacia los «putos pikoletos». El público asiste al sufrimiento de los acusados, les ve penar en sus celdas mientras echan de menos Euskadi. Incluso se representa el viaje de sus familiares hasta Madrid para acudir a visitarles o se trata de provocar ¿lástima? por un vis a vis frustrado. Se produce un interesante juego dramatúrgico: todos los actores representan todos los papeles, van cambiando, el padre ahora es el preso y el preso ahora es otro de los acusados. ¿Porque el dolor y la opresión del pueblo vasco es una? ¿Porque lo que sufre uno de ellos lo sufren todos?

En cambio, de nuevo no vemos a compañeros guardias civiles, ni asistimos al acoso que sufren o al dolor y el hostigamiento que padecen. Cuando la juez dicta sentencia, lo hace elevada (física y moralmente) por encima de todos y va «disparando» los años, que matan a cada uno de los condenados. ¿Es esto equidistante?

«Hechos ficcionados»

Goiricelaya ficciona los hechos, mezclando textos del proceso judicial con su propia recreación de aquel juicio que finalizó en 2018. Solo hay cuatro actores sobre las tablas: los agresores visten sudaderas con capucha, los agredidos lucen polo y camisa. La obra avanza a trompicones, descompensada, espesa en ocasiones a pesar de lo tenso del tema. Flota siempre una pregunta: ¿por qué penas tan duras?

La obra no ayuda a contextualizar las sentencias. Solo las cuestiona. Y está en su derecho. Pero para añadir algo más de historia, cabe señalar que Tribunal Europeo de Derechos Humanos no admitió a trámite la demanda de los condenados por supuestas vulneraciones en sus derechos durante el proceso judicial en España. Se dictó sentencia, se cerró el caso. Y Goiricelaya quiere traerlo a las tablas para explorarlo y cuestionarlo de nuevo. «Es muy delicado señalar qué dolor es más grande. Y en relación a esta verdad compartida, los relatos son múltiples, diversos y a veces absolutamente opuestos y en el teatro todavía más, porque el teatro se basa en el conflicto», dice en una entrevista con la Cadena Ser.

¿Puede el teatro cuestionar lo establecido? ¿Puede poner en duda la pertinencia de las fuerzas de seguridad del Estado? ¿Puede dudar de la legitimidad de una sentencia dictada por la Audiencia Nacional? Puede. No es constitutivo de delito. Así es nuestra querida España, esta España mía, esta España nuestra, como cantaba Cecilia, canción que suena siempre recién terminada la representación. Una España que muchos siguen sin amar y que otros se empeñan en descomponer, y no precisamente desde las tablas de un teatro.