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Paul Westhead fue entrenador de Los Angeles Lakers durante el campeonato de 1980NBA

Cronología del intento de asesinato del entrenador de Los Angeles Lakers campeones de la NBA

Intrahistoria de un crimen que no llegó a suceder

El 16 de mayo de 1980, Los Angeles Lakers resolvieron en el antiguo pabellón conocido como The Spectrum de Filadelfia el sexto partido de las finales, una victoria por 123-107 ante los 76ers, que les consagraba como campeones de la NBA. Era el primer título en ocho años y las imágenes, como se puede imaginar, eran de jolgorio y celebración. Nadie podía concebir que, precisamente esa victoria, iba a significar ponerle precio a la cabeza del entrenador del equipo campeón, Paul Westhead.

Para entender esta historia hay que detenerse y profundizar en la biografía de uno de esos jugadores consumidos por la historia, engullido por el paso de los días, inofensivo ante el implacable vaivén de los acontecimientos. Spencer Haywood, aunque su nombre hoy nos resulte extraño, desconocido, fue, en su día, uno de los jugadores más destacados del mundo.

Desde pequeño demostró grandes capacidades y, sus promedios en la Universidad de Detroit en la que participó eran tan asombrosos –más de 30 puntos y 20 rebotes por partido– que Estados Unidos le incluyó en la convocatoria para los Juegos Olímpicos de México 1968, contando Haywood apenas 19 años, y donde acabaría con el oro olímpico.

Su carrera profesional en el baloncesto arrancaría en la ABA, la liga de baloncesto anterior a la NBA, con un hito histórico, consagrándose como MVP de la temporada a la vez que era Rookie, es decir, jugador de primer año. Pero no fue su único hito, sino que añadió: MVP del All-Star, máximo anotador de la temporada y máximo reboteador. Un arranque de carrera propio de un monstruo estadístico histórico. A partir de ahí, el baloncesto, casi que la vida, le dio la espalda.

Con la creación de la NBA, Haywood desembarcaría en los Seattle Supersonics, pero la alegría iba a durar poco. La propia liga no iba a autorizar ese fichaje, imposibilitándole jugar. El resto de equipos de la NBA pasaron a referirse a Spencer como «un jugador ilegal». Se formó entonces un clima de odio, de rechazo hacia un jugador de apenas 21 años, que tuvo que soportar un clima de tremenda hostilidad. No es difícil imaginar, en esos Estados Unidos de los años 70, como ese rechazo acabaría convirtiéndose en actos de racismo por su color de piel.

Spencer Haywood en su etapa en los Seattle SupersonicsNBA

El Tribunal Supremo, tras un largo proceso, acabaría dictando una sentencia que invalidaba el derecho de inadmisión para todos los jugadores que no hubiesen cumplido el ciclo de cuatro años en la Universidad. Spencer podía volver a las pistas. En Seattle, Haywood fue elegido cuatro veces para el All-Star, pero los resultados deportivos distaban de ser los ideales. El clima se fue tensando y en 1975, mientras Haywood se sentía cómodo y en casa en esa franquicia, la propia gerencia iba a filtrar a la prensa que Spencer estaba pidiendo el traspaso y negociaba su salida. Eso acabó convenciendo al propio jugador de salir de ahí, recalando en los New York Knicks.

Ahí, en la Gran Manzana, Spencer iba a empezar con mal pie. En el acto de su presentación, de forma completamente ingenua y sin contemplar posibles consecuencias, se anunció a él mismo como «el salvador de la franquicia». Eso no gustó ni a sus compañeros, ni a la directiva, ni a los hinchas. Hay que recordar que los Knicks venían de ser campeones de la liga en 1970 y 1973, los que hasta ahora siguen siendo sus únicos títulos.

Tanto sus compañeros como sus aficionados le comentaban con sorna y desprecio su consideración de «Mesías», burlándose de él. Sus actuaciones deportivas tampoco ayudaban. El clima era tan hostil, tenía a tanta gente en su contra que, en enero de 1976, en un partido de los Knicks en Seattle, antigua franquicia de Spencer, la contienda se tuvo que aplazar por la cantidad increíble de abucheos que había en el pabellón, convirtiéndolo en un escenario infernal.

El siguiente golpe en la vida de Spencer iba a tomar la forma de su hermano mayor, Joe Haywood, veterano de la Guerra de Vietnam, que se entregó al alcohol para superar el estrés postraumático, hasta acabar muriendo. Los pilares de su vida iban cayendo uno a uno, y Haywood se entregó a la noche neoyorquina.

