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Karim Benzema celebra uno de los goles del MadridAFP

Shakhtar 0-Real Madrid 5

Benzema se hace Di Stéfano en un cuadro de Degas

Ancelotti construye en el medio campo el laberinto de 'El Resplandor' que deshielan Vinicius y el francés mitológico

​En directo Real Madrid - Shakhtar

En la antigua Alexandrova, la ciudad también conocida en otro tiempo como Stalin, a secas, hoy Donetsk, el Madrid recordaba la tela de araña de otros equipos menores y recientes donde se cuidaba de no caer. Entre Maicon y Marlon parecía un equipo de la Motown en vez de un equipo ucraniano. Benzema organizaba el juego en el último tercio del campo, incluso más abajo, poniendo a bailar a Vini y a Rodry como si fueran los Kriss Kross. Se le fue a Rodrygo un balón del francés que si llega a irse para el centro hubiera seguido la emocionante canción, pero se cortó como un vinilo estropeado.

De cualquier modo, daba alegría ver a Kroos estupendamente recuperado y, sobre todo, a Mendy, que ya no tenia piernitas y jugaba como un explorador indio: siguiendo cualquier huella local. El Shakhtar casi se dormía en los medios porque el Madrid le dejaba. Una vez quiso desperezarse y pasó directamente de la cocina al dormitorio. Menos mal que allí estaba Courtois con la bata y los rulos. Por el lado de Mendy, que era el comebolas aquel del juego de los ochenta, se producía el tercer o cuarto córner consecutivo a favor de los blancos. Había que ver la contención de Modric, frente a la que se estrellaba, casi como moscas, todo el centrocampismo ucraniano.

Hasta la mismísima área pequeña llegaron Solomon e Ismaily, que en boca de gol se quedó con las ganas. Yo escuchaba «Ismaily» y todo el tiempo me acordaba del entrenador Smiley, el entrenador de baloncesto del príncipe de Bel Air, cuya instrucción favorita, y única, era: «Pasádsela a Will». Yo pensaba todo el rato: «Pasádsela a Karim», pero era Karim, y Kroos, quienes lo ordenaban todo, hacendoso el alemán como una patrona muniquesa y preciso como un francotirador. Roberto de Zerbi, el entrenador de los naranjas, empezó a despotricar de una manera escandalosa. Kroos disparaba y Benzema también.

Conseguían saltarse esporádicamente los locales las líneas madridistas con peligro electrizante. Por lo general, el Madrid tapaba todos los intentos, pero siempre quedaba ese resquicio de susto. A Benzema parecía que no le servían los niños brasileños para sus ejercicios, unos números tan elevados, tan intangibles, como de nouvelle vague, que hizo que marcara Krivtsov por él Al final de la escapada. Sólo le faltó pasarse el pulgar por los labios como Belmondo.

El gol del Madrid en el 38 hizo perder la seriedad mostrada hasta entonces por el Shakhtar. El Madrid intentaba aprovecharse de la desconexión y a mí todos los nombres me parecían graciosos, como Dodó, un pájaro extinto igual que la primera parte.

Ballet d'Or

A punto de iniciarse la segunda las cámaras enfocaban a bellísimas aficionadas y a hombres bebiendo té. Había cambios en el Shakhtar. Entraban Marlos y Marcos Antonio (que no Marco Antonio) y salían Solomon y Martins. Se detenía el juego por un pisotón a Casemiro en el tobillo del pariente del amante de Cleopatra. Un pariente lejano. El Madrid tenía montado un laberinto en el centro del campo como para reírse del que había en el hotel de El Resplandor.

Benzema o Di Stéfano, el omnipresente, el dios del balompié, el Ballon d’Or, el Ballet d’Or, robaba como un brujo, corría en horizontal, miraba y veía a Modric plantado con su voz de mayordomo de Drácula, que susurraba cuando le llegó la pelota antes de mandársela a Vinicius, quien picoteó para marcar el segundo. Los balones de Karim rodaban por el borde de una cornisa sin caerse al vacío. Era maravilloso. Y luego llegó el amor de Vinicius en el 56, recortando y parando. Pensando. Avanzando, torciendo a la derecha, incluso retrocediendo. Luego a la izquierda. Un callejón. Otro. Después un pasillo. Bajando escaleras, yendo en dirección contraria hasta entrar en el garaje. Parecía el Mini (¡el Vini!) de Jason Bourne escapándose de toda la policía de París.

Y cómo marcaba Modric. Punteaba a los rivales con el pie. Poniéndoselo delante, como diciéndoles: «por aquí no pases». Kroos lo organizaba todo con la mente. Y vaya si le servían a Karim los niños brasileños. Benzema como el origen del mundo. Romero San Juan cantando Dios hizo el mundo en seis días y al séptimo descansó. Vinicius el hijo del padre y Rodrygo el chutador formidable.

Eran cuatro los goles en Ucrania. El delirio benzemista continuaba. Un recorte en carrera como una de esas pinceladas de Picasso con brocha sobre un cristal para dibujar un toro. Se fue Mendy y yo casi lloraba por verle tan bien. Entraba Marcelo, pero no se podía saber lo que hacía Benzema, porque no era fútbol sino impresionismo: amaneceres borrosos, estanques y hojas caídas. Después pasaron algunas cosas más, como que marcó el quinto Benzema, nada menos. Nada faltaba y ya nada se podía superar.