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Arturo Pomar en 1947

Arturo Pomar, el niño prodigio del ajedrez que se convirtió en 'El Hombre Tranquilo'

Con doce años hizo tablas con el campeón del mundo, el ruso Alexander Alekhine, consiguiendo una celebridad sin parangón en la España de posguerra que terminó al llegar a la edad adulta

Un día como hoy, 16 de enero, de 1946, el niño prodigio Arturo Pomar ganó, con quince años, el torneo de ajedrez de Londres. Arturo era algo así como el Joselito del ajedrez de la época en España.  Es también el año en que se convierte en el campeón de España más joven de la historia (tiene quince años), y cuando Franco lo recibe en El Pardo. 

Se hizo famoso por la proeza de hacer tablas con el campeón del mundo del momento, el ruso Alexander Alekhine, tras lo que el Gobierno le concedió una beca y se trasladó a Madrid desde Palma de Mallorca. Recorrió España realizando celebradas exhibiciones de noticia en el NO-DO.

«Este muchachito moreno, de cuño español, en cuyos ojos, entornados por la meditación del juego, se vislumbra 'la furia ibérica', ofrece en su aire colegial un arquetipo de la adolescencia acrisolada. Tiene los nervios de la infancia y el nervio de la juventud… De repente, el Goliat ruso-francés se levanta y saluda en reverencia de vencido al triunfal 'David español'. Estalla una ovación formidable. Bernstein se dispone a salir. Arturito Pomar le tiende hidalgamente la mano… Pero como el ruso-francés es un gigante, el muchacho español se empina, se empina, como España», relata una crónica de sus hazañas.

Gran Maestro Internacional

Maestro Internacional con 22 años y Gran Maestro Internacional con 30, el interés por el pequeño Arturo decreció al hacerse mayor. Fue como un Joselito que jamás hubiera perdido la voz, a pesar de que pareció que la perdió. Siempre estuvo en él el timbre del ajedrez. Alekhine dijo tras las célebres tablas que le esperaba un gran futuro que nunca llegó.

Sin niño se acabó la noticia y el encanto y el apoyo de un país se perdió. A la edad de su primera maestría tuvo que abandonar la competición, con la que no se podía mantener, para dedicarse a las exhibiciones y las giras, mejor pagadas. La flor se marchitaba aunque el ajedrez seguía dentro, joven y pujante. Pero Arturito ya era Arturo. La juventud y la oportunidad se marchaba.

Su mejor momento llegó, ya convertido en Gran Maestro, al enfrentarse en el torneo de Estocolmo (viajaba a los torneos por sus propios medios, pidiendo excedencias en su trabajo de cartero en Ciempozuelos) a la joven estrella Bobby Fischer, de dieciocho años, quien no pudo ganarle. Arturo tenía treinta y un años, pero parecía mucho mayor. Hacía poco tiempo había sido diagnosticado de vejez prematura.

Arturo Pomar en 1972

«Su fama lo precede: arrogante, genial, impredecible. Obsesivo, excéntrico. Ambicioso. A su lado, junto al tablero, una pequeña bandera de barras y estrellas corona un cartel identificativo con siete letras mayúsculas: Fischer. El contraste sobrecoge. Sentado frente a él hay un español de corta estatura, calvicie pronunciada y dentadura de posguerra. Su mirada anda a ratos perdida, la boca entreabierta. Su actitud parece indolente, cuasi abúlica por momentos. Es su carácter, ya sea frente al tablero blanquinegro o delante de la correspondencia que cada día ordena en las grises oficinas postales de Ciempozuelos. En realidad solo tiene 31 años, pero ya parece viejo. La época de su gran fama quedó muy atrás y el tiempo, implacable, la ha desleído. La ha disipado hasta reducirla a un cerco, una sombra, un eco. Sin conmiseración. El rótulo que asoma debajo de la banderita rojigualda con la siniestra águila negra estampada en el centro tiene cinco letras: Pomar. Pero hay un nombre, con tantas letras como peones negros tiene antes de elegir el tercero por la derecha para ejecutar su primer y osado movimiento –una defensa siciliana ante el maestro de las sicilianas–, que lo perseguirá hasta la tumba: Arturito», escribe Paco Cerdá en su libro El Peón sobre aquella legendaria partida.

Miquel Castells escribió en la revista Peón de Rey en 2002 que Pomar nunca levantaba la voz y que su mujer siempre se quejó amargamente de que nadie le ayudó desde que aparecieron los primeros síntomas de su enfermedad en las articulaciones. Cuenta también Castells que era tan tranquilo que en La Habana, donde se encontraba disputando un torneo en 1952, le sorprendió el golpe de Estado de Batista y cuando alguien entró en su habitación para avisarle mientras se afeitaba, tan solo dijo: «Ah, ¿sí?» y siguió con lo que hacía.

Si hubiera nacido en Rusia

Durante sus primeros años de fama tuvo ofertas para solicitar asilo político y solucionar así su futuro profesional en el ajedrez, pero nunca quiso abandonar España. Arturo Pomar murió en Barcelona en 2016 a los 84 años y siempre pensó que si hubiera nacido en Rusia «hubiera llegado mucho más alto». Nunca se sabrá si tan alto como en el final (precisamente esa era su mayor habilidad: los finales) de aquella partida contra Fischer que Cerdá describe así en su libro: 

«Tras nueve horas de juego, la partida de Estocolmo ha llegado a su movimiento final... Fischer avanza el peón de la primera columna hasta el penúltimo escaque. Pomar reacciona con un desplazamiento lateral del rey. Son sus últimas jugadas. Ningún bando puede asestar el jaque mate; el equilibrio parece enquistado. Los dos ajedrecistas acuerdan dejar la partida en tablas. Unas tablas contra Fischer con un peón menos: gran proeza de Pomar. El encuentro acaba. Los jugadores se levantan de la mesa y Bobby le dedica a Arturo una frase legendaria, mil veces repetida, andamiaje que soporta la cara más trágica del mito Pomar. Una frase que resume una partida, un torneo, una carrera, una vida: «Pobre cartero español. Con lo bien que juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando termine el torneo»».

Después de saber esto, a uno le apetece imaginar que Arturo simplemente sonrió pensando que, como El Hombre Tranquilo de John Ford, adónde realmente iba a volver era a Innisfree con su Maureen O'Hara.