Conoció a su mujer, Iman, una joven somalí recién llegada a Estados Unidos y tuvo una hija, Zulekha Haywood, pero incluso eso iría con fecha de caducidad. La creciente carrera de Iman como modelo, que la llevaba a giras alrededor de todo el mundo, chocaba con los intereses y las preferencias de Spencer, deteriorando mucho la relación. El baloncesto era cada vez menos una salvación y cada vez más una condena en un equipo hundido en la mediocridad, y fue cayendo, cada vez más, en las tentaciones de la noche.

En 1979, iba a ser traspasado a los New Orleans Jazz por un precio irrisorio, casi ridículo, que no hacía justicia a quien otrora había sido considerado como un proyecto para codearse entre la élite de los mejores del mundo. Haywood, en Nueva Orleans, se iba a encontrar cómodo personalmente hablando, pero el equipo deportivamente estaba muy lejos de poder competir y la venta de la franquicia revoloteaba a todos los presentes, hasta acabar consumándose.

Los Jazz se trasladaron a Utah, a la ciudad de Salt Lake City, donde Spencer no se encontraba cómodo. Acostumbrado al esplendor de Nueva York o el encanto de Nueva Orleans, esa nueva ciudad parecía encorsetarle, minimizarle. Por lo que pidió a su agente que buscara un traspaso y, como venido del cielo, la respuesta no pudo ser mejor: «Te vas a Los Angeles Lakers».

Una conversación telefónica entre Spencer y el entrenador de los Lakers, Jack McKinney, que fue como una bendición para el jugador. Le descargó de responsabilidades, le prometió minutos y le aseguró irse al mejor lugar del mundo, Los Ángeles. Allí, por si fuese poco, se iba a encontrar un equipo muy candidato al título, con Kareem Abdul-Jabbar, uno de los tres mejores jugadores de siempre y amigo suyo, y un novato de nombre Magic Johnson.

Haywood llegó ilusionado y con las expectativas por las nubes a esta nueva experiencia, como el colofón perfecto a una carrera que siempre había estado por debajo de lo que merecía. Él no quería distracciones ni problemas pero, una determinada tarde, un hombre se le acercó prometiéndole ayuda, que si instalarse en una nueva ciudad, que si conocer los mejores restaurantes. Esta figura ejercía de consultor y amigo para todos esos jugadores que, en el mercado de nombres y carne que es la NBA, ayuda a los jugadores a instalarse, acomodarse y conocer sus nuevas ciudades. Como el Señor Lobo de Pulp Fiction.

Este consejero invitó a Spencer Haywood a una fiesta, un evento donde se reunían varias de todas esas personalidades que conviven en la ciudad californiana, desde estrellas de cine a jugadores de béisbol o fútbol americano. Y entre conversaciones y copas, Spencer fue invitado a una habitación reservada, casi escondida, donde su anfitrión le invitó a probar un montoncito de polvo blanco que se encontraba sobre la mesa. Haywood dudó, no estaba convencido, pero tampoco quiso ser maleducado y accedió. Su cuerpo, su cabeza, estalló de júbilo. Acababa de caer en una espiral insalvable.

Esa noche fue la primera de una nueva rutina, una fiesta que se prolongó hasta la madrugada, hasta apenas dos horas antes del entrenamiento. Al día siguiente estaba muy cansado pero, el recuerdo de la experiencia le consumía tanto, que repitió. Ya no había salida. Estas fiestas al principio tenían una frecuencia semanal, pero poco a poco el hábito iba a ser cada vez mayor.

Una leve lesión, nada grave pero que le apartó de la rutina del equipo un par de semanas, le empujó a una frecuencia diaria. Perdería también su sitio en el equipo, pero eso a él ya no le importaba. Su única preocupación cuando iba a un partido era salir cuanto antes del pabellón para enterrarse en ese submundo que se había creado, en esa vía de escape a la realidad.

Spencer Haywood, en su etapa como jugador de la NBANBA

Ocurrió otro trágico suceso que ayudaría a cambiar la vida de Spencer. McKinney, el entrenador de los Lakers, iba en bicicleta a casa de su asistente Paul Westhead cuando sufrió una aparatosa caída y se golpeó la cabeza contra el suelo. Sobrevivió, pero su vida quedó marcada. Sin poder continuar sus funciones como entrenador jefe, el cargo pasó al propio Westhead.

