120 años del Real Madrid: el verano interminable de los madridistas
El mejor club del siglo XX no fue fundado por «el jefe», sino por los hermanos Padrós, pero sí fue elevado adonde está por un jefe que no fue, naturalmente, John Gedsudsky, sino Santiago Bernabéu
J.D. Salinger escribió un cuento que se titula El Hombre que Ríe. El Hombre que Ríe es el cuento que les contaba «el jefe», John Gedsudsky, a los chicos del «Club de los Comanches» después de ir a recogerles con el autobús de los comanches a su escuela y luego llevarlos al Central Park de Nueva York a jugar a béisbol, a fútbol o a rugby y, si llovía, al Museo de Historia Natural o al Metropolitano, el museo de Manhattan, no vaya a nadie a confundirse con otra cosa.
El madridismo siempre ha sido como pertenecer al club de los comanches, por lo de la emoción infantil de subirse a ese autobús cada viernes (cada domingo) al salir del colegio y escuchar la historia de El Hombre que Ríe. Un club que cumple un siglo y un quinto. Un club no fundado por «el jefe», sino por los hermanos Padrós, pero sí elevado adonde está por un jefe que no fue, naturalmente, John Gedsudsky, sino Santiago Bernabéu.
Don Santiago ideó, creo y gestionó un club modelo para la historia, no sólo del fútbol, sino del deporte y más allá. Una fe voladora en torno a un concepto, el señorío, del que la mediocridad no señora recela y se ríe como el hombre del cuento de Salinger y del jefe Gedsudsky como si alguna vez lo hubieran escuchado. El antimadridismo que es consustancial a su existencia pues, al contrario que decía Manuel Summers, no «to er mundo e güeno».
O más que güeno, es que no se reconoce en esas esencias puras: el blanco impoluto («manchado de barro o de sangre, pero nunca de vergüenza»), el escudo, el respeto, la lucha, el honor o el triunfo. Siempre la victoria como objetivo y como objeto preciado y guardado en sus vitrinas más que centenarias. Las vitrinas más repletas y valiosas de la historia del deporte. En fútbol y en baloncesto, donde sus caballeros han hablado de cada uno de sus tiempos, a lo largo de todos ellos, como de lo mejor de sus días. Un tatuaje en el alma.
De Di Stéfano a Emiliano pasando por Zidane
La pertenencia, el tesoro, el orgullo de haber sido y de ser (si se ha sido, se es para siempre, salvo los que a pesar de haber escuchado el cuento de El Hombre que Ríe, solo lo oyeron, pobres) un jugador del Real Madrid. Un jugador del Real Madrid es el sueño del aficionado del Real Madrid desde niño. Niños que fueron con sus padres, y siguen yendo, al gran estadio cambiante, la gran Catedral Blanca, Nuestra Señora de Madrid, que de nuevo está a punto de inaugurar la modernidad por obra de Florentino Pérez, el Bernabéu del XXI, el émulo que no ha hecho nada más, y nada menos, que seguir el espíritu (y de acomodarlo a la época) de don Santiago.
Niños que se visten de blanco y sueñan con ese uniforme. Y luego se hacen mayores y siguen soñando. Siguen subiéndose cada viernes (cada domingo) al salir del colegio al autobús de «el jefe» para escuchar la increíble historia de El hombre que Ríe y sus 34 Ligas y sus 13 Copas de Europa. Y de todos esos personajes inolvidables: De Di Stéfano, de Emiliano, de Gento, de Doncic, de Butragueño, de Corbalán, de Cristiano, de Laso, de Benzema, de Zidane, de Raúl, de Llull, de Puskas, de Rudy, de Kopa, de Sabonis, de Michel, de Felipe, de Redondo, de Brabender y de Juanito y de tantos, por decir unos pocos, poquísimos, de sus grandísimos nombres para la eternidad.
Creer en lo imposible
Una infinitud que está en el corazón de cada madridista, esos comanches de Salinger que son millones por el mundo. El Madrid y el madridismo es la algarabía mundial por el gol de Ramos al filo de una derrota monumental que nunca sucedió porque nunca se creyó en ella, hasta cuando parecía tan posible, tan inevitable, como entonces. El Madrid, con sus triunfos, con sus jugadores, con sus grandes gestas, ha hecho creer en lo imposible al madridista. Ha hecho creer a los hombres en una institución.
El madridista se hizo así, como modelado en el barro, la sangre y la emoción de sus ídolos. Como dice don Andrés Amorós, un madridista insigne: «Si se piensa en el mejor futbolista, se piensa en Di Stéfano; si se piensa en un músico, se piensa en Bach, si se piensa en el mejor equipo, se piensa en el Real Madrid…». Todo el mundo lo sabe, hasta todos los que no quieren saberlo.
Porque es algo que alcanza más allá de las victorias y de los títulos. Cabría parafrasear a Hemingway y su París, cambiándolo por el Madrid: «Si tienes la suerte de haber sido del Madrid cuando joven, luego el Madrid te acompañará, vayas adonde vayas, todo el resto de tu vida, ya que el Madrid es una fiesta que nos sigue». Porque los madridistas son como los comanches de Salinger, unos niños, siempre niños, ávidos de escuchar cada domingo el emocionante cuento de El Hombre que Ríe.
El cuento de El Hombre que Ríe no acaba tan bien como parecía que podría acabar o incluso como parecía que nunca podría acabar. El cuento de El Hombre que Ríe acabó un día y aquellos comanches se hicieron mayores. Pero no el Real Madrid, el verano sin fin de los madridistas, cuya realidad supera, y ya van 120 años, hasta las metáforas.