En ese momento Haywood estaba ya consumido por completo, un espectro de lo que había sido. Las giras del equipo eran un suplicio hasta que averiguó la manera de conseguir contactos en cada ciudad para no saltarse ninguna fiesta, no fuera a ser. El baloncesto no es que fuese ya una cosa secundaria en su vida, sino que se había convertido en una carga, un impedimento.

Con Westhead la relación no era buena, y sus minutos cada vez más escasos, hasta caer en el ostracismo. Y si bien a Spencer eso realmente le daba igual, el orgullo le llevó a denunciar la situación ante la prensa. Cuando Westhead quiso compensarle con unos minutos inesperados, Haywood entró en pánico, sabía que no estaba para jugar. Se inventó una alergia que le estaba afectando a la vista para escabullirse. Estaba al límite.

Llegados a este punto, Haywood ya sabía que necesitaba ayuda. Quería pedirla pero, a su vez, sabía que, de hacerlo, su carrera como jugador, al menos en un corto plazo, estaba acabada. Y los Lakers eran los grandes favoritos al anillo, no se quería perder esa oportunidad histórica. Así que siguió, sin contárselo a nadie e intentando ponerle fin por su cuenta.

Lo consiguió en buena medida, y los Lakers seguían su camino hacia el título citándose en las finales con los Philadelphia 76ers. En las vísperas de esas finales, su antiguo anfitrión, preocupado por sus últimas ausencias, volvió a tentarle. «Te has clasificado a las finales, te lo mereces» le dijo. Y Haywood volvió a caer.

Esa fiesta se prolongó hasta muy altas horas de la madrugada, apenas con el tiempo justo de ducharse antes de salir hacia el entrenamiento. En el coche, de camino a ese entrenamiento, se durmió tres veces al volante, esperando en semáforos. Ejercitándose, fruto del esfuerzo físico, cayó desmayado.

Unos días después, con las finales empatadas 2-2, en el vestuario, tras un entrenamiento, Spencer tuvo un encontronazo con un compañero. Se montó una pequeña tangana en el vestuario y Westhead le llamó a su despacho. Allí, derrumbado, viéndose sin salida, el jugador confesó su adicción. La respuesta fue clara: «Estás despedido».

Los Lakers acabarían logrando el ansiado anillo y Haywood se quedó sin él. En su casa, desempleado, rencoroso y fruto de la paranoia que produce la droga, empezó a buscar culpables a la situación que se había creado, creyendo que el mundo estaba contra él.

El último clavo en el ataúd fueron dos decisiones que tomaron los Lakers con respecto al campeonato y Haywood: el jugador no podía aparecer en los actos de celebración y tampoco iba a recibir la prima que le correspondía. Eso fue un fuego interno que Haywood no pudo, ni quiso, reprimir. Contactó con un antiguo amigo de Detroit, un sicario, y empezó a elaborar su venganza personal. La primera víctima estaba elegida: «Westhead debe morir».

Magic Johnson fue compañero de HaywoodGTRES

El amigo no puso complicaciones, de hecho se ofreció a hacerlo de manera gratuita, y se marchó a Los Ángeles para preparar el crimen. Allí trazaron el plan que iba a acabar con la vida del entrenador de Los Ángeles Lakers, como primera víctima de un plan que se iba a cobrar muchas vidas.

Sucedió entonces una casualidad divina, fruto del increíble sexto sentido que tienen las madres para identificar problemas en sus hijos. Eunice Haywood, su madre, a la que el cáncer fruto de trabajar en las plantaciones de Mississippi consumía desde hace tiempo, contactó con él para ver qué pasaba. Al mismo tiempo, el sicario creía que esa llamada de la madre era una estrategia del FBI, que tenía pinchado el teléfono de Spencer. La paranoia volvió a hacer acto de presencia y Haywood echó atrás el plan y se encerró en el baño. Advertida por el sicario, su hermana, Ivory Haywood, acudió al rescate. Llegó a tiempo por cuestión de minutos.

A partir de ahí, sin ningún asesinato que lamentar, Spencer Haywood pudo rehacer su vida. Los Supersonics retiraron su número, entró en el Salón de la Fama y Spencer pasó a ser embajador de la liga, asegurándose que nadie, nunca más, vuelva a pasar por ese infierno. Convirtiéndose así, su historia, en un mito y un descenso hasta las profundidades más oscuras del alma humana.